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“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia”.
Nunca del dolor ha sido partidario.
Desde un jardín entre volcanes, bibliotecas, un fantasmal estudio en una calle del centro de la Ciudad de México y la necesidad de demostrar que la pintura tiene un lugar verdadero en el mundo, hasta llegar al mismísimo jardín del edén, donde no hay nada que demostrar y sí todo por sentir, Daniel Lezama, presencia definitoria del arte plástico mexicano, ha hecho un viaje de cinco lustros. Y aquí nosotros con él.
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En uno de los pocos autorretratos que ha hecho, el pintor Daniel Lezama aparece delante de los volcanes del Altiplano como un niño desnudo, de pie, que no tiene más equipaje que sus pinceles y un plato manchado de colores en su mano izquierda, mientras que en la otra carga un cuadro pequeño que en el reverso tiene las iniciales JMR. Hizo esa pintura en 2008, y se llama Autorretrato como J.M. Rugendas.
El Daniel que ahí está solo viste un sombrero como los que acostumbra usar en la adultez, de ala ancha, similar a un fedora deformado por tanto uso; su mirada firme, de promesa, conecta a través de unos lentes gruesos con la del espectador de la escena. En la cotidianidad, la mirada de Daniel no es fácil de encontrar: mientras habla va buscando con los ojos, con cierto nerviosismo, algo más allá, como quien intenta encontrar el submundo de las evidencias que se presentan entre él y su interlocutor.
Para Daniel, la infancia y la desnudez están asociadas: son un estar desprovisto de atavíos. Pero esa pintura también es una declaración sobre su decisión de ser artista; aunque la tomó hacia los 25 años, sus orígenes y territorios lo colocaron pronto en el camino.
El autorretrato es parte del conjunto de obras “Viajeros”, nacido en el estudio de la calle Luis Moya, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, que Daniel Lezama dejó cuando se fue a Cuernavaca con su familia, hace poco más de cinco años.
La luz natural de la capital morelense llena el nuevo estudio, que fue casa veraniega, en la cuesta de una montaña. Es una diferencia evidente con el de Luis Moya, que tuvo por casi tres décadas en un fantasmal edificio que pasó del esplendor porfiriano a ser una vecindad con renta congelada y, más tarde, bodega.
Tampoco se parecen los sonidos en los dos estudios: en Cuernavaca las chicharras son un ruido perpetuo, mientras que en México se encimaban, y aún deben encimarse, la campana del camión de la basura, el silbato del cartero, las rutinas del gasero y del vendedor de tamales, los coches, las cortinas de comercios y los diablitos que apuran mercancías.
Para llegar al estudio de Luis Moya había que subir unas ruinosas escaleras hasta el tercer piso (escaleras que a la fecha llevan a Daniel a recordar una fotografía de Manuel Álvarez Bravo); en Cuernavaca, en cambio, hay que descender por un camino de piedras y plantas por el que va guiando el pintor de 57 años y 1.88 metros (ya perdió un centímetro), que casi siempre lleva el sombrero, camisas sueltas y bermudas.
El nuevo estudio está en una calle que se llama Volcanes (es verdad que a Daniel lo persiguen las coincidencias); no tiene los techos altos del otro, donde pintó cientos de cuadros, entre los que figuran Cita bajo el volcán y Otros incidentes de viaje en Yucatán, ambos de más de tres metros de altura, o La madre pródiga, de 2.40 metros de alto por 6.40 de ancho.
Lo que sí tienen en común los dos estudios es la magia de taller y la atmósfera de proceso. La mirada tropieza con pinceles gruesos y tubos de colores Winsor & Newton que se han mezclado por su propia cuenta y riesgo; platos de peltre que él adapta como paleta y que sostiene con su mano izquierda cuando pinta; caballetes; cuadros volteados que esconden alegorías o retratos y una pintura que aún es boceto sobre el lino color ladrillo.
Ahí mismo, también hay objetos y artesanías que, aunque parecen ajenos, fueron o serán un día referencia en una pintura: una elotera, una caja de canicas, una ancestral capa de lluvia que perteneció al pintor Rafael Coronel o un torito de feria. Más allá, están las esculturas y la obra gráfica, géneros donde ha experimentado, pero que no entrañan el desafío de la pintura, la única en la que halla independencia y concentración.
Con todo y la magia que podemos palpar los visitantes, para Daniel sus estudios siempre han sido lugar de rutina laboral y un fin claro, bien separado de la vida familiar. Son como él, que, a decir de uno de sus amigos, el investigador y crítico de arte Erik Castillo, es un ser pragmático y, al mismo tiempo, un cultivador de la imaginación.
“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia —dice Daniel en un momento de nuestras conversaciones—. Eso lo aprendes con Método de composición [ensayo también traducido como Filosofía de la composición], sobre cómo Edgar Allan Poe llegó a escribir El cuervo; es uno de los libros que te marcan de por vida”.
Y si bien acepta que los espacios determinan profundas influencias, ha comprendido que la obra que genera en ellos se gestó mucho antes, y que conecta con cosas que trae de toda la vida, de su identidad.
Un ir, venir y volver ha marcado la vida de este artista-niño-viajero, como lo describió Castillo, compañero en curadurías y ediciones. Lezama se ha movido entre una serie de territorios: la Ciudad de México, su colonia Narvarte y su Centro Histórico; la región de los volcanes en Tlalmanalco; el sur de Estados Unidos. En los dos países está su doble origen.
Hay también un ir y venir que no es físico, sino mental: un recorrido por los territorios de la poesía y la novela, por Arthur Rimbaud y Juan Rulfo; por Octavio Paz y Edgar Allan Poe; por Francisco de Goya y José Clemente Orozco; o por Juan Gabriel, cuyas canciones figuran y dan nombre a varias de sus pinturas, y a quien cita, por si se ofrece, en su hipotético epitafio: “Nunca del dolor he sido partidario”.
En el estudio de esa ciudad de jardines y albercas están naciendo otras pinturas de Daniel Lezama, otros colores. Ahora es un universo más íntimo; aunque ya había pintado con referencias a mitos bíblicos, construye un cuerpo de obra en torno al edén con sus primeros habitantes, pero de niños.
Sin entrar en detalles, porque todo se está procesando, sí revela que lo que tiene entre manos es más la narrativa del origen en todas sus formas que una obra específica sobre el mito judeocristiano. Esas nuevas pinturas, que también se conectan con el oficio de jardinear, tan querido para él, son en mediano y pequeño formato. Que no sean grandes es en parte por la altura del estudio, pero también porque el mercado del arte no está, dice, para obra de grandes dimensiones.
Un proceso metabólico en el alma del artista tiene lugar en ese estudio: “Apenas ahorita estoy haciendo propuesta de trabajo que tenga que ver con Cuernavaca. Yo no he tomado el tema de la inmediatez, de la anécdota, de la vida, de la circunstancia social, sino que voy digiriendo lentamente las cosas. El del alma es un proceso lento; es como un sistema digestivo de las imágenes, de los significados, de las energías”.
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La cornada que lleva el torero
En 1999 estaba a punto de nacer Gatopardo. Para el proyecto editorial se ideó incluir múltiples voces de América, desde Colombia, Venezuela y Argentina hasta Estados Unidos y México. Para el número cero se nos pidió a los colaboradores entrevistar a una joven promesa del arte. Desde México, yo propuse a Daniel Lezama.
Así fue la primera visita al estudio en Luis Moya. Años más tarde volvería allí para escribir en El Universal sobre nuevos grupos de obra, exposiciones y libros: “La gran noche mexicana”, “La madre pródiga”, “Cartas de viaje”, “Tamoanchan”, “Crisol”, “La compañía”, o para conversar sobre la cultura, el arte y la política mexicanas.
Veinticinco años después, Daniel Lezama ya no es una promesa del arte y, podemos aventurar, los desafíos que nos importan no son solo los que plantea el lienzo, sino también los que surgen de la vida, el mercado y una sociedad que, en sus palabras, hoy demanda arte de fácil lectura.
Lezama es creador de una de las obras más complejas en el arte mexicano de finales de siglo XX y de inicios del XXI. Es autor de una narrativa. No es poca cosa decir que tiene un universo propio; casi nadie logra algo así. Es un universo como la formación misma de la identidad, que es pasado y presente, luz y oscuridad, vida y muerte, belleza y dolor. Su obra siempre nos interroga.
Cuando Daniel aceptó esta entrevista, le pedí nombres de personas que pudieran hablar de él. El primero que soltó fue el del editor y escritor Antonio Calera-Grobet, su amigo, quien de inmediato dijo “sí”. Antonio fue una presencia particularmente amorosa en la vida de Daniel, incluso más allá de sus encuentros en La Bota o en El Covadonga —bares-restaurantes obligados para la comunidad artística en la Ciudad de México—, cuando una comida se podía tornar en una reunión de entrenamiento intelectual.
La conversación con Antonio Calera-Grobet tuvo lugar el 17 de mayo en un parque de la Narvarte, colonia en la que fueron vecinos. Tres meses más tarde, el 16 de agosto, Calera-Grobet murió en Yucatán. Fue tal vez la última entrevista que concedió.
Antonio era un ser ansioso y aquella tarde en la Narvarte lo estaba más: planeaba el cumpleaños 20 de su hostería La Bota, pero temía por el futuro de los recintos culturales en el centro de la ciudad, presionados por nuevos actores y mercados —no todos legales—. Sin embargo, se concentró en hablar de Daniel. Dijo que él no solo era pintor, sino también escritor, antropólogo, sociólogo, cineasta, cronista y dramaturgo, y algo más: un tremendo ejemplo de cómo las instituciones culturales olvidan a sus mejores artistas: “A veces hay una especie de dislocación de la capacidad crítica de un pueblo para asimilar a sus creadores y a veces no; el pueblo sí bailó con Rigo Tovar y con Juan Gabriel, y leyó a Ibargüengoitia. Pero, en ocasiones, hay una demora que es propiciada por la lentitud de las instituciones públicas para ponerlos en las palestras: si no tengo espacios para verte, si no tengo aparatos para verte y no sé ver, lo que está pasando es que estamos frenando la capacidad de ver. Creo que hay una deuda que Daniel sufre o sufrió, y es que no se adquiere obra. Los museos que hubieran podido comprar su obra no la compraron. En el mundo del toreo, le decía yo, cuando eres cornado por una bestia, en ocasiones el torero no se da cuenta, por la adrenalina, y se dice que ‘la lleva’. Esta herida la lleva él”.
Antonio era admirador del compromiso de Daniel con el arte, de la forma en que su obra fue creciendo en relato y formato, de su fortaleza para seguir pintando pese al duelo por la muerte de su hijo y de la dignidad para buscar vender su obra, a veces por su propia cuenta. En esa última tarde recordó los encuentros entre amigos como si fuera una logia: “Daniel juntaba a escritores con pintores. Todo el mundo sabe que él quería ser escritor”.
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Esa historia con la escritura dio pie a la primera de mis conversaciones con Daniel:
—¿Qué hecho hizo que en un momento dijeras: “No voy a ser escritor”?
—En primer lugar, yo adquirí mi cultura a través de la biblioteca de mi padre y de mi abuelo, y también de la presencia de mi padre como pintor. Toda mi infancia leí. No se entendería nada de lo que soy sin la literatura. Fui un niño solitario, pasé de escuela en escuela en México y en Europa, y mi mundo firme, mi tierra firme y mi pertenencia, eran los libros. Tuve en mi infancia 15 casas diferentes. Era un nómada y lo que nos acompañaba a mi padre y a mí eran los libros. Cuando pasó el tiempo, quise convertirme en escritor, pero no tenía una capacidad narrativa, yo pensaba en una asociación de imágenes; consideré la poesía o la novela gráfica, pero no. Me dije: “A ver: ¿para qué me hago tonto? La mitad de mi educación sentimental y cultural ha sido en la pintura”.
La elección era casi natural, pues. El padre de Daniel tenía una gran colección de libros de pintura universal, y él creció viéndolo pintar. Sin embargo, rechazó durante un tiempo la idea de ser igual que su padre. Hasta que, gracias a una novia que estudiaba en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (enap) de la UNAM, conoció la Academia de San Carlos, y abrió los ojos: “Este es mi mundo. No pertenezco a ningún otro, ni a una biblioteca ni a una escuela de letras”. Fue una cosa sensorial: el olor y la visualidad del taller. La literatura se volvió su soporte, fuente de referencias, y ya no su forma de decir las cosas.
Los amigos admiran la disciplina y rigor de Daniel a la hora de pintar, cualidades que mantiene, por ejemplo, cuando hace libros. Víctor Mendoza, director de la Galería Hilario Galguera, recuerda el proceso de edición de La madre pródiga: durante varios meses, todas las noches, el artista, el equipo editorial y el curador Erik Castillo se sentaron a cuidar la edición. Daniel incluso participa en el montaje de sus exposiciones, si le es posible.
Calera-Grobet, Castillo y Mendoza exaltan otras facetas, como las de conversador, melómano, parrillero singular, degustador tanto de unos tacos en la calle como de una cabrería en la colonia San Rafael. “Un bon vivant”, lo define Castillo.
Más peculiar todavía es su faceta de restaurador de autos, actividad que, opina Erik Castillo, no está desvinculada de la creación artística: “[Daniel] conoce todo: los manuales, los puntos de venta de refacciones, las subastas, los clubes… Como en la restauración de coches, en su obra tú notas que todo está puesto donde debe ir, porque tiene una pasión por las cosas bien hechas. Daniel es un pintor que sabe con qué componentes trabajar y los conoce al 100; siempre ha hablado de la caja de herramientas del pintor”.


De un pintor romántico, un hijo pintor renacentista
Alberto Lezama, el ya fallecido padre de Daniel, fue un pintor bohemio, bodegonista y copista, en el recuerdo de su hijo. Era alguien más interesado en hacer cuadros vendibles que en hacer una obra propia.
A mediados de los años sesenta, en uno de sus periplos por Europa, Alberto Lezama fue invitado por un magnate texano, a quien conoció en el Museo del Louvre, a ser su pintor de cabecera, en una especie de mecenazgo. En esa idea renacentista que tenía de la vida, el plan le pareció perfecto, solo que terminó enamorándose de la secretaria del magnate, la madre de Daniel, Glenda Brown, con quien estuvo casado por cuatro años.
Aunque la pareja vivía en Estados Unidos, el padre decidió que el nacimiento del que habría de ser su primer y único hijo fuera en suelo mexicano. Una decisión contradictoria hasta cierto punto, porque, como apunta Daniel, su padre odiaba México con toda el alma. “Sentía que México era sucio, profundo, misterioso, oscuro; era muy exquisito. Un temperamento contrario al mío, totalmente”.
Daniel nació en el entonces Distrito Federal, el 10 fue en agosto de 1968, dos meses antes de los Juegos Olímpicos y de la Noche de Tlatelolco. Aunque los cuatro primeros años de su vida los vivió en Texas, México se tornó en fantasía y calor, útero, una “matria”. Se enamoró de ese país sucio, profundo, misterioso y oscuro.
—¿Qué te atraía de México?
—Mi relación con mi madre fue lejana, de hecho, lo es; en cambio, México era cálido, eran los olores de los mercados, la Navidad llena de luces, la casa de mi abuelo medio ruinosona: era belleza, madera, complejidad. México era totalmente uterino y aún lo es. Como niño percibía la diferencia como el día y la noche. Mi noción de lo materno se trasladó al territorio, y México se volvió la madre en mi psique infantil. Cuando volvía aquí era como si regresara al origen.
A los cuatro años, Daniel llegó a vivir a México. Sin embargo, el padre mantuvo su vida de periplos y se lo llevó a París poco después. Ahí se afianzó una educación en el centro de la cultura occidental, que se volvió para Daniel un refugio intelectual, mientras se acentuaba la noción de México como refugio sentimental.
Para cuando volvieron a residir en México, el niño ya tenía una formación escolar avanzada; hablaba francés, inglés y español. Por ello, la educación a partir de entonces fue por fuera del sistema escolar, en una especie de homeschooling. La rutina se componía de estudiar con apoyo del padre o por su cuenta, de leer en la biblioteca del abuelo y de ver al padre pintar.
Las bibliotecas son lugares de la misma naturaleza que los estudios del pintor. Se vuelven sitios de hallazgos, asociaciones, referencias a la espera de ser tomadas. La conversación con Daniel podría arrancar y finalizar en los libros: uno de los primeros recuerdos de sus lecturas de niño es el de la poesía de Edgar Allan Poe. Tras su estancia en Europa, entre los 14 y los 15 años, recuperó su amor por México a través de los libros del abuelo: los de la Revolución y la novela posrevolucionaria, y autores como Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Octavio Paz, Jorge López Páez, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo, Ricardo Garibay —otro exiliado morelense, de quien es fanático—. Dado a las asociaciones, a tomar de aquí y allá, Daniel descubrió al mismo tiempo Pedro Páramo y Cumbres borrascosas, un hallazgo sobre el que se pregunta todavía: “¿Cómo es que un mundo pueda ser tan igual y tan diferente a otro?”. A los 15 años encontró a Rimbaud, que como figura y pensador lo sigue acompañando.
“En ese momento mi sensibilidad se formó. Primero era una sensibilidad romántica, luego la de la literatura europea y la literatura mexicana (y el cruce de esos mundos) y, luego, mi origen americano. Yo amaba las cosas de la cultura de Estados Unidos que en México difícilmente se entienden: los coches, la comida con su sencillez, el sur; me formé también con Mark Twain, Ray Bradbury, Tom Wolfe y Carson McCullers”.
Tras una estancia corta en Cuernavaca, donde Daniel descubrió el placer del trópico y su propia adolescencia, el padre emprendió el sueño de construir una casa en torno a los volcanes, en Tlalmanalco, Estado de México, un paisaje que conoce y pinta de memoria.
—¿Cuál fue la importancia de ese paisaje de volcanes en tu adolescencia y juventud?
—Total. Yo de por sí tenía una sensibilidad romántica, y el contacto con la naturaleza la detona. Lo curioso es que mi padre me llevaba de niño, episódicamente, a caminatas muy largas en los volcanes; nos quedábamos una noche en las montañas y subíamos hasta la nieve a veces. Cuando nos fuimos a vivir ahí, se volvió una realidad cotidiana, y encontré, literalmente, la tierra, las montañas, la naturaleza propia. Fue un despertar mental.
—¿Dibujabas entonces esos paisajes?
—No, los guardaba en el archivo mental. Me ha gustado mapear los bosques, los árboles; caminaba muchísimo las montañas, agarraba un machete, cortaba una vara y me iba al monte.
—También el Centro Histórico de la Ciudad de México ha sido determinante en tu obra. ¿Cómo llegas a trabajar ahí?
—El centro fue mi habitáculo, mi lugar de encuentro con México en muchas formas. Cuando era niño, existía con mi padre la idea de “vamos al centro”. Era echarnos todo el día, de compras, caminando y viendo gente, o íbamos a ver a mi abuelo, que tenía ahí su laboratorio. Mi fascinación por el centro empezó por su arquitectura; tenía una manía clasificatoria: veía los edificios y los identificaba por la piedra, la cantera, o por el siglo del que eran. En el 82, al tiempo que estamos en Tlalmanalco, mi padre le pide a un amigo que le preste un espacio en un edificio de la calle Luis Moya. En la planta media, él pintaba y yo estudiaba. Ahí mismo, en el 99, puse mi estudio, un piso más arriba del que tenía mi padre.
Daniel regresó cotidianamente al centro cuando ingresó a la escuela (estudió en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, pero su formación no la tomó en Xochimilco, sino en San Carlos, donde había un programa de excelencia). San Carlos significó las grandes amistades, la camaradería, la farra, la fiesta, los antros. Y ahí descubrió el lado oscuro del centro: un submundo, un México primitivo, “el de Los hijos de Sánchez, la vecindad, los migrantes, los vendedores, los indígenas. Un México de una sofisticación increíble”, describe Daniel.
En suma, tener ese estudio en el centro fue una declaración de principios. “Fue una influencia crucial en mi trabajo, para recorrer, conocer, probar, imaginar, ver… Ahí se gestaron algunas de las series más importantes, pero eran influencia de lo que traía de toda mi vida. Mi vida está marcada por unas coincidencias y por unas circunstancias muy inusuales”.
Esos dos territorios, el centro de la Ciudad de México y la región de los volcanes, son escenarios del documental La nación interior (2014), que realizó el cineasta Bulmaro Osornio, acerca de la obra y vida de Daniel Lezama. Ahí, en paralelo, la cámara sigue por la ciudad a Reyna Cuenca, la esposa de Daniel, su anima, como la llamará después en la entrevista. Y sigue al pintor que, con amigos como Erik Castillo e Hilario Galguera, camina por los territorios de los volcanes. De característico sombrero y con una vara por bastón, el pintor parece el viajero de una de sus pinturas; lo vemos arrojando al viento las cenizas de su padre y pintando para él una vista de esos volcanes que se sabe de memoria.
—¿Qué pensaba tu padre de tu pintura?
—Mi padre tenía ideas muy raras sobre la pintura, sus opiniones eran positivas, pero al mismo tiempo entrañaban perplejidad frente a mi forma de ver las cosas. Él murió en 2002 y, realmente, conoció mi primera etapa, que era una pintura muy violenta, muy gestual. Su principal sorpresa positiva era que yo usaba mucho más material que él, y que yo era una persona muy libre. Pero cuando empecé a trabajar más académicamente, él no entendía por qué los temas eran tan fuertes: “¿Quién te los va a comprar?”.

La caja de herramientas
Daniel no ha querido hacer arte abstracto. Lo que ha buscado es construir imágenes, lo contrario a la abstracción. Pero sus imágenes no son reales ni pretenden documentar o testimoniar: “Mi obra no representa un lugar en particular. Es la creación de un tiempo y un lugar. Es todo el esfuerzo de crear otra realidad a partir de nada y de todo, todo lo que está aquí está sujeto a participar en esa realidad, pero a la vez nada está designado para participar. Ahí es donde está la caja de herramientas, que es la historia de la pintura y el legado pictórico. Me refiero a los modos de ver en la pintura: composición, dinámica, tono emocional: amoroso, turbulento, melancólico, frenético, lento…
”Cada pintura es como una persona, tiene características emocionales que te van a saltar a la vista, te van a influenciar o te van a retar. Sin esa caja de herramientas no puedes hacer nada más que tallarle con las manos. Lo que soy como pintor es 50% haber adquirido esa caja de herramientas y haber aprendido a usarla (no nada más es comprarla). En el momento en que el joven pintor ve la pintura como una aliada o como una ventana [por] la cual meterse, es cuando está aprendiendo a no tenerle miedo. Es paradójico: tiene uno miedo a todo lo que hay que hacer o aprender, pero es una ruta que tiene que ser hecha con enjundia, con ganas de la aventura”.
En los primeros años, todavía Daniel pensaba que tal ruta exigía actos de presentación, que debía demostrar algo. Hacía bocetos, tanto a lápiz como al óleo: dibujaba todos los personajes de un cuadro, como una especie de muleta para llegar a la obra terminaba. Parte de ellos quedó en el Cuaderno de bocetos, que Antonio Calera-Grobet editó en Mantarraya (2012). Ese ejercicio del boceto le permitió un dominio tal que para La madre pródiga —quizás la más grande sus pinturas— trabajó alrededor de cuatro meses y creó más de 40 bocetos, pero el lienzo en sí lo pintó en 20 días.
—¿Cómo fueron esos primeros años?
—En la escuela me movía demostrar que la pintura era una fuerza vigente, demostrarlo en un sentido teórico; yo tenía un círculo de amigos y de gente que criticaba la pintura, la consideraban muerta, o que tenías que ser muy exquisito para poder hablar de ella. Mi primera lucha fue por demostrarles que yo podía ganarles en su propio juego. Luego pasé a una etapa donde yo planteaba sombras sobre escenarios; mi idea consistía en que la pintura era una puesta en escena: toda pintura es un teatro. Pero me di cuenta de que eso no me satisfacía, porque al final solo ibas a poner en escena este teatro, y solo estaba haciendo tiempo para llegar a la ventana.
—¿Qué es la ventana?
—Es el cuadro que asume lo que estás planteando, sin trucos. La ventana son las que llamaría “imágenes libres”, libres de tener que demostrar que estás haciendo pintura. Nunca he olvidado que la pintura es un artificio y es un teatro, pero ya no tengo que demostrarle a nadie que la ventana tiene que existir. La ventana y la alegoría vinieron de la mano. No existe en mi trabajo la ventana simple, sino la que tiene una razón alegórica, subjetiva o personal, [con la que] estás generando un escenario que no existía. Me refiero a construir una escena que tiene varias lecturas encimables o, por lo menos, una completamente ajena a la que aparentemente está sucediendo ahí.
Como otra herramienta, Daniel Lezama echa mano del ejercicio de la clasificación, el mismo que el del niño que distinguía edificios del centro o el del joven que mapeó plantas y árboles de los volcanes. Pero en ello no se ve a sí mismo profundizando; por eso juega a nombrarse “maestro de la ojeada”.
“Yo ojeo mitos, referencias, sensaciones, y ahí empiezo a abordar, pero no puedo clavarme afuera de mi pintura en algo; nunca en mi pintura ha habido obsesión por un tema. A ver: ¿necesito inventarme un petate? Es más o menos así... O ¿cómo era el mito de Adán y Eva? O que vi en una revista de Arqueología Mexicana, en la cola de la caja de un Walmart, un torzal, una especie de popote de obsidiana torcido, y leo: ‘Para la mitología mexica el torzal era un taladro que pasaba del cielo a la tierra’. Cierro la revista, pago mi súper y me pongo a pensar en eso. No sé más que eso. Pero todo [el grupo de obra de] ‘Tamoanchan’ es parte de que estaba viendo esa revista de Arqueología Mexicana. O sea, no soy especialista en nada, pero mis ojeadas son fuertes; extraigo la idea de la imagen. Es lo apasionante de mi trabajo, la posibilidad de usar cualquier cosa, desde lo más sagrado hasta lo más nimio, burdo, insignificante.
“Descubrí a un pensador francés, Pascal Quignard, que habla de las sordidissimes, que son las cosas absolutamente insignificantes: la semilla de un árbol, unas gotas de sangre, la superficie de un vidrio mojado; [dice] que en las cosas pequeñas está la semilla de la vida, de la construcción del universo. Entendí que a mí me gustaba la sordidissime, el encuentro con lo que no se suele ver. Esa sensibilidad, al final, es la base de todo lo que he hecho. Porque incluso, cuando yo era niño, México era algo nimio y las cosas feas, raras, escondidas nadie las ve, nadie las pinta y nadie las fotografía. Y empieza a llenarse el mundo de cosas no vistas”.

Estructura primordial de México
—¿Cómo fue el proceso para la exposición y la obra de “La madre pródiga”?
—Entre 2003 y 2008 fue el proceso que llevó a “La madre pródiga”; el tema central es la matria mexicana. Empiezo a tocar el tema sensible de la identidad mexicana, y me doy cuenta de que estoy pisando callos, que estoy pisando mis propios callos, pero que ahí hay un gran caudal.
—¿Qué callos pisaste y te pisaste?
—Un poco el tema [de] lo no visto, de lo no visible. Yo observaba mucho la pintura mexicana del siglo XIX y me daba cuenta de que había existido algo underground, una pintura menos famosa, en la que se colaba el México real, y otra que era visible, la de los premios, la más conocida de los museos. Y yo decía: “México se ha pintado desde hace, no sé, ¿300 años?, pero México casi siempre se le ha escapado a su propia pintura, ¿por qué?”. Fue cuando empecé a cruzar la frontera entre lo que era socialmente aceptable pintar y lo que no. Fue cuestionar también la realidad del medio donde se estaba dando una contemporización, acercándose al arte conceptual sin haber finiquitado la historia.
Así, Daniel comenzó a inventar esas historias de vecindad, de personajes populares, pero fijando un límite: sin entrar en estereotipos. Lo guio un poeta y ensayista rumano, Panait Istrati, que dijo una frase que cita Cioran: “El personaje elimina a la persona”. Daniel se dio cuenta de que el arte popular mexicano, al convertirse en personaje digno de apodo, de vodevil, perdía la dignidad. Y ejemplifica con El Chavo del 8: “Es puro personaje, cero humanidad, o Pepe el Toro”. Por eso, argumenta, causó tanto revuelo Los olvidados: “Buñuel tuvo el descaro de que todos esos olvidados [fueran] personajes, pero personajes completamente ajenos a la idea de lo que hace un personaje. Es una lección de arte. Entonces saqué de mi trabajo todo lo que pudiera ser una estereotipia”.
Esas son las cosas que estaban en la cabeza del pintor en el proceso de “La madre pródiga”: la estructura primordial de México, el hombre vencido, la madre y sus hijos. Una estructura que se deriva de todas sus lecturas de Octavio Paz, Santiago Ramírez, Samuel Ramos. “Siento que nunca se había hecho un esfuerzo como el mío de ahondar en imágenes en esa psique mexicana”, afirma.
—En otro grupo de obra, “Viajeros”, hubo un proceso de investigación muy diferente, con el curador Erik Castillo...
—Me encanta que le digas proceso de investigación, porque en realidad fue algo azaroso… O sea: un par de conversaciones, un par de borracheras, un par de textos deslumbrantes que leo y que me hacen pensar en cosas que no tienen nada que ver, pero que están emparentadas ahí. Suena profundo decir “investigación”, pero fue más un tema de la intuición que generan esos encuentros. Él [Erik] es un sujeto privilegiado de referencias y hallazgos. “Viajeros” es casi el resultado de una frase que escribe en La madre pródiga: soy “el primer artista viajero”, y esa intuición suya detonó esa serie. […] Entendí lo que yo había vivido toda mi vida, de que yo era un extraño en mi propio país. Esa no identidad o identidad difusa es tu identidad. La pregunta sobre la identidad es tu identidad. Eso es ser mexicano.
—La infancia en tu obra es muy importante. Niñas y niños, a veces como metáfora de una esperanza…
—Es muy positiva su presencia siempre. Es una metáfora directa de la inocencia de la mirada, de la mirada despojada y, curiosamente, se asocia mucho con la imagen en general del desnudo [en] mi trabajo. La idea de despojarte de atavíos, y despojarte de simulaciones, máscaras, capas, extrasignificaciones. Yo prefiero dar las significaciones a través de elementos puntuales. O sea, para un niño es imposible simular; no tiene la capacidad, está cercano al origen y representa, para mí, lo primario, la mirada, el sueño. La presencia de la infancia, excesivamente inocente, hasta el punto del extremo, lo inquietante... Habla de una inocencia que te avasalla, que tiene un poder.
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Altos contrastes
Buena parte de las obras de Daniel Lezama se encuentran en colecciones privadas. Lamentablemente, La madre pródiga no está en México; pertenece a la colección Hermes Trust, que formó Francesco Pellizzi, antropólogo y catedrático. Varias de las obras de “Viajeros” y algunas de otros periodos pertenecen a la colección Murderme, del artista Damien Hirst. Más obras están en el Museo del Barrio de Nueva York, el Museo de Arte de Dallas, la Sammlung Essl y la Black Coffee Foundation.
Entre las obras que se encuentran en colecciones en México figura La muerte del Tigre de Santa Julia, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (que también alberga un desnudo). Carta para Agnes Egerton por E. Pingret está en el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la UNAM. El Museo Arocena, en Torreón, resguarda IXEstudiante disfrazada, y el de Arte Contemporáneo de Oaxaca tiene la pintura con la que ganó el premio de Adquisición de la Bienal Tamayo, en 2001, La niña muerta. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público conserva varias piezas a partir del programa Pago en Especie.
Sus obras, que lo han llevado a recibir en ocho ocasiones becas y estímulos del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales, antes llamado Fonca, se han expuesto en individuales en el Museo de Arte Moderno, el de la Ciudad de México, el de Arte de Zapopan, el Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano o, claro, en la Galería Hilario Galguera, que es la que lleva su obra, y donde, por cierto, celebró su matrimonio con Reyna.
Pero justo Calera-Grobet recordaba que a Daniel le interesaba también llegar a otros públicos; que con entusiasmo ponía sus obras en espacios entre amigos, por ejemplo, en la cantina La Insurgente, o que se lanzaba en busca de otros muros. Una vez, por ejemplo, se fueron juntos a Morelos en la combi de Calera-Grobet, con los cuadros ahí mismo, para exponerlos y dar una conferencia después.
Daniel hace pausas en las entrevistas, a veces para comer unas papas fritas y tomar un tehuacán. En otros momentos acompaña la conversación con un puro y acepta hablar de temas que, aunque parecen salirse del arte, regresan prodigiosamente a él.
—¿Te has hecho tatuajes?
—No, no tengo tatuajes. Tengo muchos lienzos como para pensar que soy el [lienzo] adecuado. Una forma de mantenerse uno mismo en disposición al mundo es no marcar tu cuerpo. No digo que no esté bien, pero la noción del tatuaje como un proceso [para] llenar una superficie (porque actualmente ya es cosa de llenado) es lo contrario a un proceso de apertura. El pensar que los eventos contingentes deben quedar en tu piel es tratar de hacer eco en tu cuerpo de una incidencia que no puedes hacer por fuera. El cuerpo siempre tiene que estar listo para lo que sigue […], dejar en su justo lugar las experiencias. Yo fijo en el lienzo experiencias, vivencias, ideas, sensaciones, momentos, y los separo de mí, son como hijos: se van. Las imágenes tienen que nacer e irse, no quedarse plasmadas en un lugar donde no se pueden mover. Tampoco me gusta el muralismo por eso; cuando me han pedido murales han sido transportables.
—Dices que poco te importa cómo pasar a la historia. Antes los artistas tenían un lugar en la historia, ¿no es así hoy?
—En el mainstream occidental, la historia es una disciplina completamente desacreditada, lo cual es terrible; entonces, poner mis cartas o mi apuesta sobre el futuro a partir de la historiografía, pues no… Ciertamente no tengo fe. A través de mi vida, la posteridad nunca me ha parecido relevante. Las cosas que amas, los seres que amas, los recuerdos de tu vida son tuyos y a nadie más le importan. Es una cápsula que escondes, como un espejo enterrado. Yo nunca he creído en mi posteridad. No me interesa eso. Soy una persona que no le teme al futuro. No temo a la vejez; no creo llegar a ella. La creación siempre es en el momento; no creo que sea el lugar de temores o esperanzas. No espero nada más que vivir el momento. Muchas cosas me han enseñado a habitar el momento lo más plenamente posible.
Por ahora, lo que empieza a crecer es un jardín. Para Daniel, estar en Cuernavaca (“en estos últimos años de vida”) es como entrar al jardín del origen. Aunque su familia vive desde hace varios años en esa ciudad, el artista aún está en pleno proceso de “digestión espiritual” del tema-jardín. Metaboliza desde el simple hecho de habitar una casa con un jardín muy bello, grande, hasta el carácter liminal del jardín con el infierno: “Infierno de la naturaleza e infierno de la sociedad”, aclara.
—Quisiera hablar de la amistad, en particular con Antonio Calera-Grobet…
—Yo con Toño me quería muchísimo, era una relación muy cercana, con el corazón. Fuimos vecinos y amigos. En La Bota hice grandes amigos, como Arturo Ocampo, que fue mi asistente, compadre y mejor amigo, ahora en Cuernavaca. Hubo con Antonio una historia construida, camaradería, mucha fiesta, sincronía de mentes, sensibilidades antiguas, sensibilidades hacia los placeres… Compartimos una visión integral de la vida, como componente de la creación artística. Hay estilos diferentes de torear la vida y hacer de eso una faena, hacer de eso una obra. Y la suya fue muy distinta a la mía, pero eso jamás nos distanció; al contrario, nos identificábamos en nuestra meta, de alcance, de altura, en nuestra visión de un arte total, una vida total entregada plenamente a la vitalidad. Y claro, con los años esto se vuelve complejo de perseguir, y cada quien se va empantanando en sus propios demonios, sus propios terrenos, en las dificultades propias de su entorno, y las distancias físicas van creciendo.
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La construcción de los mitos
Reyna, la esposa de Daniel, está en buena parte de su obra. Es un arquetipo que se ha construido dentro del artista (“Acuérdate que Jung decía que el hombre construye el anima y la mujer construye el animus”).
Daniel se pasó la infancia y la juventud, construyendo arquetipos en su cabeza, a veces en dibujos. Es lo que considera “la verdadera búsqueda”, un armado de piezas hasta completar el arquetipo definitivo, el que lo mueve todo. “Cuando conoces a la persona, ese es un milagro. […] Ella estaba en mi imaginario antes de que la conociera, y hubo cosas que prefiguraron su llegada a mi vida —relata Daniel—. La conocí en el 97, y desde entonces, mi pintura [la] contiene, tomando un papel medular como una figura femenina que representa la matria mexicana, que representa el mestizaje, el anima de mi obra, el anima jungiana. Es como mi factótum para representar temas que tienen que ver con la identidad, temas sexuales, eróticos. […] Tengo la suerte de que Reyna me haya pasado, porque si no andaría errabundo por el mundo buscando mi anima”.
De nuevo, aparece lo femenino en el centro mismo de su obra. Es el elemento ordenador total, pero, por supuesto, hay otras figuras provenientes de la historiografía y el arte que llegan recurrentemente a sus cuadros. Dos, en particular: Juan Gabriel y Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco.
“De Nezahualcóyotl me gusta su hedonismo y sus ganas de jardinear. Jardinear, filosóficamente, significa cuidar, construir, hacer cosas. Es lo contrario de la administración o de la destrucción; Nezahualcóyotl fue rapaz, un gran guerrero, pero descubrió la posibilidad del placer, construyó jardines por ocio”, elabora el pintor.
Daniel cree que Nezahualcóyotl fue el único líder o gran figura respetada del mundo mexica que se dedicó con ahínco al arte y la pacificación y, “obviamente, se lo cargó la chingada”. Entonces, ejecuta uno de sus acostumbrados grandes saltos conceptuales: afirma que el equivalente contemporáneo del rey poeta es Juan Gabriel. Y es que el Divo de Juárez era el gran arte “en versión de estación de autobuses suburbana, como decía Monsiváis —recuerda Daniel, y abunda—: [Juan Gabriel] se comunicó no en los grandes museos ni en las grandes instituciones ni en las filarmónicas; pasó de voz en voz en la cultura popular y rural y urbana. Y se fue filtrando a través del inconsciente hasta llegar a todos los niveles, al punto que llegó a triunfar en Bellas Artes ante el presidente de la República y ante la plana mayor de la cultura y de la política en México. Es filtración desde abajo”.
Pero lo que en Juan Gabriel “hace ecuación” con Nezahualcóyotl es su filosofía de la reconciliación, razona Daniel. En todo momento, en su música y en su lírica, hay noción de la imperiosa necesidad de reconciliarse y de no pelearse, “y no me refiero a un pacifismo pendejo, me refiero a la noción misma de que la tragedia siempre se tiene que resolver en reconciliación”.
—Hace unos años advertías que México corría el peligro de quedarse en su infancia.
—Y eso pasó. Este país ha vuelto a la Edad de Piedra. Institucionalmente, cívicamente, espiritualmente, socialmente, estamos en uno de los peores momentos de la historia de México. Pero quiero darle un matiz: la historia tiene vaivenes y todos los vaivenes tienen una razón. El régimen presente tiene una razón de reacción al pasado; no quiere decir que se esté encaminando a la dirección correcta, quiere decir que era necesaria una especie de reivindicación o venganza histórica. El costo de esa reivindicación o venganza está por verse. Hasta ahora ha sido muy alto. Creo que nos urge más que nunca la renovación del sentido de la existencia de México.
El arte, que nadie lo dude, tiene un papel, o debería tenerlo, en esa reconstrucción del sentido. Pero Daniel es hipercrítico al respecto: “Estamos en una situación en la que la sociedad está girando hacia el conservadurismo disfrazado de liberalismo, y el arte ha perdido completamente su capacidad provocadora, reconstructiva, reconciliadora y cuestionante… Las obras existen aún, y están listas para que alguien las vea de otra manera de nuevo, no con disgusto o indignación. Ahorita, cualquier exposición relevante de arte, anterior a 1950, tiene que tener un curador que comente: ‘Esta era una época machista, era la guerra, una época donde no se entendían los derechos’. ¡Por favor!
”Estamos hablando de las ganas de reescribir la historia que tiene la sociedad actual, pero el arte, a menos que sea destruido (que no es imposible que suceda en algunos casos), está ahí, latente, agazapado, esperando volver a dialogar con el hombre, porque el arte es un espejo enterrado”.
El escenario con el que Daniel ejemplifica lo anterior despeja toda duda: “Yo ya no estoy produciendo la vagina equivalente a una Virgen de Guadalupe para una exposición pública. No quiere decir que esté dejando de hacerlo; lo estoy dejando de hacer en la esfera pública”.
—¿Crees que el mercado está determinando mucho de lo que se puede hacer hoy o no en el arte?, ¿cuál es tu caso?
—Ya el mercado del arte no depende de la gente que va al museo, que escucha al curador, que lee los libros, que sabe del artista, que entiende el rol del arte en un sentido histórico, sino simplemente del que puede comprar. Yo pienso que existe una regresión en el mercado y lo único que tiene que hacer el artista es seguir proponiendo y ser más sutil en su construcción…
Como años atrás, cuando con Calera-Grobet se iba con los cuadros en la combi a mostrarlos en otros espacios, Daniel hoy explora opciones de muestra y mercado. A veces, incluso va directamente con coleccionistas, pero no cede a la tentación de hacer “productos de fácil lectura”, pensados para no atorar el proceso de mercadología. Por eso es enfático en defender ese punto del cual no se retira, que es la propuesta medular de su trabajo: “Que los hechos que se presenten ahí [en el cuadro] respondan a una construcción multirreferencial, que venga de una interioridad y de una autenticidad mías, que me provea a mí el espejo que siempre me planteó el arte. Con eso no hay concesión, no hay cambio”.
—Vendrá otro tiempo para poder mirar esos espejos enterrados…
—Yo no apostaría a que fuera muy pronto. No es imposible si hubiera una vuelta a ciertos valores, pero lo siento muy improbable. Los tiempos de la historia son difíciles de predecir, y más ahora, [que] se están dando por días, semanas y minutos. Yo no creo en someter mi pintura a un juicio de 15 minutos cuando es el producto de una vida entera de trabajo y una concentración en 500 años de historia de la pintura. […] Tengo la expectativa de que la percepción humana no va a perderse, pero se va a volver patrimonio de unos cuantos, un reducto, por lo pronto y por mucho tiempo, tal vez.
—Tú eres un espectador de tu obra, en muchos sentidos y siempre.
—Soy el primero. El primero y el más crítico; el interventor y el más parcial de todos. Y también puedo ser imparcial, porque tengo una educación para verla de lejos. O sea, se hizo para mí finalmente. Todo, todo, todo, para mí. […] Yo puedo suavizar temas, pero no puedo cambiar mi punto de vista. Nunca. Mi punto de vista es un territorio que primero tuve que conquistar a través de los años y que tengo que sostener.
—Sigues conservando la mirada del viajero, como dice Erik Castillo.
—Siempre la voy a mantener, pero también el país ya viajó por sí mismo, lejos de mi mirada. Esa es una cosa que no te habría dicho hace años. Está cañón, ¿no? Primero cuando eres joven, inmaduro, eres un viajero, pero cuando maduras como persona, también el mundo viaja lejos de ti.
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Nunca del dolor ha sido partidario.
Desde un jardín entre volcanes, bibliotecas, un fantasmal estudio en una calle del centro de la Ciudad de México y la necesidad de demostrar que la pintura tiene un lugar verdadero en el mundo, hasta llegar al mismísimo jardín del edén, donde no hay nada que demostrar y sí todo por sentir, Daniel Lezama, presencia definitoria del arte plástico mexicano, ha hecho un viaje de cinco lustros. Y aquí nosotros con él.
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En uno de los pocos autorretratos que ha hecho, el pintor Daniel Lezama aparece delante de los volcanes del Altiplano como un niño desnudo, de pie, que no tiene más equipaje que sus pinceles y un plato manchado de colores en su mano izquierda, mientras que en la otra carga un cuadro pequeño que en el reverso tiene las iniciales JMR. Hizo esa pintura en 2008, y se llama Autorretrato como J.M. Rugendas.
El Daniel que ahí está solo viste un sombrero como los que acostumbra usar en la adultez, de ala ancha, similar a un fedora deformado por tanto uso; su mirada firme, de promesa, conecta a través de unos lentes gruesos con la del espectador de la escena. En la cotidianidad, la mirada de Daniel no es fácil de encontrar: mientras habla va buscando con los ojos, con cierto nerviosismo, algo más allá, como quien intenta encontrar el submundo de las evidencias que se presentan entre él y su interlocutor.
Para Daniel, la infancia y la desnudez están asociadas: son un estar desprovisto de atavíos. Pero esa pintura también es una declaración sobre su decisión de ser artista; aunque la tomó hacia los 25 años, sus orígenes y territorios lo colocaron pronto en el camino.
El autorretrato es parte del conjunto de obras “Viajeros”, nacido en el estudio de la calle Luis Moya, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, que Daniel Lezama dejó cuando se fue a Cuernavaca con su familia, hace poco más de cinco años.
La luz natural de la capital morelense llena el nuevo estudio, que fue casa veraniega, en la cuesta de una montaña. Es una diferencia evidente con el de Luis Moya, que tuvo por casi tres décadas en un fantasmal edificio que pasó del esplendor porfiriano a ser una vecindad con renta congelada y, más tarde, bodega.
Tampoco se parecen los sonidos en los dos estudios: en Cuernavaca las chicharras son un ruido perpetuo, mientras que en México se encimaban, y aún deben encimarse, la campana del camión de la basura, el silbato del cartero, las rutinas del gasero y del vendedor de tamales, los coches, las cortinas de comercios y los diablitos que apuran mercancías.
Para llegar al estudio de Luis Moya había que subir unas ruinosas escaleras hasta el tercer piso (escaleras que a la fecha llevan a Daniel a recordar una fotografía de Manuel Álvarez Bravo); en Cuernavaca, en cambio, hay que descender por un camino de piedras y plantas por el que va guiando el pintor de 57 años y 1.88 metros (ya perdió un centímetro), que casi siempre lleva el sombrero, camisas sueltas y bermudas.
El nuevo estudio está en una calle que se llama Volcanes (es verdad que a Daniel lo persiguen las coincidencias); no tiene los techos altos del otro, donde pintó cientos de cuadros, entre los que figuran Cita bajo el volcán y Otros incidentes de viaje en Yucatán, ambos de más de tres metros de altura, o La madre pródiga, de 2.40 metros de alto por 6.40 de ancho.
Lo que sí tienen en común los dos estudios es la magia de taller y la atmósfera de proceso. La mirada tropieza con pinceles gruesos y tubos de colores Winsor & Newton que se han mezclado por su propia cuenta y riesgo; platos de peltre que él adapta como paleta y que sostiene con su mano izquierda cuando pinta; caballetes; cuadros volteados que esconden alegorías o retratos y una pintura que aún es boceto sobre el lino color ladrillo.
Ahí mismo, también hay objetos y artesanías que, aunque parecen ajenos, fueron o serán un día referencia en una pintura: una elotera, una caja de canicas, una ancestral capa de lluvia que perteneció al pintor Rafael Coronel o un torito de feria. Más allá, están las esculturas y la obra gráfica, géneros donde ha experimentado, pero que no entrañan el desafío de la pintura, la única en la que halla independencia y concentración.
Con todo y la magia que podemos palpar los visitantes, para Daniel sus estudios siempre han sido lugar de rutina laboral y un fin claro, bien separado de la vida familiar. Son como él, que, a decir de uno de sus amigos, el investigador y crítico de arte Erik Castillo, es un ser pragmático y, al mismo tiempo, un cultivador de la imaginación.
“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia —dice Daniel en un momento de nuestras conversaciones—. Eso lo aprendes con Método de composición [ensayo también traducido como Filosofía de la composición], sobre cómo Edgar Allan Poe llegó a escribir El cuervo; es uno de los libros que te marcan de por vida”.
Y si bien acepta que los espacios determinan profundas influencias, ha comprendido que la obra que genera en ellos se gestó mucho antes, y que conecta con cosas que trae de toda la vida, de su identidad.
Un ir, venir y volver ha marcado la vida de este artista-niño-viajero, como lo describió Castillo, compañero en curadurías y ediciones. Lezama se ha movido entre una serie de territorios: la Ciudad de México, su colonia Narvarte y su Centro Histórico; la región de los volcanes en Tlalmanalco; el sur de Estados Unidos. En los dos países está su doble origen.
Hay también un ir y venir que no es físico, sino mental: un recorrido por los territorios de la poesía y la novela, por Arthur Rimbaud y Juan Rulfo; por Octavio Paz y Edgar Allan Poe; por Francisco de Goya y José Clemente Orozco; o por Juan Gabriel, cuyas canciones figuran y dan nombre a varias de sus pinturas, y a quien cita, por si se ofrece, en su hipotético epitafio: “Nunca del dolor he sido partidario”.
En el estudio de esa ciudad de jardines y albercas están naciendo otras pinturas de Daniel Lezama, otros colores. Ahora es un universo más íntimo; aunque ya había pintado con referencias a mitos bíblicos, construye un cuerpo de obra en torno al edén con sus primeros habitantes, pero de niños.
Sin entrar en detalles, porque todo se está procesando, sí revela que lo que tiene entre manos es más la narrativa del origen en todas sus formas que una obra específica sobre el mito judeocristiano. Esas nuevas pinturas, que también se conectan con el oficio de jardinear, tan querido para él, son en mediano y pequeño formato. Que no sean grandes es en parte por la altura del estudio, pero también porque el mercado del arte no está, dice, para obra de grandes dimensiones.
Un proceso metabólico en el alma del artista tiene lugar en ese estudio: “Apenas ahorita estoy haciendo propuesta de trabajo que tenga que ver con Cuernavaca. Yo no he tomado el tema de la inmediatez, de la anécdota, de la vida, de la circunstancia social, sino que voy digiriendo lentamente las cosas. El del alma es un proceso lento; es como un sistema digestivo de las imágenes, de los significados, de las energías”.
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La cornada que lleva el torero
En 1999 estaba a punto de nacer Gatopardo. Para el proyecto editorial se ideó incluir múltiples voces de América, desde Colombia, Venezuela y Argentina hasta Estados Unidos y México. Para el número cero se nos pidió a los colaboradores entrevistar a una joven promesa del arte. Desde México, yo propuse a Daniel Lezama.
Así fue la primera visita al estudio en Luis Moya. Años más tarde volvería allí para escribir en El Universal sobre nuevos grupos de obra, exposiciones y libros: “La gran noche mexicana”, “La madre pródiga”, “Cartas de viaje”, “Tamoanchan”, “Crisol”, “La compañía”, o para conversar sobre la cultura, el arte y la política mexicanas.
Veinticinco años después, Daniel Lezama ya no es una promesa del arte y, podemos aventurar, los desafíos que nos importan no son solo los que plantea el lienzo, sino también los que surgen de la vida, el mercado y una sociedad que, en sus palabras, hoy demanda arte de fácil lectura.
Lezama es creador de una de las obras más complejas en el arte mexicano de finales de siglo XX y de inicios del XXI. Es autor de una narrativa. No es poca cosa decir que tiene un universo propio; casi nadie logra algo así. Es un universo como la formación misma de la identidad, que es pasado y presente, luz y oscuridad, vida y muerte, belleza y dolor. Su obra siempre nos interroga.
Cuando Daniel aceptó esta entrevista, le pedí nombres de personas que pudieran hablar de él. El primero que soltó fue el del editor y escritor Antonio Calera-Grobet, su amigo, quien de inmediato dijo “sí”. Antonio fue una presencia particularmente amorosa en la vida de Daniel, incluso más allá de sus encuentros en La Bota o en El Covadonga —bares-restaurantes obligados para la comunidad artística en la Ciudad de México—, cuando una comida se podía tornar en una reunión de entrenamiento intelectual.
La conversación con Antonio Calera-Grobet tuvo lugar el 17 de mayo en un parque de la Narvarte, colonia en la que fueron vecinos. Tres meses más tarde, el 16 de agosto, Calera-Grobet murió en Yucatán. Fue tal vez la última entrevista que concedió.
Antonio era un ser ansioso y aquella tarde en la Narvarte lo estaba más: planeaba el cumpleaños 20 de su hostería La Bota, pero temía por el futuro de los recintos culturales en el centro de la ciudad, presionados por nuevos actores y mercados —no todos legales—. Sin embargo, se concentró en hablar de Daniel. Dijo que él no solo era pintor, sino también escritor, antropólogo, sociólogo, cineasta, cronista y dramaturgo, y algo más: un tremendo ejemplo de cómo las instituciones culturales olvidan a sus mejores artistas: “A veces hay una especie de dislocación de la capacidad crítica de un pueblo para asimilar a sus creadores y a veces no; el pueblo sí bailó con Rigo Tovar y con Juan Gabriel, y leyó a Ibargüengoitia. Pero, en ocasiones, hay una demora que es propiciada por la lentitud de las instituciones públicas para ponerlos en las palestras: si no tengo espacios para verte, si no tengo aparatos para verte y no sé ver, lo que está pasando es que estamos frenando la capacidad de ver. Creo que hay una deuda que Daniel sufre o sufrió, y es que no se adquiere obra. Los museos que hubieran podido comprar su obra no la compraron. En el mundo del toreo, le decía yo, cuando eres cornado por una bestia, en ocasiones el torero no se da cuenta, por la adrenalina, y se dice que ‘la lleva’. Esta herida la lleva él”.
Antonio era admirador del compromiso de Daniel con el arte, de la forma en que su obra fue creciendo en relato y formato, de su fortaleza para seguir pintando pese al duelo por la muerte de su hijo y de la dignidad para buscar vender su obra, a veces por su propia cuenta. En esa última tarde recordó los encuentros entre amigos como si fuera una logia: “Daniel juntaba a escritores con pintores. Todo el mundo sabe que él quería ser escritor”.
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Esa historia con la escritura dio pie a la primera de mis conversaciones con Daniel:
—¿Qué hecho hizo que en un momento dijeras: “No voy a ser escritor”?
—En primer lugar, yo adquirí mi cultura a través de la biblioteca de mi padre y de mi abuelo, y también de la presencia de mi padre como pintor. Toda mi infancia leí. No se entendería nada de lo que soy sin la literatura. Fui un niño solitario, pasé de escuela en escuela en México y en Europa, y mi mundo firme, mi tierra firme y mi pertenencia, eran los libros. Tuve en mi infancia 15 casas diferentes. Era un nómada y lo que nos acompañaba a mi padre y a mí eran los libros. Cuando pasó el tiempo, quise convertirme en escritor, pero no tenía una capacidad narrativa, yo pensaba en una asociación de imágenes; consideré la poesía o la novela gráfica, pero no. Me dije: “A ver: ¿para qué me hago tonto? La mitad de mi educación sentimental y cultural ha sido en la pintura”.
La elección era casi natural, pues. El padre de Daniel tenía una gran colección de libros de pintura universal, y él creció viéndolo pintar. Sin embargo, rechazó durante un tiempo la idea de ser igual que su padre. Hasta que, gracias a una novia que estudiaba en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (enap) de la UNAM, conoció la Academia de San Carlos, y abrió los ojos: “Este es mi mundo. No pertenezco a ningún otro, ni a una biblioteca ni a una escuela de letras”. Fue una cosa sensorial: el olor y la visualidad del taller. La literatura se volvió su soporte, fuente de referencias, y ya no su forma de decir las cosas.
Los amigos admiran la disciplina y rigor de Daniel a la hora de pintar, cualidades que mantiene, por ejemplo, cuando hace libros. Víctor Mendoza, director de la Galería Hilario Galguera, recuerda el proceso de edición de La madre pródiga: durante varios meses, todas las noches, el artista, el equipo editorial y el curador Erik Castillo se sentaron a cuidar la edición. Daniel incluso participa en el montaje de sus exposiciones, si le es posible.
Calera-Grobet, Castillo y Mendoza exaltan otras facetas, como las de conversador, melómano, parrillero singular, degustador tanto de unos tacos en la calle como de una cabrería en la colonia San Rafael. “Un bon vivant”, lo define Castillo.
Más peculiar todavía es su faceta de restaurador de autos, actividad que, opina Erik Castillo, no está desvinculada de la creación artística: “[Daniel] conoce todo: los manuales, los puntos de venta de refacciones, las subastas, los clubes… Como en la restauración de coches, en su obra tú notas que todo está puesto donde debe ir, porque tiene una pasión por las cosas bien hechas. Daniel es un pintor que sabe con qué componentes trabajar y los conoce al 100; siempre ha hablado de la caja de herramientas del pintor”.


De un pintor romántico, un hijo pintor renacentista
Alberto Lezama, el ya fallecido padre de Daniel, fue un pintor bohemio, bodegonista y copista, en el recuerdo de su hijo. Era alguien más interesado en hacer cuadros vendibles que en hacer una obra propia.
A mediados de los años sesenta, en uno de sus periplos por Europa, Alberto Lezama fue invitado por un magnate texano, a quien conoció en el Museo del Louvre, a ser su pintor de cabecera, en una especie de mecenazgo. En esa idea renacentista que tenía de la vida, el plan le pareció perfecto, solo que terminó enamorándose de la secretaria del magnate, la madre de Daniel, Glenda Brown, con quien estuvo casado por cuatro años.
Aunque la pareja vivía en Estados Unidos, el padre decidió que el nacimiento del que habría de ser su primer y único hijo fuera en suelo mexicano. Una decisión contradictoria hasta cierto punto, porque, como apunta Daniel, su padre odiaba México con toda el alma. “Sentía que México era sucio, profundo, misterioso, oscuro; era muy exquisito. Un temperamento contrario al mío, totalmente”.
Daniel nació en el entonces Distrito Federal, el 10 fue en agosto de 1968, dos meses antes de los Juegos Olímpicos y de la Noche de Tlatelolco. Aunque los cuatro primeros años de su vida los vivió en Texas, México se tornó en fantasía y calor, útero, una “matria”. Se enamoró de ese país sucio, profundo, misterioso y oscuro.
—¿Qué te atraía de México?
—Mi relación con mi madre fue lejana, de hecho, lo es; en cambio, México era cálido, eran los olores de los mercados, la Navidad llena de luces, la casa de mi abuelo medio ruinosona: era belleza, madera, complejidad. México era totalmente uterino y aún lo es. Como niño percibía la diferencia como el día y la noche. Mi noción de lo materno se trasladó al territorio, y México se volvió la madre en mi psique infantil. Cuando volvía aquí era como si regresara al origen.
A los cuatro años, Daniel llegó a vivir a México. Sin embargo, el padre mantuvo su vida de periplos y se lo llevó a París poco después. Ahí se afianzó una educación en el centro de la cultura occidental, que se volvió para Daniel un refugio intelectual, mientras se acentuaba la noción de México como refugio sentimental.
Para cuando volvieron a residir en México, el niño ya tenía una formación escolar avanzada; hablaba francés, inglés y español. Por ello, la educación a partir de entonces fue por fuera del sistema escolar, en una especie de homeschooling. La rutina se componía de estudiar con apoyo del padre o por su cuenta, de leer en la biblioteca del abuelo y de ver al padre pintar.
Las bibliotecas son lugares de la misma naturaleza que los estudios del pintor. Se vuelven sitios de hallazgos, asociaciones, referencias a la espera de ser tomadas. La conversación con Daniel podría arrancar y finalizar en los libros: uno de los primeros recuerdos de sus lecturas de niño es el de la poesía de Edgar Allan Poe. Tras su estancia en Europa, entre los 14 y los 15 años, recuperó su amor por México a través de los libros del abuelo: los de la Revolución y la novela posrevolucionaria, y autores como Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Octavio Paz, Jorge López Páez, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo, Ricardo Garibay —otro exiliado morelense, de quien es fanático—. Dado a las asociaciones, a tomar de aquí y allá, Daniel descubrió al mismo tiempo Pedro Páramo y Cumbres borrascosas, un hallazgo sobre el que se pregunta todavía: “¿Cómo es que un mundo pueda ser tan igual y tan diferente a otro?”. A los 15 años encontró a Rimbaud, que como figura y pensador lo sigue acompañando.
“En ese momento mi sensibilidad se formó. Primero era una sensibilidad romántica, luego la de la literatura europea y la literatura mexicana (y el cruce de esos mundos) y, luego, mi origen americano. Yo amaba las cosas de la cultura de Estados Unidos que en México difícilmente se entienden: los coches, la comida con su sencillez, el sur; me formé también con Mark Twain, Ray Bradbury, Tom Wolfe y Carson McCullers”.
Tras una estancia corta en Cuernavaca, donde Daniel descubrió el placer del trópico y su propia adolescencia, el padre emprendió el sueño de construir una casa en torno a los volcanes, en Tlalmanalco, Estado de México, un paisaje que conoce y pinta de memoria.
—¿Cuál fue la importancia de ese paisaje de volcanes en tu adolescencia y juventud?
—Total. Yo de por sí tenía una sensibilidad romántica, y el contacto con la naturaleza la detona. Lo curioso es que mi padre me llevaba de niño, episódicamente, a caminatas muy largas en los volcanes; nos quedábamos una noche en las montañas y subíamos hasta la nieve a veces. Cuando nos fuimos a vivir ahí, se volvió una realidad cotidiana, y encontré, literalmente, la tierra, las montañas, la naturaleza propia. Fue un despertar mental.
—¿Dibujabas entonces esos paisajes?
—No, los guardaba en el archivo mental. Me ha gustado mapear los bosques, los árboles; caminaba muchísimo las montañas, agarraba un machete, cortaba una vara y me iba al monte.
—También el Centro Histórico de la Ciudad de México ha sido determinante en tu obra. ¿Cómo llegas a trabajar ahí?
—El centro fue mi habitáculo, mi lugar de encuentro con México en muchas formas. Cuando era niño, existía con mi padre la idea de “vamos al centro”. Era echarnos todo el día, de compras, caminando y viendo gente, o íbamos a ver a mi abuelo, que tenía ahí su laboratorio. Mi fascinación por el centro empezó por su arquitectura; tenía una manía clasificatoria: veía los edificios y los identificaba por la piedra, la cantera, o por el siglo del que eran. En el 82, al tiempo que estamos en Tlalmanalco, mi padre le pide a un amigo que le preste un espacio en un edificio de la calle Luis Moya. En la planta media, él pintaba y yo estudiaba. Ahí mismo, en el 99, puse mi estudio, un piso más arriba del que tenía mi padre.
Daniel regresó cotidianamente al centro cuando ingresó a la escuela (estudió en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, pero su formación no la tomó en Xochimilco, sino en San Carlos, donde había un programa de excelencia). San Carlos significó las grandes amistades, la camaradería, la farra, la fiesta, los antros. Y ahí descubrió el lado oscuro del centro: un submundo, un México primitivo, “el de Los hijos de Sánchez, la vecindad, los migrantes, los vendedores, los indígenas. Un México de una sofisticación increíble”, describe Daniel.
En suma, tener ese estudio en el centro fue una declaración de principios. “Fue una influencia crucial en mi trabajo, para recorrer, conocer, probar, imaginar, ver… Ahí se gestaron algunas de las series más importantes, pero eran influencia de lo que traía de toda mi vida. Mi vida está marcada por unas coincidencias y por unas circunstancias muy inusuales”.
Esos dos territorios, el centro de la Ciudad de México y la región de los volcanes, son escenarios del documental La nación interior (2014), que realizó el cineasta Bulmaro Osornio, acerca de la obra y vida de Daniel Lezama. Ahí, en paralelo, la cámara sigue por la ciudad a Reyna Cuenca, la esposa de Daniel, su anima, como la llamará después en la entrevista. Y sigue al pintor que, con amigos como Erik Castillo e Hilario Galguera, camina por los territorios de los volcanes. De característico sombrero y con una vara por bastón, el pintor parece el viajero de una de sus pinturas; lo vemos arrojando al viento las cenizas de su padre y pintando para él una vista de esos volcanes que se sabe de memoria.
—¿Qué pensaba tu padre de tu pintura?
—Mi padre tenía ideas muy raras sobre la pintura, sus opiniones eran positivas, pero al mismo tiempo entrañaban perplejidad frente a mi forma de ver las cosas. Él murió en 2002 y, realmente, conoció mi primera etapa, que era una pintura muy violenta, muy gestual. Su principal sorpresa positiva era que yo usaba mucho más material que él, y que yo era una persona muy libre. Pero cuando empecé a trabajar más académicamente, él no entendía por qué los temas eran tan fuertes: “¿Quién te los va a comprar?”.

La caja de herramientas
Daniel no ha querido hacer arte abstracto. Lo que ha buscado es construir imágenes, lo contrario a la abstracción. Pero sus imágenes no son reales ni pretenden documentar o testimoniar: “Mi obra no representa un lugar en particular. Es la creación de un tiempo y un lugar. Es todo el esfuerzo de crear otra realidad a partir de nada y de todo, todo lo que está aquí está sujeto a participar en esa realidad, pero a la vez nada está designado para participar. Ahí es donde está la caja de herramientas, que es la historia de la pintura y el legado pictórico. Me refiero a los modos de ver en la pintura: composición, dinámica, tono emocional: amoroso, turbulento, melancólico, frenético, lento…
”Cada pintura es como una persona, tiene características emocionales que te van a saltar a la vista, te van a influenciar o te van a retar. Sin esa caja de herramientas no puedes hacer nada más que tallarle con las manos. Lo que soy como pintor es 50% haber adquirido esa caja de herramientas y haber aprendido a usarla (no nada más es comprarla). En el momento en que el joven pintor ve la pintura como una aliada o como una ventana [por] la cual meterse, es cuando está aprendiendo a no tenerle miedo. Es paradójico: tiene uno miedo a todo lo que hay que hacer o aprender, pero es una ruta que tiene que ser hecha con enjundia, con ganas de la aventura”.
En los primeros años, todavía Daniel pensaba que tal ruta exigía actos de presentación, que debía demostrar algo. Hacía bocetos, tanto a lápiz como al óleo: dibujaba todos los personajes de un cuadro, como una especie de muleta para llegar a la obra terminaba. Parte de ellos quedó en el Cuaderno de bocetos, que Antonio Calera-Grobet editó en Mantarraya (2012). Ese ejercicio del boceto le permitió un dominio tal que para La madre pródiga —quizás la más grande sus pinturas— trabajó alrededor de cuatro meses y creó más de 40 bocetos, pero el lienzo en sí lo pintó en 20 días.
—¿Cómo fueron esos primeros años?
—En la escuela me movía demostrar que la pintura era una fuerza vigente, demostrarlo en un sentido teórico; yo tenía un círculo de amigos y de gente que criticaba la pintura, la consideraban muerta, o que tenías que ser muy exquisito para poder hablar de ella. Mi primera lucha fue por demostrarles que yo podía ganarles en su propio juego. Luego pasé a una etapa donde yo planteaba sombras sobre escenarios; mi idea consistía en que la pintura era una puesta en escena: toda pintura es un teatro. Pero me di cuenta de que eso no me satisfacía, porque al final solo ibas a poner en escena este teatro, y solo estaba haciendo tiempo para llegar a la ventana.
—¿Qué es la ventana?
—Es el cuadro que asume lo que estás planteando, sin trucos. La ventana son las que llamaría “imágenes libres”, libres de tener que demostrar que estás haciendo pintura. Nunca he olvidado que la pintura es un artificio y es un teatro, pero ya no tengo que demostrarle a nadie que la ventana tiene que existir. La ventana y la alegoría vinieron de la mano. No existe en mi trabajo la ventana simple, sino la que tiene una razón alegórica, subjetiva o personal, [con la que] estás generando un escenario que no existía. Me refiero a construir una escena que tiene varias lecturas encimables o, por lo menos, una completamente ajena a la que aparentemente está sucediendo ahí.
Como otra herramienta, Daniel Lezama echa mano del ejercicio de la clasificación, el mismo que el del niño que distinguía edificios del centro o el del joven que mapeó plantas y árboles de los volcanes. Pero en ello no se ve a sí mismo profundizando; por eso juega a nombrarse “maestro de la ojeada”.
“Yo ojeo mitos, referencias, sensaciones, y ahí empiezo a abordar, pero no puedo clavarme afuera de mi pintura en algo; nunca en mi pintura ha habido obsesión por un tema. A ver: ¿necesito inventarme un petate? Es más o menos así... O ¿cómo era el mito de Adán y Eva? O que vi en una revista de Arqueología Mexicana, en la cola de la caja de un Walmart, un torzal, una especie de popote de obsidiana torcido, y leo: ‘Para la mitología mexica el torzal era un taladro que pasaba del cielo a la tierra’. Cierro la revista, pago mi súper y me pongo a pensar en eso. No sé más que eso. Pero todo [el grupo de obra de] ‘Tamoanchan’ es parte de que estaba viendo esa revista de Arqueología Mexicana. O sea, no soy especialista en nada, pero mis ojeadas son fuertes; extraigo la idea de la imagen. Es lo apasionante de mi trabajo, la posibilidad de usar cualquier cosa, desde lo más sagrado hasta lo más nimio, burdo, insignificante.
“Descubrí a un pensador francés, Pascal Quignard, que habla de las sordidissimes, que son las cosas absolutamente insignificantes: la semilla de un árbol, unas gotas de sangre, la superficie de un vidrio mojado; [dice] que en las cosas pequeñas está la semilla de la vida, de la construcción del universo. Entendí que a mí me gustaba la sordidissime, el encuentro con lo que no se suele ver. Esa sensibilidad, al final, es la base de todo lo que he hecho. Porque incluso, cuando yo era niño, México era algo nimio y las cosas feas, raras, escondidas nadie las ve, nadie las pinta y nadie las fotografía. Y empieza a llenarse el mundo de cosas no vistas”.

Estructura primordial de México
—¿Cómo fue el proceso para la exposición y la obra de “La madre pródiga”?
—Entre 2003 y 2008 fue el proceso que llevó a “La madre pródiga”; el tema central es la matria mexicana. Empiezo a tocar el tema sensible de la identidad mexicana, y me doy cuenta de que estoy pisando callos, que estoy pisando mis propios callos, pero que ahí hay un gran caudal.
—¿Qué callos pisaste y te pisaste?
—Un poco el tema [de] lo no visto, de lo no visible. Yo observaba mucho la pintura mexicana del siglo XIX y me daba cuenta de que había existido algo underground, una pintura menos famosa, en la que se colaba el México real, y otra que era visible, la de los premios, la más conocida de los museos. Y yo decía: “México se ha pintado desde hace, no sé, ¿300 años?, pero México casi siempre se le ha escapado a su propia pintura, ¿por qué?”. Fue cuando empecé a cruzar la frontera entre lo que era socialmente aceptable pintar y lo que no. Fue cuestionar también la realidad del medio donde se estaba dando una contemporización, acercándose al arte conceptual sin haber finiquitado la historia.
Así, Daniel comenzó a inventar esas historias de vecindad, de personajes populares, pero fijando un límite: sin entrar en estereotipos. Lo guio un poeta y ensayista rumano, Panait Istrati, que dijo una frase que cita Cioran: “El personaje elimina a la persona”. Daniel se dio cuenta de que el arte popular mexicano, al convertirse en personaje digno de apodo, de vodevil, perdía la dignidad. Y ejemplifica con El Chavo del 8: “Es puro personaje, cero humanidad, o Pepe el Toro”. Por eso, argumenta, causó tanto revuelo Los olvidados: “Buñuel tuvo el descaro de que todos esos olvidados [fueran] personajes, pero personajes completamente ajenos a la idea de lo que hace un personaje. Es una lección de arte. Entonces saqué de mi trabajo todo lo que pudiera ser una estereotipia”.
Esas son las cosas que estaban en la cabeza del pintor en el proceso de “La madre pródiga”: la estructura primordial de México, el hombre vencido, la madre y sus hijos. Una estructura que se deriva de todas sus lecturas de Octavio Paz, Santiago Ramírez, Samuel Ramos. “Siento que nunca se había hecho un esfuerzo como el mío de ahondar en imágenes en esa psique mexicana”, afirma.
—En otro grupo de obra, “Viajeros”, hubo un proceso de investigación muy diferente, con el curador Erik Castillo...
—Me encanta que le digas proceso de investigación, porque en realidad fue algo azaroso… O sea: un par de conversaciones, un par de borracheras, un par de textos deslumbrantes que leo y que me hacen pensar en cosas que no tienen nada que ver, pero que están emparentadas ahí. Suena profundo decir “investigación”, pero fue más un tema de la intuición que generan esos encuentros. Él [Erik] es un sujeto privilegiado de referencias y hallazgos. “Viajeros” es casi el resultado de una frase que escribe en La madre pródiga: soy “el primer artista viajero”, y esa intuición suya detonó esa serie. […] Entendí lo que yo había vivido toda mi vida, de que yo era un extraño en mi propio país. Esa no identidad o identidad difusa es tu identidad. La pregunta sobre la identidad es tu identidad. Eso es ser mexicano.
—La infancia en tu obra es muy importante. Niñas y niños, a veces como metáfora de una esperanza…
—Es muy positiva su presencia siempre. Es una metáfora directa de la inocencia de la mirada, de la mirada despojada y, curiosamente, se asocia mucho con la imagen en general del desnudo [en] mi trabajo. La idea de despojarte de atavíos, y despojarte de simulaciones, máscaras, capas, extrasignificaciones. Yo prefiero dar las significaciones a través de elementos puntuales. O sea, para un niño es imposible simular; no tiene la capacidad, está cercano al origen y representa, para mí, lo primario, la mirada, el sueño. La presencia de la infancia, excesivamente inocente, hasta el punto del extremo, lo inquietante... Habla de una inocencia que te avasalla, que tiene un poder.
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Altos contrastes
Buena parte de las obras de Daniel Lezama se encuentran en colecciones privadas. Lamentablemente, La madre pródiga no está en México; pertenece a la colección Hermes Trust, que formó Francesco Pellizzi, antropólogo y catedrático. Varias de las obras de “Viajeros” y algunas de otros periodos pertenecen a la colección Murderme, del artista Damien Hirst. Más obras están en el Museo del Barrio de Nueva York, el Museo de Arte de Dallas, la Sammlung Essl y la Black Coffee Foundation.
Entre las obras que se encuentran en colecciones en México figura La muerte del Tigre de Santa Julia, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (que también alberga un desnudo). Carta para Agnes Egerton por E. Pingret está en el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la UNAM. El Museo Arocena, en Torreón, resguarda IXEstudiante disfrazada, y el de Arte Contemporáneo de Oaxaca tiene la pintura con la que ganó el premio de Adquisición de la Bienal Tamayo, en 2001, La niña muerta. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público conserva varias piezas a partir del programa Pago en Especie.
Sus obras, que lo han llevado a recibir en ocho ocasiones becas y estímulos del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales, antes llamado Fonca, se han expuesto en individuales en el Museo de Arte Moderno, el de la Ciudad de México, el de Arte de Zapopan, el Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano o, claro, en la Galería Hilario Galguera, que es la que lleva su obra, y donde, por cierto, celebró su matrimonio con Reyna.
Pero justo Calera-Grobet recordaba que a Daniel le interesaba también llegar a otros públicos; que con entusiasmo ponía sus obras en espacios entre amigos, por ejemplo, en la cantina La Insurgente, o que se lanzaba en busca de otros muros. Una vez, por ejemplo, se fueron juntos a Morelos en la combi de Calera-Grobet, con los cuadros ahí mismo, para exponerlos y dar una conferencia después.
Daniel hace pausas en las entrevistas, a veces para comer unas papas fritas y tomar un tehuacán. En otros momentos acompaña la conversación con un puro y acepta hablar de temas que, aunque parecen salirse del arte, regresan prodigiosamente a él.
—¿Te has hecho tatuajes?
—No, no tengo tatuajes. Tengo muchos lienzos como para pensar que soy el [lienzo] adecuado. Una forma de mantenerse uno mismo en disposición al mundo es no marcar tu cuerpo. No digo que no esté bien, pero la noción del tatuaje como un proceso [para] llenar una superficie (porque actualmente ya es cosa de llenado) es lo contrario a un proceso de apertura. El pensar que los eventos contingentes deben quedar en tu piel es tratar de hacer eco en tu cuerpo de una incidencia que no puedes hacer por fuera. El cuerpo siempre tiene que estar listo para lo que sigue […], dejar en su justo lugar las experiencias. Yo fijo en el lienzo experiencias, vivencias, ideas, sensaciones, momentos, y los separo de mí, son como hijos: se van. Las imágenes tienen que nacer e irse, no quedarse plasmadas en un lugar donde no se pueden mover. Tampoco me gusta el muralismo por eso; cuando me han pedido murales han sido transportables.
—Dices que poco te importa cómo pasar a la historia. Antes los artistas tenían un lugar en la historia, ¿no es así hoy?
—En el mainstream occidental, la historia es una disciplina completamente desacreditada, lo cual es terrible; entonces, poner mis cartas o mi apuesta sobre el futuro a partir de la historiografía, pues no… Ciertamente no tengo fe. A través de mi vida, la posteridad nunca me ha parecido relevante. Las cosas que amas, los seres que amas, los recuerdos de tu vida son tuyos y a nadie más le importan. Es una cápsula que escondes, como un espejo enterrado. Yo nunca he creído en mi posteridad. No me interesa eso. Soy una persona que no le teme al futuro. No temo a la vejez; no creo llegar a ella. La creación siempre es en el momento; no creo que sea el lugar de temores o esperanzas. No espero nada más que vivir el momento. Muchas cosas me han enseñado a habitar el momento lo más plenamente posible.
Por ahora, lo que empieza a crecer es un jardín. Para Daniel, estar en Cuernavaca (“en estos últimos años de vida”) es como entrar al jardín del origen. Aunque su familia vive desde hace varios años en esa ciudad, el artista aún está en pleno proceso de “digestión espiritual” del tema-jardín. Metaboliza desde el simple hecho de habitar una casa con un jardín muy bello, grande, hasta el carácter liminal del jardín con el infierno: “Infierno de la naturaleza e infierno de la sociedad”, aclara.
—Quisiera hablar de la amistad, en particular con Antonio Calera-Grobet…
—Yo con Toño me quería muchísimo, era una relación muy cercana, con el corazón. Fuimos vecinos y amigos. En La Bota hice grandes amigos, como Arturo Ocampo, que fue mi asistente, compadre y mejor amigo, ahora en Cuernavaca. Hubo con Antonio una historia construida, camaradería, mucha fiesta, sincronía de mentes, sensibilidades antiguas, sensibilidades hacia los placeres… Compartimos una visión integral de la vida, como componente de la creación artística. Hay estilos diferentes de torear la vida y hacer de eso una faena, hacer de eso una obra. Y la suya fue muy distinta a la mía, pero eso jamás nos distanció; al contrario, nos identificábamos en nuestra meta, de alcance, de altura, en nuestra visión de un arte total, una vida total entregada plenamente a la vitalidad. Y claro, con los años esto se vuelve complejo de perseguir, y cada quien se va empantanando en sus propios demonios, sus propios terrenos, en las dificultades propias de su entorno, y las distancias físicas van creciendo.
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La construcción de los mitos
Reyna, la esposa de Daniel, está en buena parte de su obra. Es un arquetipo que se ha construido dentro del artista (“Acuérdate que Jung decía que el hombre construye el anima y la mujer construye el animus”).
Daniel se pasó la infancia y la juventud, construyendo arquetipos en su cabeza, a veces en dibujos. Es lo que considera “la verdadera búsqueda”, un armado de piezas hasta completar el arquetipo definitivo, el que lo mueve todo. “Cuando conoces a la persona, ese es un milagro. […] Ella estaba en mi imaginario antes de que la conociera, y hubo cosas que prefiguraron su llegada a mi vida —relata Daniel—. La conocí en el 97, y desde entonces, mi pintura [la] contiene, tomando un papel medular como una figura femenina que representa la matria mexicana, que representa el mestizaje, el anima de mi obra, el anima jungiana. Es como mi factótum para representar temas que tienen que ver con la identidad, temas sexuales, eróticos. […] Tengo la suerte de que Reyna me haya pasado, porque si no andaría errabundo por el mundo buscando mi anima”.
De nuevo, aparece lo femenino en el centro mismo de su obra. Es el elemento ordenador total, pero, por supuesto, hay otras figuras provenientes de la historiografía y el arte que llegan recurrentemente a sus cuadros. Dos, en particular: Juan Gabriel y Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco.
“De Nezahualcóyotl me gusta su hedonismo y sus ganas de jardinear. Jardinear, filosóficamente, significa cuidar, construir, hacer cosas. Es lo contrario de la administración o de la destrucción; Nezahualcóyotl fue rapaz, un gran guerrero, pero descubrió la posibilidad del placer, construyó jardines por ocio”, elabora el pintor.
Daniel cree que Nezahualcóyotl fue el único líder o gran figura respetada del mundo mexica que se dedicó con ahínco al arte y la pacificación y, “obviamente, se lo cargó la chingada”. Entonces, ejecuta uno de sus acostumbrados grandes saltos conceptuales: afirma que el equivalente contemporáneo del rey poeta es Juan Gabriel. Y es que el Divo de Juárez era el gran arte “en versión de estación de autobuses suburbana, como decía Monsiváis —recuerda Daniel, y abunda—: [Juan Gabriel] se comunicó no en los grandes museos ni en las grandes instituciones ni en las filarmónicas; pasó de voz en voz en la cultura popular y rural y urbana. Y se fue filtrando a través del inconsciente hasta llegar a todos los niveles, al punto que llegó a triunfar en Bellas Artes ante el presidente de la República y ante la plana mayor de la cultura y de la política en México. Es filtración desde abajo”.
Pero lo que en Juan Gabriel “hace ecuación” con Nezahualcóyotl es su filosofía de la reconciliación, razona Daniel. En todo momento, en su música y en su lírica, hay noción de la imperiosa necesidad de reconciliarse y de no pelearse, “y no me refiero a un pacifismo pendejo, me refiero a la noción misma de que la tragedia siempre se tiene que resolver en reconciliación”.
—Hace unos años advertías que México corría el peligro de quedarse en su infancia.
—Y eso pasó. Este país ha vuelto a la Edad de Piedra. Institucionalmente, cívicamente, espiritualmente, socialmente, estamos en uno de los peores momentos de la historia de México. Pero quiero darle un matiz: la historia tiene vaivenes y todos los vaivenes tienen una razón. El régimen presente tiene una razón de reacción al pasado; no quiere decir que se esté encaminando a la dirección correcta, quiere decir que era necesaria una especie de reivindicación o venganza histórica. El costo de esa reivindicación o venganza está por verse. Hasta ahora ha sido muy alto. Creo que nos urge más que nunca la renovación del sentido de la existencia de México.
El arte, que nadie lo dude, tiene un papel, o debería tenerlo, en esa reconstrucción del sentido. Pero Daniel es hipercrítico al respecto: “Estamos en una situación en la que la sociedad está girando hacia el conservadurismo disfrazado de liberalismo, y el arte ha perdido completamente su capacidad provocadora, reconstructiva, reconciliadora y cuestionante… Las obras existen aún, y están listas para que alguien las vea de otra manera de nuevo, no con disgusto o indignación. Ahorita, cualquier exposición relevante de arte, anterior a 1950, tiene que tener un curador que comente: ‘Esta era una época machista, era la guerra, una época donde no se entendían los derechos’. ¡Por favor!
”Estamos hablando de las ganas de reescribir la historia que tiene la sociedad actual, pero el arte, a menos que sea destruido (que no es imposible que suceda en algunos casos), está ahí, latente, agazapado, esperando volver a dialogar con el hombre, porque el arte es un espejo enterrado”.
El escenario con el que Daniel ejemplifica lo anterior despeja toda duda: “Yo ya no estoy produciendo la vagina equivalente a una Virgen de Guadalupe para una exposición pública. No quiere decir que esté dejando de hacerlo; lo estoy dejando de hacer en la esfera pública”.
—¿Crees que el mercado está determinando mucho de lo que se puede hacer hoy o no en el arte?, ¿cuál es tu caso?
—Ya el mercado del arte no depende de la gente que va al museo, que escucha al curador, que lee los libros, que sabe del artista, que entiende el rol del arte en un sentido histórico, sino simplemente del que puede comprar. Yo pienso que existe una regresión en el mercado y lo único que tiene que hacer el artista es seguir proponiendo y ser más sutil en su construcción…
Como años atrás, cuando con Calera-Grobet se iba con los cuadros en la combi a mostrarlos en otros espacios, Daniel hoy explora opciones de muestra y mercado. A veces, incluso va directamente con coleccionistas, pero no cede a la tentación de hacer “productos de fácil lectura”, pensados para no atorar el proceso de mercadología. Por eso es enfático en defender ese punto del cual no se retira, que es la propuesta medular de su trabajo: “Que los hechos que se presenten ahí [en el cuadro] respondan a una construcción multirreferencial, que venga de una interioridad y de una autenticidad mías, que me provea a mí el espejo que siempre me planteó el arte. Con eso no hay concesión, no hay cambio”.
—Vendrá otro tiempo para poder mirar esos espejos enterrados…
—Yo no apostaría a que fuera muy pronto. No es imposible si hubiera una vuelta a ciertos valores, pero lo siento muy improbable. Los tiempos de la historia son difíciles de predecir, y más ahora, [que] se están dando por días, semanas y minutos. Yo no creo en someter mi pintura a un juicio de 15 minutos cuando es el producto de una vida entera de trabajo y una concentración en 500 años de historia de la pintura. […] Tengo la expectativa de que la percepción humana no va a perderse, pero se va a volver patrimonio de unos cuantos, un reducto, por lo pronto y por mucho tiempo, tal vez.
—Tú eres un espectador de tu obra, en muchos sentidos y siempre.
—Soy el primero. El primero y el más crítico; el interventor y el más parcial de todos. Y también puedo ser imparcial, porque tengo una educación para verla de lejos. O sea, se hizo para mí finalmente. Todo, todo, todo, para mí. […] Yo puedo suavizar temas, pero no puedo cambiar mi punto de vista. Nunca. Mi punto de vista es un territorio que primero tuve que conquistar a través de los años y que tengo que sostener.
—Sigues conservando la mirada del viajero, como dice Erik Castillo.
—Siempre la voy a mantener, pero también el país ya viajó por sí mismo, lejos de mi mirada. Esa es una cosa que no te habría dicho hace años. Está cañón, ¿no? Primero cuando eres joven, inmaduro, eres un viajero, pero cuando maduras como persona, también el mundo viaja lejos de ti.
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“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia”.
Nunca del dolor ha sido partidario.
Desde un jardín entre volcanes, bibliotecas, un fantasmal estudio en una calle del centro de la Ciudad de México y la necesidad de demostrar que la pintura tiene un lugar verdadero en el mundo, hasta llegar al mismísimo jardín del edén, donde no hay nada que demostrar y sí todo por sentir, Daniel Lezama, presencia definitoria del arte plástico mexicano, ha hecho un viaje de cinco lustros. Y aquí nosotros con él.
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En uno de los pocos autorretratos que ha hecho, el pintor Daniel Lezama aparece delante de los volcanes del Altiplano como un niño desnudo, de pie, que no tiene más equipaje que sus pinceles y un plato manchado de colores en su mano izquierda, mientras que en la otra carga un cuadro pequeño que en el reverso tiene las iniciales JMR. Hizo esa pintura en 2008, y se llama Autorretrato como J.M. Rugendas.
El Daniel que ahí está solo viste un sombrero como los que acostumbra usar en la adultez, de ala ancha, similar a un fedora deformado por tanto uso; su mirada firme, de promesa, conecta a través de unos lentes gruesos con la del espectador de la escena. En la cotidianidad, la mirada de Daniel no es fácil de encontrar: mientras habla va buscando con los ojos, con cierto nerviosismo, algo más allá, como quien intenta encontrar el submundo de las evidencias que se presentan entre él y su interlocutor.
Para Daniel, la infancia y la desnudez están asociadas: son un estar desprovisto de atavíos. Pero esa pintura también es una declaración sobre su decisión de ser artista; aunque la tomó hacia los 25 años, sus orígenes y territorios lo colocaron pronto en el camino.
El autorretrato es parte del conjunto de obras “Viajeros”, nacido en el estudio de la calle Luis Moya, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, que Daniel Lezama dejó cuando se fue a Cuernavaca con su familia, hace poco más de cinco años.
La luz natural de la capital morelense llena el nuevo estudio, que fue casa veraniega, en la cuesta de una montaña. Es una diferencia evidente con el de Luis Moya, que tuvo por casi tres décadas en un fantasmal edificio que pasó del esplendor porfiriano a ser una vecindad con renta congelada y, más tarde, bodega.
Tampoco se parecen los sonidos en los dos estudios: en Cuernavaca las chicharras son un ruido perpetuo, mientras que en México se encimaban, y aún deben encimarse, la campana del camión de la basura, el silbato del cartero, las rutinas del gasero y del vendedor de tamales, los coches, las cortinas de comercios y los diablitos que apuran mercancías.
Para llegar al estudio de Luis Moya había que subir unas ruinosas escaleras hasta el tercer piso (escaleras que a la fecha llevan a Daniel a recordar una fotografía de Manuel Álvarez Bravo); en Cuernavaca, en cambio, hay que descender por un camino de piedras y plantas por el que va guiando el pintor de 57 años y 1.88 metros (ya perdió un centímetro), que casi siempre lleva el sombrero, camisas sueltas y bermudas.
El nuevo estudio está en una calle que se llama Volcanes (es verdad que a Daniel lo persiguen las coincidencias); no tiene los techos altos del otro, donde pintó cientos de cuadros, entre los que figuran Cita bajo el volcán y Otros incidentes de viaje en Yucatán, ambos de más de tres metros de altura, o La madre pródiga, de 2.40 metros de alto por 6.40 de ancho.
Lo que sí tienen en común los dos estudios es la magia de taller y la atmósfera de proceso. La mirada tropieza con pinceles gruesos y tubos de colores Winsor & Newton que se han mezclado por su propia cuenta y riesgo; platos de peltre que él adapta como paleta y que sostiene con su mano izquierda cuando pinta; caballetes; cuadros volteados que esconden alegorías o retratos y una pintura que aún es boceto sobre el lino color ladrillo.
Ahí mismo, también hay objetos y artesanías que, aunque parecen ajenos, fueron o serán un día referencia en una pintura: una elotera, una caja de canicas, una ancestral capa de lluvia que perteneció al pintor Rafael Coronel o un torito de feria. Más allá, están las esculturas y la obra gráfica, géneros donde ha experimentado, pero que no entrañan el desafío de la pintura, la única en la que halla independencia y concentración.
Con todo y la magia que podemos palpar los visitantes, para Daniel sus estudios siempre han sido lugar de rutina laboral y un fin claro, bien separado de la vida familiar. Son como él, que, a decir de uno de sus amigos, el investigador y crítico de arte Erik Castillo, es un ser pragmático y, al mismo tiempo, un cultivador de la imaginación.
“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia —dice Daniel en un momento de nuestras conversaciones—. Eso lo aprendes con Método de composición [ensayo también traducido como Filosofía de la composición], sobre cómo Edgar Allan Poe llegó a escribir El cuervo; es uno de los libros que te marcan de por vida”.
Y si bien acepta que los espacios determinan profundas influencias, ha comprendido que la obra que genera en ellos se gestó mucho antes, y que conecta con cosas que trae de toda la vida, de su identidad.
Un ir, venir y volver ha marcado la vida de este artista-niño-viajero, como lo describió Castillo, compañero en curadurías y ediciones. Lezama se ha movido entre una serie de territorios: la Ciudad de México, su colonia Narvarte y su Centro Histórico; la región de los volcanes en Tlalmanalco; el sur de Estados Unidos. En los dos países está su doble origen.
Hay también un ir y venir que no es físico, sino mental: un recorrido por los territorios de la poesía y la novela, por Arthur Rimbaud y Juan Rulfo; por Octavio Paz y Edgar Allan Poe; por Francisco de Goya y José Clemente Orozco; o por Juan Gabriel, cuyas canciones figuran y dan nombre a varias de sus pinturas, y a quien cita, por si se ofrece, en su hipotético epitafio: “Nunca del dolor he sido partidario”.
En el estudio de esa ciudad de jardines y albercas están naciendo otras pinturas de Daniel Lezama, otros colores. Ahora es un universo más íntimo; aunque ya había pintado con referencias a mitos bíblicos, construye un cuerpo de obra en torno al edén con sus primeros habitantes, pero de niños.
Sin entrar en detalles, porque todo se está procesando, sí revela que lo que tiene entre manos es más la narrativa del origen en todas sus formas que una obra específica sobre el mito judeocristiano. Esas nuevas pinturas, que también se conectan con el oficio de jardinear, tan querido para él, son en mediano y pequeño formato. Que no sean grandes es en parte por la altura del estudio, pero también porque el mercado del arte no está, dice, para obra de grandes dimensiones.
Un proceso metabólico en el alma del artista tiene lugar en ese estudio: “Apenas ahorita estoy haciendo propuesta de trabajo que tenga que ver con Cuernavaca. Yo no he tomado el tema de la inmediatez, de la anécdota, de la vida, de la circunstancia social, sino que voy digiriendo lentamente las cosas. El del alma es un proceso lento; es como un sistema digestivo de las imágenes, de los significados, de las energías”.
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La cornada que lleva el torero
En 1999 estaba a punto de nacer Gatopardo. Para el proyecto editorial se ideó incluir múltiples voces de América, desde Colombia, Venezuela y Argentina hasta Estados Unidos y México. Para el número cero se nos pidió a los colaboradores entrevistar a una joven promesa del arte. Desde México, yo propuse a Daniel Lezama.
Así fue la primera visita al estudio en Luis Moya. Años más tarde volvería allí para escribir en El Universal sobre nuevos grupos de obra, exposiciones y libros: “La gran noche mexicana”, “La madre pródiga”, “Cartas de viaje”, “Tamoanchan”, “Crisol”, “La compañía”, o para conversar sobre la cultura, el arte y la política mexicanas.
Veinticinco años después, Daniel Lezama ya no es una promesa del arte y, podemos aventurar, los desafíos que nos importan no son solo los que plantea el lienzo, sino también los que surgen de la vida, el mercado y una sociedad que, en sus palabras, hoy demanda arte de fácil lectura.
Lezama es creador de una de las obras más complejas en el arte mexicano de finales de siglo XX y de inicios del XXI. Es autor de una narrativa. No es poca cosa decir que tiene un universo propio; casi nadie logra algo así. Es un universo como la formación misma de la identidad, que es pasado y presente, luz y oscuridad, vida y muerte, belleza y dolor. Su obra siempre nos interroga.
Cuando Daniel aceptó esta entrevista, le pedí nombres de personas que pudieran hablar de él. El primero que soltó fue el del editor y escritor Antonio Calera-Grobet, su amigo, quien de inmediato dijo “sí”. Antonio fue una presencia particularmente amorosa en la vida de Daniel, incluso más allá de sus encuentros en La Bota o en El Covadonga —bares-restaurantes obligados para la comunidad artística en la Ciudad de México—, cuando una comida se podía tornar en una reunión de entrenamiento intelectual.
La conversación con Antonio Calera-Grobet tuvo lugar el 17 de mayo en un parque de la Narvarte, colonia en la que fueron vecinos. Tres meses más tarde, el 16 de agosto, Calera-Grobet murió en Yucatán. Fue tal vez la última entrevista que concedió.
Antonio era un ser ansioso y aquella tarde en la Narvarte lo estaba más: planeaba el cumpleaños 20 de su hostería La Bota, pero temía por el futuro de los recintos culturales en el centro de la ciudad, presionados por nuevos actores y mercados —no todos legales—. Sin embargo, se concentró en hablar de Daniel. Dijo que él no solo era pintor, sino también escritor, antropólogo, sociólogo, cineasta, cronista y dramaturgo, y algo más: un tremendo ejemplo de cómo las instituciones culturales olvidan a sus mejores artistas: “A veces hay una especie de dislocación de la capacidad crítica de un pueblo para asimilar a sus creadores y a veces no; el pueblo sí bailó con Rigo Tovar y con Juan Gabriel, y leyó a Ibargüengoitia. Pero, en ocasiones, hay una demora que es propiciada por la lentitud de las instituciones públicas para ponerlos en las palestras: si no tengo espacios para verte, si no tengo aparatos para verte y no sé ver, lo que está pasando es que estamos frenando la capacidad de ver. Creo que hay una deuda que Daniel sufre o sufrió, y es que no se adquiere obra. Los museos que hubieran podido comprar su obra no la compraron. En el mundo del toreo, le decía yo, cuando eres cornado por una bestia, en ocasiones el torero no se da cuenta, por la adrenalina, y se dice que ‘la lleva’. Esta herida la lleva él”.
Antonio era admirador del compromiso de Daniel con el arte, de la forma en que su obra fue creciendo en relato y formato, de su fortaleza para seguir pintando pese al duelo por la muerte de su hijo y de la dignidad para buscar vender su obra, a veces por su propia cuenta. En esa última tarde recordó los encuentros entre amigos como si fuera una logia: “Daniel juntaba a escritores con pintores. Todo el mundo sabe que él quería ser escritor”.
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Esa historia con la escritura dio pie a la primera de mis conversaciones con Daniel:
—¿Qué hecho hizo que en un momento dijeras: “No voy a ser escritor”?
—En primer lugar, yo adquirí mi cultura a través de la biblioteca de mi padre y de mi abuelo, y también de la presencia de mi padre como pintor. Toda mi infancia leí. No se entendería nada de lo que soy sin la literatura. Fui un niño solitario, pasé de escuela en escuela en México y en Europa, y mi mundo firme, mi tierra firme y mi pertenencia, eran los libros. Tuve en mi infancia 15 casas diferentes. Era un nómada y lo que nos acompañaba a mi padre y a mí eran los libros. Cuando pasó el tiempo, quise convertirme en escritor, pero no tenía una capacidad narrativa, yo pensaba en una asociación de imágenes; consideré la poesía o la novela gráfica, pero no. Me dije: “A ver: ¿para qué me hago tonto? La mitad de mi educación sentimental y cultural ha sido en la pintura”.
La elección era casi natural, pues. El padre de Daniel tenía una gran colección de libros de pintura universal, y él creció viéndolo pintar. Sin embargo, rechazó durante un tiempo la idea de ser igual que su padre. Hasta que, gracias a una novia que estudiaba en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (enap) de la UNAM, conoció la Academia de San Carlos, y abrió los ojos: “Este es mi mundo. No pertenezco a ningún otro, ni a una biblioteca ni a una escuela de letras”. Fue una cosa sensorial: el olor y la visualidad del taller. La literatura se volvió su soporte, fuente de referencias, y ya no su forma de decir las cosas.
Los amigos admiran la disciplina y rigor de Daniel a la hora de pintar, cualidades que mantiene, por ejemplo, cuando hace libros. Víctor Mendoza, director de la Galería Hilario Galguera, recuerda el proceso de edición de La madre pródiga: durante varios meses, todas las noches, el artista, el equipo editorial y el curador Erik Castillo se sentaron a cuidar la edición. Daniel incluso participa en el montaje de sus exposiciones, si le es posible.
Calera-Grobet, Castillo y Mendoza exaltan otras facetas, como las de conversador, melómano, parrillero singular, degustador tanto de unos tacos en la calle como de una cabrería en la colonia San Rafael. “Un bon vivant”, lo define Castillo.
Más peculiar todavía es su faceta de restaurador de autos, actividad que, opina Erik Castillo, no está desvinculada de la creación artística: “[Daniel] conoce todo: los manuales, los puntos de venta de refacciones, las subastas, los clubes… Como en la restauración de coches, en su obra tú notas que todo está puesto donde debe ir, porque tiene una pasión por las cosas bien hechas. Daniel es un pintor que sabe con qué componentes trabajar y los conoce al 100; siempre ha hablado de la caja de herramientas del pintor”.


De un pintor romántico, un hijo pintor renacentista
Alberto Lezama, el ya fallecido padre de Daniel, fue un pintor bohemio, bodegonista y copista, en el recuerdo de su hijo. Era alguien más interesado en hacer cuadros vendibles que en hacer una obra propia.
A mediados de los años sesenta, en uno de sus periplos por Europa, Alberto Lezama fue invitado por un magnate texano, a quien conoció en el Museo del Louvre, a ser su pintor de cabecera, en una especie de mecenazgo. En esa idea renacentista que tenía de la vida, el plan le pareció perfecto, solo que terminó enamorándose de la secretaria del magnate, la madre de Daniel, Glenda Brown, con quien estuvo casado por cuatro años.
Aunque la pareja vivía en Estados Unidos, el padre decidió que el nacimiento del que habría de ser su primer y único hijo fuera en suelo mexicano. Una decisión contradictoria hasta cierto punto, porque, como apunta Daniel, su padre odiaba México con toda el alma. “Sentía que México era sucio, profundo, misterioso, oscuro; era muy exquisito. Un temperamento contrario al mío, totalmente”.
Daniel nació en el entonces Distrito Federal, el 10 fue en agosto de 1968, dos meses antes de los Juegos Olímpicos y de la Noche de Tlatelolco. Aunque los cuatro primeros años de su vida los vivió en Texas, México se tornó en fantasía y calor, útero, una “matria”. Se enamoró de ese país sucio, profundo, misterioso y oscuro.
—¿Qué te atraía de México?
—Mi relación con mi madre fue lejana, de hecho, lo es; en cambio, México era cálido, eran los olores de los mercados, la Navidad llena de luces, la casa de mi abuelo medio ruinosona: era belleza, madera, complejidad. México era totalmente uterino y aún lo es. Como niño percibía la diferencia como el día y la noche. Mi noción de lo materno se trasladó al territorio, y México se volvió la madre en mi psique infantil. Cuando volvía aquí era como si regresara al origen.
A los cuatro años, Daniel llegó a vivir a México. Sin embargo, el padre mantuvo su vida de periplos y se lo llevó a París poco después. Ahí se afianzó una educación en el centro de la cultura occidental, que se volvió para Daniel un refugio intelectual, mientras se acentuaba la noción de México como refugio sentimental.
Para cuando volvieron a residir en México, el niño ya tenía una formación escolar avanzada; hablaba francés, inglés y español. Por ello, la educación a partir de entonces fue por fuera del sistema escolar, en una especie de homeschooling. La rutina se componía de estudiar con apoyo del padre o por su cuenta, de leer en la biblioteca del abuelo y de ver al padre pintar.
Las bibliotecas son lugares de la misma naturaleza que los estudios del pintor. Se vuelven sitios de hallazgos, asociaciones, referencias a la espera de ser tomadas. La conversación con Daniel podría arrancar y finalizar en los libros: uno de los primeros recuerdos de sus lecturas de niño es el de la poesía de Edgar Allan Poe. Tras su estancia en Europa, entre los 14 y los 15 años, recuperó su amor por México a través de los libros del abuelo: los de la Revolución y la novela posrevolucionaria, y autores como Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Octavio Paz, Jorge López Páez, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo, Ricardo Garibay —otro exiliado morelense, de quien es fanático—. Dado a las asociaciones, a tomar de aquí y allá, Daniel descubrió al mismo tiempo Pedro Páramo y Cumbres borrascosas, un hallazgo sobre el que se pregunta todavía: “¿Cómo es que un mundo pueda ser tan igual y tan diferente a otro?”. A los 15 años encontró a Rimbaud, que como figura y pensador lo sigue acompañando.
“En ese momento mi sensibilidad se formó. Primero era una sensibilidad romántica, luego la de la literatura europea y la literatura mexicana (y el cruce de esos mundos) y, luego, mi origen americano. Yo amaba las cosas de la cultura de Estados Unidos que en México difícilmente se entienden: los coches, la comida con su sencillez, el sur; me formé también con Mark Twain, Ray Bradbury, Tom Wolfe y Carson McCullers”.
Tras una estancia corta en Cuernavaca, donde Daniel descubrió el placer del trópico y su propia adolescencia, el padre emprendió el sueño de construir una casa en torno a los volcanes, en Tlalmanalco, Estado de México, un paisaje que conoce y pinta de memoria.
—¿Cuál fue la importancia de ese paisaje de volcanes en tu adolescencia y juventud?
—Total. Yo de por sí tenía una sensibilidad romántica, y el contacto con la naturaleza la detona. Lo curioso es que mi padre me llevaba de niño, episódicamente, a caminatas muy largas en los volcanes; nos quedábamos una noche en las montañas y subíamos hasta la nieve a veces. Cuando nos fuimos a vivir ahí, se volvió una realidad cotidiana, y encontré, literalmente, la tierra, las montañas, la naturaleza propia. Fue un despertar mental.
—¿Dibujabas entonces esos paisajes?
—No, los guardaba en el archivo mental. Me ha gustado mapear los bosques, los árboles; caminaba muchísimo las montañas, agarraba un machete, cortaba una vara y me iba al monte.
—También el Centro Histórico de la Ciudad de México ha sido determinante en tu obra. ¿Cómo llegas a trabajar ahí?
—El centro fue mi habitáculo, mi lugar de encuentro con México en muchas formas. Cuando era niño, existía con mi padre la idea de “vamos al centro”. Era echarnos todo el día, de compras, caminando y viendo gente, o íbamos a ver a mi abuelo, que tenía ahí su laboratorio. Mi fascinación por el centro empezó por su arquitectura; tenía una manía clasificatoria: veía los edificios y los identificaba por la piedra, la cantera, o por el siglo del que eran. En el 82, al tiempo que estamos en Tlalmanalco, mi padre le pide a un amigo que le preste un espacio en un edificio de la calle Luis Moya. En la planta media, él pintaba y yo estudiaba. Ahí mismo, en el 99, puse mi estudio, un piso más arriba del que tenía mi padre.
Daniel regresó cotidianamente al centro cuando ingresó a la escuela (estudió en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, pero su formación no la tomó en Xochimilco, sino en San Carlos, donde había un programa de excelencia). San Carlos significó las grandes amistades, la camaradería, la farra, la fiesta, los antros. Y ahí descubrió el lado oscuro del centro: un submundo, un México primitivo, “el de Los hijos de Sánchez, la vecindad, los migrantes, los vendedores, los indígenas. Un México de una sofisticación increíble”, describe Daniel.
En suma, tener ese estudio en el centro fue una declaración de principios. “Fue una influencia crucial en mi trabajo, para recorrer, conocer, probar, imaginar, ver… Ahí se gestaron algunas de las series más importantes, pero eran influencia de lo que traía de toda mi vida. Mi vida está marcada por unas coincidencias y por unas circunstancias muy inusuales”.
Esos dos territorios, el centro de la Ciudad de México y la región de los volcanes, son escenarios del documental La nación interior (2014), que realizó el cineasta Bulmaro Osornio, acerca de la obra y vida de Daniel Lezama. Ahí, en paralelo, la cámara sigue por la ciudad a Reyna Cuenca, la esposa de Daniel, su anima, como la llamará después en la entrevista. Y sigue al pintor que, con amigos como Erik Castillo e Hilario Galguera, camina por los territorios de los volcanes. De característico sombrero y con una vara por bastón, el pintor parece el viajero de una de sus pinturas; lo vemos arrojando al viento las cenizas de su padre y pintando para él una vista de esos volcanes que se sabe de memoria.
—¿Qué pensaba tu padre de tu pintura?
—Mi padre tenía ideas muy raras sobre la pintura, sus opiniones eran positivas, pero al mismo tiempo entrañaban perplejidad frente a mi forma de ver las cosas. Él murió en 2002 y, realmente, conoció mi primera etapa, que era una pintura muy violenta, muy gestual. Su principal sorpresa positiva era que yo usaba mucho más material que él, y que yo era una persona muy libre. Pero cuando empecé a trabajar más académicamente, él no entendía por qué los temas eran tan fuertes: “¿Quién te los va a comprar?”.

La caja de herramientas
Daniel no ha querido hacer arte abstracto. Lo que ha buscado es construir imágenes, lo contrario a la abstracción. Pero sus imágenes no son reales ni pretenden documentar o testimoniar: “Mi obra no representa un lugar en particular. Es la creación de un tiempo y un lugar. Es todo el esfuerzo de crear otra realidad a partir de nada y de todo, todo lo que está aquí está sujeto a participar en esa realidad, pero a la vez nada está designado para participar. Ahí es donde está la caja de herramientas, que es la historia de la pintura y el legado pictórico. Me refiero a los modos de ver en la pintura: composición, dinámica, tono emocional: amoroso, turbulento, melancólico, frenético, lento…
”Cada pintura es como una persona, tiene características emocionales que te van a saltar a la vista, te van a influenciar o te van a retar. Sin esa caja de herramientas no puedes hacer nada más que tallarle con las manos. Lo que soy como pintor es 50% haber adquirido esa caja de herramientas y haber aprendido a usarla (no nada más es comprarla). En el momento en que el joven pintor ve la pintura como una aliada o como una ventana [por] la cual meterse, es cuando está aprendiendo a no tenerle miedo. Es paradójico: tiene uno miedo a todo lo que hay que hacer o aprender, pero es una ruta que tiene que ser hecha con enjundia, con ganas de la aventura”.
En los primeros años, todavía Daniel pensaba que tal ruta exigía actos de presentación, que debía demostrar algo. Hacía bocetos, tanto a lápiz como al óleo: dibujaba todos los personajes de un cuadro, como una especie de muleta para llegar a la obra terminaba. Parte de ellos quedó en el Cuaderno de bocetos, que Antonio Calera-Grobet editó en Mantarraya (2012). Ese ejercicio del boceto le permitió un dominio tal que para La madre pródiga —quizás la más grande sus pinturas— trabajó alrededor de cuatro meses y creó más de 40 bocetos, pero el lienzo en sí lo pintó en 20 días.
—¿Cómo fueron esos primeros años?
—En la escuela me movía demostrar que la pintura era una fuerza vigente, demostrarlo en un sentido teórico; yo tenía un círculo de amigos y de gente que criticaba la pintura, la consideraban muerta, o que tenías que ser muy exquisito para poder hablar de ella. Mi primera lucha fue por demostrarles que yo podía ganarles en su propio juego. Luego pasé a una etapa donde yo planteaba sombras sobre escenarios; mi idea consistía en que la pintura era una puesta en escena: toda pintura es un teatro. Pero me di cuenta de que eso no me satisfacía, porque al final solo ibas a poner en escena este teatro, y solo estaba haciendo tiempo para llegar a la ventana.
—¿Qué es la ventana?
—Es el cuadro que asume lo que estás planteando, sin trucos. La ventana son las que llamaría “imágenes libres”, libres de tener que demostrar que estás haciendo pintura. Nunca he olvidado que la pintura es un artificio y es un teatro, pero ya no tengo que demostrarle a nadie que la ventana tiene que existir. La ventana y la alegoría vinieron de la mano. No existe en mi trabajo la ventana simple, sino la que tiene una razón alegórica, subjetiva o personal, [con la que] estás generando un escenario que no existía. Me refiero a construir una escena que tiene varias lecturas encimables o, por lo menos, una completamente ajena a la que aparentemente está sucediendo ahí.
Como otra herramienta, Daniel Lezama echa mano del ejercicio de la clasificación, el mismo que el del niño que distinguía edificios del centro o el del joven que mapeó plantas y árboles de los volcanes. Pero en ello no se ve a sí mismo profundizando; por eso juega a nombrarse “maestro de la ojeada”.
“Yo ojeo mitos, referencias, sensaciones, y ahí empiezo a abordar, pero no puedo clavarme afuera de mi pintura en algo; nunca en mi pintura ha habido obsesión por un tema. A ver: ¿necesito inventarme un petate? Es más o menos así... O ¿cómo era el mito de Adán y Eva? O que vi en una revista de Arqueología Mexicana, en la cola de la caja de un Walmart, un torzal, una especie de popote de obsidiana torcido, y leo: ‘Para la mitología mexica el torzal era un taladro que pasaba del cielo a la tierra’. Cierro la revista, pago mi súper y me pongo a pensar en eso. No sé más que eso. Pero todo [el grupo de obra de] ‘Tamoanchan’ es parte de que estaba viendo esa revista de Arqueología Mexicana. O sea, no soy especialista en nada, pero mis ojeadas son fuertes; extraigo la idea de la imagen. Es lo apasionante de mi trabajo, la posibilidad de usar cualquier cosa, desde lo más sagrado hasta lo más nimio, burdo, insignificante.
“Descubrí a un pensador francés, Pascal Quignard, que habla de las sordidissimes, que son las cosas absolutamente insignificantes: la semilla de un árbol, unas gotas de sangre, la superficie de un vidrio mojado; [dice] que en las cosas pequeñas está la semilla de la vida, de la construcción del universo. Entendí que a mí me gustaba la sordidissime, el encuentro con lo que no se suele ver. Esa sensibilidad, al final, es la base de todo lo que he hecho. Porque incluso, cuando yo era niño, México era algo nimio y las cosas feas, raras, escondidas nadie las ve, nadie las pinta y nadie las fotografía. Y empieza a llenarse el mundo de cosas no vistas”.

Estructura primordial de México
—¿Cómo fue el proceso para la exposición y la obra de “La madre pródiga”?
—Entre 2003 y 2008 fue el proceso que llevó a “La madre pródiga”; el tema central es la matria mexicana. Empiezo a tocar el tema sensible de la identidad mexicana, y me doy cuenta de que estoy pisando callos, que estoy pisando mis propios callos, pero que ahí hay un gran caudal.
—¿Qué callos pisaste y te pisaste?
—Un poco el tema [de] lo no visto, de lo no visible. Yo observaba mucho la pintura mexicana del siglo XIX y me daba cuenta de que había existido algo underground, una pintura menos famosa, en la que se colaba el México real, y otra que era visible, la de los premios, la más conocida de los museos. Y yo decía: “México se ha pintado desde hace, no sé, ¿300 años?, pero México casi siempre se le ha escapado a su propia pintura, ¿por qué?”. Fue cuando empecé a cruzar la frontera entre lo que era socialmente aceptable pintar y lo que no. Fue cuestionar también la realidad del medio donde se estaba dando una contemporización, acercándose al arte conceptual sin haber finiquitado la historia.
Así, Daniel comenzó a inventar esas historias de vecindad, de personajes populares, pero fijando un límite: sin entrar en estereotipos. Lo guio un poeta y ensayista rumano, Panait Istrati, que dijo una frase que cita Cioran: “El personaje elimina a la persona”. Daniel se dio cuenta de que el arte popular mexicano, al convertirse en personaje digno de apodo, de vodevil, perdía la dignidad. Y ejemplifica con El Chavo del 8: “Es puro personaje, cero humanidad, o Pepe el Toro”. Por eso, argumenta, causó tanto revuelo Los olvidados: “Buñuel tuvo el descaro de que todos esos olvidados [fueran] personajes, pero personajes completamente ajenos a la idea de lo que hace un personaje. Es una lección de arte. Entonces saqué de mi trabajo todo lo que pudiera ser una estereotipia”.
Esas son las cosas que estaban en la cabeza del pintor en el proceso de “La madre pródiga”: la estructura primordial de México, el hombre vencido, la madre y sus hijos. Una estructura que se deriva de todas sus lecturas de Octavio Paz, Santiago Ramírez, Samuel Ramos. “Siento que nunca se había hecho un esfuerzo como el mío de ahondar en imágenes en esa psique mexicana”, afirma.
—En otro grupo de obra, “Viajeros”, hubo un proceso de investigación muy diferente, con el curador Erik Castillo...
—Me encanta que le digas proceso de investigación, porque en realidad fue algo azaroso… O sea: un par de conversaciones, un par de borracheras, un par de textos deslumbrantes que leo y que me hacen pensar en cosas que no tienen nada que ver, pero que están emparentadas ahí. Suena profundo decir “investigación”, pero fue más un tema de la intuición que generan esos encuentros. Él [Erik] es un sujeto privilegiado de referencias y hallazgos. “Viajeros” es casi el resultado de una frase que escribe en La madre pródiga: soy “el primer artista viajero”, y esa intuición suya detonó esa serie. […] Entendí lo que yo había vivido toda mi vida, de que yo era un extraño en mi propio país. Esa no identidad o identidad difusa es tu identidad. La pregunta sobre la identidad es tu identidad. Eso es ser mexicano.
—La infancia en tu obra es muy importante. Niñas y niños, a veces como metáfora de una esperanza…
—Es muy positiva su presencia siempre. Es una metáfora directa de la inocencia de la mirada, de la mirada despojada y, curiosamente, se asocia mucho con la imagen en general del desnudo [en] mi trabajo. La idea de despojarte de atavíos, y despojarte de simulaciones, máscaras, capas, extrasignificaciones. Yo prefiero dar las significaciones a través de elementos puntuales. O sea, para un niño es imposible simular; no tiene la capacidad, está cercano al origen y representa, para mí, lo primario, la mirada, el sueño. La presencia de la infancia, excesivamente inocente, hasta el punto del extremo, lo inquietante... Habla de una inocencia que te avasalla, que tiene un poder.
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Altos contrastes
Buena parte de las obras de Daniel Lezama se encuentran en colecciones privadas. Lamentablemente, La madre pródiga no está en México; pertenece a la colección Hermes Trust, que formó Francesco Pellizzi, antropólogo y catedrático. Varias de las obras de “Viajeros” y algunas de otros periodos pertenecen a la colección Murderme, del artista Damien Hirst. Más obras están en el Museo del Barrio de Nueva York, el Museo de Arte de Dallas, la Sammlung Essl y la Black Coffee Foundation.
Entre las obras que se encuentran en colecciones en México figura La muerte del Tigre de Santa Julia, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (que también alberga un desnudo). Carta para Agnes Egerton por E. Pingret está en el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la UNAM. El Museo Arocena, en Torreón, resguarda IXEstudiante disfrazada, y el de Arte Contemporáneo de Oaxaca tiene la pintura con la que ganó el premio de Adquisición de la Bienal Tamayo, en 2001, La niña muerta. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público conserva varias piezas a partir del programa Pago en Especie.
Sus obras, que lo han llevado a recibir en ocho ocasiones becas y estímulos del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales, antes llamado Fonca, se han expuesto en individuales en el Museo de Arte Moderno, el de la Ciudad de México, el de Arte de Zapopan, el Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano o, claro, en la Galería Hilario Galguera, que es la que lleva su obra, y donde, por cierto, celebró su matrimonio con Reyna.
Pero justo Calera-Grobet recordaba que a Daniel le interesaba también llegar a otros públicos; que con entusiasmo ponía sus obras en espacios entre amigos, por ejemplo, en la cantina La Insurgente, o que se lanzaba en busca de otros muros. Una vez, por ejemplo, se fueron juntos a Morelos en la combi de Calera-Grobet, con los cuadros ahí mismo, para exponerlos y dar una conferencia después.
Daniel hace pausas en las entrevistas, a veces para comer unas papas fritas y tomar un tehuacán. En otros momentos acompaña la conversación con un puro y acepta hablar de temas que, aunque parecen salirse del arte, regresan prodigiosamente a él.
—¿Te has hecho tatuajes?
—No, no tengo tatuajes. Tengo muchos lienzos como para pensar que soy el [lienzo] adecuado. Una forma de mantenerse uno mismo en disposición al mundo es no marcar tu cuerpo. No digo que no esté bien, pero la noción del tatuaje como un proceso [para] llenar una superficie (porque actualmente ya es cosa de llenado) es lo contrario a un proceso de apertura. El pensar que los eventos contingentes deben quedar en tu piel es tratar de hacer eco en tu cuerpo de una incidencia que no puedes hacer por fuera. El cuerpo siempre tiene que estar listo para lo que sigue […], dejar en su justo lugar las experiencias. Yo fijo en el lienzo experiencias, vivencias, ideas, sensaciones, momentos, y los separo de mí, son como hijos: se van. Las imágenes tienen que nacer e irse, no quedarse plasmadas en un lugar donde no se pueden mover. Tampoco me gusta el muralismo por eso; cuando me han pedido murales han sido transportables.
—Dices que poco te importa cómo pasar a la historia. Antes los artistas tenían un lugar en la historia, ¿no es así hoy?
—En el mainstream occidental, la historia es una disciplina completamente desacreditada, lo cual es terrible; entonces, poner mis cartas o mi apuesta sobre el futuro a partir de la historiografía, pues no… Ciertamente no tengo fe. A través de mi vida, la posteridad nunca me ha parecido relevante. Las cosas que amas, los seres que amas, los recuerdos de tu vida son tuyos y a nadie más le importan. Es una cápsula que escondes, como un espejo enterrado. Yo nunca he creído en mi posteridad. No me interesa eso. Soy una persona que no le teme al futuro. No temo a la vejez; no creo llegar a ella. La creación siempre es en el momento; no creo que sea el lugar de temores o esperanzas. No espero nada más que vivir el momento. Muchas cosas me han enseñado a habitar el momento lo más plenamente posible.
Por ahora, lo que empieza a crecer es un jardín. Para Daniel, estar en Cuernavaca (“en estos últimos años de vida”) es como entrar al jardín del origen. Aunque su familia vive desde hace varios años en esa ciudad, el artista aún está en pleno proceso de “digestión espiritual” del tema-jardín. Metaboliza desde el simple hecho de habitar una casa con un jardín muy bello, grande, hasta el carácter liminal del jardín con el infierno: “Infierno de la naturaleza e infierno de la sociedad”, aclara.
—Quisiera hablar de la amistad, en particular con Antonio Calera-Grobet…
—Yo con Toño me quería muchísimo, era una relación muy cercana, con el corazón. Fuimos vecinos y amigos. En La Bota hice grandes amigos, como Arturo Ocampo, que fue mi asistente, compadre y mejor amigo, ahora en Cuernavaca. Hubo con Antonio una historia construida, camaradería, mucha fiesta, sincronía de mentes, sensibilidades antiguas, sensibilidades hacia los placeres… Compartimos una visión integral de la vida, como componente de la creación artística. Hay estilos diferentes de torear la vida y hacer de eso una faena, hacer de eso una obra. Y la suya fue muy distinta a la mía, pero eso jamás nos distanció; al contrario, nos identificábamos en nuestra meta, de alcance, de altura, en nuestra visión de un arte total, una vida total entregada plenamente a la vitalidad. Y claro, con los años esto se vuelve complejo de perseguir, y cada quien se va empantanando en sus propios demonios, sus propios terrenos, en las dificultades propias de su entorno, y las distancias físicas van creciendo.
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La construcción de los mitos
Reyna, la esposa de Daniel, está en buena parte de su obra. Es un arquetipo que se ha construido dentro del artista (“Acuérdate que Jung decía que el hombre construye el anima y la mujer construye el animus”).
Daniel se pasó la infancia y la juventud, construyendo arquetipos en su cabeza, a veces en dibujos. Es lo que considera “la verdadera búsqueda”, un armado de piezas hasta completar el arquetipo definitivo, el que lo mueve todo. “Cuando conoces a la persona, ese es un milagro. […] Ella estaba en mi imaginario antes de que la conociera, y hubo cosas que prefiguraron su llegada a mi vida —relata Daniel—. La conocí en el 97, y desde entonces, mi pintura [la] contiene, tomando un papel medular como una figura femenina que representa la matria mexicana, que representa el mestizaje, el anima de mi obra, el anima jungiana. Es como mi factótum para representar temas que tienen que ver con la identidad, temas sexuales, eróticos. […] Tengo la suerte de que Reyna me haya pasado, porque si no andaría errabundo por el mundo buscando mi anima”.
De nuevo, aparece lo femenino en el centro mismo de su obra. Es el elemento ordenador total, pero, por supuesto, hay otras figuras provenientes de la historiografía y el arte que llegan recurrentemente a sus cuadros. Dos, en particular: Juan Gabriel y Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco.
“De Nezahualcóyotl me gusta su hedonismo y sus ganas de jardinear. Jardinear, filosóficamente, significa cuidar, construir, hacer cosas. Es lo contrario de la administración o de la destrucción; Nezahualcóyotl fue rapaz, un gran guerrero, pero descubrió la posibilidad del placer, construyó jardines por ocio”, elabora el pintor.
Daniel cree que Nezahualcóyotl fue el único líder o gran figura respetada del mundo mexica que se dedicó con ahínco al arte y la pacificación y, “obviamente, se lo cargó la chingada”. Entonces, ejecuta uno de sus acostumbrados grandes saltos conceptuales: afirma que el equivalente contemporáneo del rey poeta es Juan Gabriel. Y es que el Divo de Juárez era el gran arte “en versión de estación de autobuses suburbana, como decía Monsiváis —recuerda Daniel, y abunda—: [Juan Gabriel] se comunicó no en los grandes museos ni en las grandes instituciones ni en las filarmónicas; pasó de voz en voz en la cultura popular y rural y urbana. Y se fue filtrando a través del inconsciente hasta llegar a todos los niveles, al punto que llegó a triunfar en Bellas Artes ante el presidente de la República y ante la plana mayor de la cultura y de la política en México. Es filtración desde abajo”.
Pero lo que en Juan Gabriel “hace ecuación” con Nezahualcóyotl es su filosofía de la reconciliación, razona Daniel. En todo momento, en su música y en su lírica, hay noción de la imperiosa necesidad de reconciliarse y de no pelearse, “y no me refiero a un pacifismo pendejo, me refiero a la noción misma de que la tragedia siempre se tiene que resolver en reconciliación”.
—Hace unos años advertías que México corría el peligro de quedarse en su infancia.
—Y eso pasó. Este país ha vuelto a la Edad de Piedra. Institucionalmente, cívicamente, espiritualmente, socialmente, estamos en uno de los peores momentos de la historia de México. Pero quiero darle un matiz: la historia tiene vaivenes y todos los vaivenes tienen una razón. El régimen presente tiene una razón de reacción al pasado; no quiere decir que se esté encaminando a la dirección correcta, quiere decir que era necesaria una especie de reivindicación o venganza histórica. El costo de esa reivindicación o venganza está por verse. Hasta ahora ha sido muy alto. Creo que nos urge más que nunca la renovación del sentido de la existencia de México.
El arte, que nadie lo dude, tiene un papel, o debería tenerlo, en esa reconstrucción del sentido. Pero Daniel es hipercrítico al respecto: “Estamos en una situación en la que la sociedad está girando hacia el conservadurismo disfrazado de liberalismo, y el arte ha perdido completamente su capacidad provocadora, reconstructiva, reconciliadora y cuestionante… Las obras existen aún, y están listas para que alguien las vea de otra manera de nuevo, no con disgusto o indignación. Ahorita, cualquier exposición relevante de arte, anterior a 1950, tiene que tener un curador que comente: ‘Esta era una época machista, era la guerra, una época donde no se entendían los derechos’. ¡Por favor!
”Estamos hablando de las ganas de reescribir la historia que tiene la sociedad actual, pero el arte, a menos que sea destruido (que no es imposible que suceda en algunos casos), está ahí, latente, agazapado, esperando volver a dialogar con el hombre, porque el arte es un espejo enterrado”.
El escenario con el que Daniel ejemplifica lo anterior despeja toda duda: “Yo ya no estoy produciendo la vagina equivalente a una Virgen de Guadalupe para una exposición pública. No quiere decir que esté dejando de hacerlo; lo estoy dejando de hacer en la esfera pública”.
—¿Crees que el mercado está determinando mucho de lo que se puede hacer hoy o no en el arte?, ¿cuál es tu caso?
—Ya el mercado del arte no depende de la gente que va al museo, que escucha al curador, que lee los libros, que sabe del artista, que entiende el rol del arte en un sentido histórico, sino simplemente del que puede comprar. Yo pienso que existe una regresión en el mercado y lo único que tiene que hacer el artista es seguir proponiendo y ser más sutil en su construcción…
Como años atrás, cuando con Calera-Grobet se iba con los cuadros en la combi a mostrarlos en otros espacios, Daniel hoy explora opciones de muestra y mercado. A veces, incluso va directamente con coleccionistas, pero no cede a la tentación de hacer “productos de fácil lectura”, pensados para no atorar el proceso de mercadología. Por eso es enfático en defender ese punto del cual no se retira, que es la propuesta medular de su trabajo: “Que los hechos que se presenten ahí [en el cuadro] respondan a una construcción multirreferencial, que venga de una interioridad y de una autenticidad mías, que me provea a mí el espejo que siempre me planteó el arte. Con eso no hay concesión, no hay cambio”.
—Vendrá otro tiempo para poder mirar esos espejos enterrados…
—Yo no apostaría a que fuera muy pronto. No es imposible si hubiera una vuelta a ciertos valores, pero lo siento muy improbable. Los tiempos de la historia son difíciles de predecir, y más ahora, [que] se están dando por días, semanas y minutos. Yo no creo en someter mi pintura a un juicio de 15 minutos cuando es el producto de una vida entera de trabajo y una concentración en 500 años de historia de la pintura. […] Tengo la expectativa de que la percepción humana no va a perderse, pero se va a volver patrimonio de unos cuantos, un reducto, por lo pronto y por mucho tiempo, tal vez.
—Tú eres un espectador de tu obra, en muchos sentidos y siempre.
—Soy el primero. El primero y el más crítico; el interventor y el más parcial de todos. Y también puedo ser imparcial, porque tengo una educación para verla de lejos. O sea, se hizo para mí finalmente. Todo, todo, todo, para mí. […] Yo puedo suavizar temas, pero no puedo cambiar mi punto de vista. Nunca. Mi punto de vista es un territorio que primero tuve que conquistar a través de los años y que tengo que sostener.
—Sigues conservando la mirada del viajero, como dice Erik Castillo.
—Siempre la voy a mantener, pero también el país ya viajó por sí mismo, lejos de mi mirada. Esa es una cosa que no te habría dicho hace años. Está cañón, ¿no? Primero cuando eres joven, inmaduro, eres un viajero, pero cuando maduras como persona, también el mundo viaja lejos de ti.
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Nunca del dolor ha sido partidario.
Desde un jardín entre volcanes, bibliotecas, un fantasmal estudio en una calle del centro de la Ciudad de México y la necesidad de demostrar que la pintura tiene un lugar verdadero en el mundo, hasta llegar al mismísimo jardín del edén, donde no hay nada que demostrar y sí todo por sentir, Daniel Lezama, presencia definitoria del arte plástico mexicano, ha hecho un viaje de cinco lustros. Y aquí nosotros con él.
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En uno de los pocos autorretratos que ha hecho, el pintor Daniel Lezama aparece delante de los volcanes del Altiplano como un niño desnudo, de pie, que no tiene más equipaje que sus pinceles y un plato manchado de colores en su mano izquierda, mientras que en la otra carga un cuadro pequeño que en el reverso tiene las iniciales JMR. Hizo esa pintura en 2008, y se llama Autorretrato como J.M. Rugendas.
El Daniel que ahí está solo viste un sombrero como los que acostumbra usar en la adultez, de ala ancha, similar a un fedora deformado por tanto uso; su mirada firme, de promesa, conecta a través de unos lentes gruesos con la del espectador de la escena. En la cotidianidad, la mirada de Daniel no es fácil de encontrar: mientras habla va buscando con los ojos, con cierto nerviosismo, algo más allá, como quien intenta encontrar el submundo de las evidencias que se presentan entre él y su interlocutor.
Para Daniel, la infancia y la desnudez están asociadas: son un estar desprovisto de atavíos. Pero esa pintura también es una declaración sobre su decisión de ser artista; aunque la tomó hacia los 25 años, sus orígenes y territorios lo colocaron pronto en el camino.
El autorretrato es parte del conjunto de obras “Viajeros”, nacido en el estudio de la calle Luis Moya, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, que Daniel Lezama dejó cuando se fue a Cuernavaca con su familia, hace poco más de cinco años.
La luz natural de la capital morelense llena el nuevo estudio, que fue casa veraniega, en la cuesta de una montaña. Es una diferencia evidente con el de Luis Moya, que tuvo por casi tres décadas en un fantasmal edificio que pasó del esplendor porfiriano a ser una vecindad con renta congelada y, más tarde, bodega.
Tampoco se parecen los sonidos en los dos estudios: en Cuernavaca las chicharras son un ruido perpetuo, mientras que en México se encimaban, y aún deben encimarse, la campana del camión de la basura, el silbato del cartero, las rutinas del gasero y del vendedor de tamales, los coches, las cortinas de comercios y los diablitos que apuran mercancías.
Para llegar al estudio de Luis Moya había que subir unas ruinosas escaleras hasta el tercer piso (escaleras que a la fecha llevan a Daniel a recordar una fotografía de Manuel Álvarez Bravo); en Cuernavaca, en cambio, hay que descender por un camino de piedras y plantas por el que va guiando el pintor de 57 años y 1.88 metros (ya perdió un centímetro), que casi siempre lleva el sombrero, camisas sueltas y bermudas.
El nuevo estudio está en una calle que se llama Volcanes (es verdad que a Daniel lo persiguen las coincidencias); no tiene los techos altos del otro, donde pintó cientos de cuadros, entre los que figuran Cita bajo el volcán y Otros incidentes de viaje en Yucatán, ambos de más de tres metros de altura, o La madre pródiga, de 2.40 metros de alto por 6.40 de ancho.
Lo que sí tienen en común los dos estudios es la magia de taller y la atmósfera de proceso. La mirada tropieza con pinceles gruesos y tubos de colores Winsor & Newton que se han mezclado por su propia cuenta y riesgo; platos de peltre que él adapta como paleta y que sostiene con su mano izquierda cuando pinta; caballetes; cuadros volteados que esconden alegorías o retratos y una pintura que aún es boceto sobre el lino color ladrillo.
Ahí mismo, también hay objetos y artesanías que, aunque parecen ajenos, fueron o serán un día referencia en una pintura: una elotera, una caja de canicas, una ancestral capa de lluvia que perteneció al pintor Rafael Coronel o un torito de feria. Más allá, están las esculturas y la obra gráfica, géneros donde ha experimentado, pero que no entrañan el desafío de la pintura, la única en la que halla independencia y concentración.
Con todo y la magia que podemos palpar los visitantes, para Daniel sus estudios siempre han sido lugar de rutina laboral y un fin claro, bien separado de la vida familiar. Son como él, que, a decir de uno de sus amigos, el investigador y crítico de arte Erik Castillo, es un ser pragmático y, al mismo tiempo, un cultivador de la imaginación.
“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia —dice Daniel en un momento de nuestras conversaciones—. Eso lo aprendes con Método de composición [ensayo también traducido como Filosofía de la composición], sobre cómo Edgar Allan Poe llegó a escribir El cuervo; es uno de los libros que te marcan de por vida”.
Y si bien acepta que los espacios determinan profundas influencias, ha comprendido que la obra que genera en ellos se gestó mucho antes, y que conecta con cosas que trae de toda la vida, de su identidad.
Un ir, venir y volver ha marcado la vida de este artista-niño-viajero, como lo describió Castillo, compañero en curadurías y ediciones. Lezama se ha movido entre una serie de territorios: la Ciudad de México, su colonia Narvarte y su Centro Histórico; la región de los volcanes en Tlalmanalco; el sur de Estados Unidos. En los dos países está su doble origen.
Hay también un ir y venir que no es físico, sino mental: un recorrido por los territorios de la poesía y la novela, por Arthur Rimbaud y Juan Rulfo; por Octavio Paz y Edgar Allan Poe; por Francisco de Goya y José Clemente Orozco; o por Juan Gabriel, cuyas canciones figuran y dan nombre a varias de sus pinturas, y a quien cita, por si se ofrece, en su hipotético epitafio: “Nunca del dolor he sido partidario”.
En el estudio de esa ciudad de jardines y albercas están naciendo otras pinturas de Daniel Lezama, otros colores. Ahora es un universo más íntimo; aunque ya había pintado con referencias a mitos bíblicos, construye un cuerpo de obra en torno al edén con sus primeros habitantes, pero de niños.
Sin entrar en detalles, porque todo se está procesando, sí revela que lo que tiene entre manos es más la narrativa del origen en todas sus formas que una obra específica sobre el mito judeocristiano. Esas nuevas pinturas, que también se conectan con el oficio de jardinear, tan querido para él, son en mediano y pequeño formato. Que no sean grandes es en parte por la altura del estudio, pero también porque el mercado del arte no está, dice, para obra de grandes dimensiones.
Un proceso metabólico en el alma del artista tiene lugar en ese estudio: “Apenas ahorita estoy haciendo propuesta de trabajo que tenga que ver con Cuernavaca. Yo no he tomado el tema de la inmediatez, de la anécdota, de la vida, de la circunstancia social, sino que voy digiriendo lentamente las cosas. El del alma es un proceso lento; es como un sistema digestivo de las imágenes, de los significados, de las energías”.
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La cornada que lleva el torero
En 1999 estaba a punto de nacer Gatopardo. Para el proyecto editorial se ideó incluir múltiples voces de América, desde Colombia, Venezuela y Argentina hasta Estados Unidos y México. Para el número cero se nos pidió a los colaboradores entrevistar a una joven promesa del arte. Desde México, yo propuse a Daniel Lezama.
Así fue la primera visita al estudio en Luis Moya. Años más tarde volvería allí para escribir en El Universal sobre nuevos grupos de obra, exposiciones y libros: “La gran noche mexicana”, “La madre pródiga”, “Cartas de viaje”, “Tamoanchan”, “Crisol”, “La compañía”, o para conversar sobre la cultura, el arte y la política mexicanas.
Veinticinco años después, Daniel Lezama ya no es una promesa del arte y, podemos aventurar, los desafíos que nos importan no son solo los que plantea el lienzo, sino también los que surgen de la vida, el mercado y una sociedad que, en sus palabras, hoy demanda arte de fácil lectura.
Lezama es creador de una de las obras más complejas en el arte mexicano de finales de siglo XX y de inicios del XXI. Es autor de una narrativa. No es poca cosa decir que tiene un universo propio; casi nadie logra algo así. Es un universo como la formación misma de la identidad, que es pasado y presente, luz y oscuridad, vida y muerte, belleza y dolor. Su obra siempre nos interroga.
Cuando Daniel aceptó esta entrevista, le pedí nombres de personas que pudieran hablar de él. El primero que soltó fue el del editor y escritor Antonio Calera-Grobet, su amigo, quien de inmediato dijo “sí”. Antonio fue una presencia particularmente amorosa en la vida de Daniel, incluso más allá de sus encuentros en La Bota o en El Covadonga —bares-restaurantes obligados para la comunidad artística en la Ciudad de México—, cuando una comida se podía tornar en una reunión de entrenamiento intelectual.
La conversación con Antonio Calera-Grobet tuvo lugar el 17 de mayo en un parque de la Narvarte, colonia en la que fueron vecinos. Tres meses más tarde, el 16 de agosto, Calera-Grobet murió en Yucatán. Fue tal vez la última entrevista que concedió.
Antonio era un ser ansioso y aquella tarde en la Narvarte lo estaba más: planeaba el cumpleaños 20 de su hostería La Bota, pero temía por el futuro de los recintos culturales en el centro de la ciudad, presionados por nuevos actores y mercados —no todos legales—. Sin embargo, se concentró en hablar de Daniel. Dijo que él no solo era pintor, sino también escritor, antropólogo, sociólogo, cineasta, cronista y dramaturgo, y algo más: un tremendo ejemplo de cómo las instituciones culturales olvidan a sus mejores artistas: “A veces hay una especie de dislocación de la capacidad crítica de un pueblo para asimilar a sus creadores y a veces no; el pueblo sí bailó con Rigo Tovar y con Juan Gabriel, y leyó a Ibargüengoitia. Pero, en ocasiones, hay una demora que es propiciada por la lentitud de las instituciones públicas para ponerlos en las palestras: si no tengo espacios para verte, si no tengo aparatos para verte y no sé ver, lo que está pasando es que estamos frenando la capacidad de ver. Creo que hay una deuda que Daniel sufre o sufrió, y es que no se adquiere obra. Los museos que hubieran podido comprar su obra no la compraron. En el mundo del toreo, le decía yo, cuando eres cornado por una bestia, en ocasiones el torero no se da cuenta, por la adrenalina, y se dice que ‘la lleva’. Esta herida la lleva él”.
Antonio era admirador del compromiso de Daniel con el arte, de la forma en que su obra fue creciendo en relato y formato, de su fortaleza para seguir pintando pese al duelo por la muerte de su hijo y de la dignidad para buscar vender su obra, a veces por su propia cuenta. En esa última tarde recordó los encuentros entre amigos como si fuera una logia: “Daniel juntaba a escritores con pintores. Todo el mundo sabe que él quería ser escritor”.
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Esa historia con la escritura dio pie a la primera de mis conversaciones con Daniel:
—¿Qué hecho hizo que en un momento dijeras: “No voy a ser escritor”?
—En primer lugar, yo adquirí mi cultura a través de la biblioteca de mi padre y de mi abuelo, y también de la presencia de mi padre como pintor. Toda mi infancia leí. No se entendería nada de lo que soy sin la literatura. Fui un niño solitario, pasé de escuela en escuela en México y en Europa, y mi mundo firme, mi tierra firme y mi pertenencia, eran los libros. Tuve en mi infancia 15 casas diferentes. Era un nómada y lo que nos acompañaba a mi padre y a mí eran los libros. Cuando pasó el tiempo, quise convertirme en escritor, pero no tenía una capacidad narrativa, yo pensaba en una asociación de imágenes; consideré la poesía o la novela gráfica, pero no. Me dije: “A ver: ¿para qué me hago tonto? La mitad de mi educación sentimental y cultural ha sido en la pintura”.
La elección era casi natural, pues. El padre de Daniel tenía una gran colección de libros de pintura universal, y él creció viéndolo pintar. Sin embargo, rechazó durante un tiempo la idea de ser igual que su padre. Hasta que, gracias a una novia que estudiaba en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (enap) de la UNAM, conoció la Academia de San Carlos, y abrió los ojos: “Este es mi mundo. No pertenezco a ningún otro, ni a una biblioteca ni a una escuela de letras”. Fue una cosa sensorial: el olor y la visualidad del taller. La literatura se volvió su soporte, fuente de referencias, y ya no su forma de decir las cosas.
Los amigos admiran la disciplina y rigor de Daniel a la hora de pintar, cualidades que mantiene, por ejemplo, cuando hace libros. Víctor Mendoza, director de la Galería Hilario Galguera, recuerda el proceso de edición de La madre pródiga: durante varios meses, todas las noches, el artista, el equipo editorial y el curador Erik Castillo se sentaron a cuidar la edición. Daniel incluso participa en el montaje de sus exposiciones, si le es posible.
Calera-Grobet, Castillo y Mendoza exaltan otras facetas, como las de conversador, melómano, parrillero singular, degustador tanto de unos tacos en la calle como de una cabrería en la colonia San Rafael. “Un bon vivant”, lo define Castillo.
Más peculiar todavía es su faceta de restaurador de autos, actividad que, opina Erik Castillo, no está desvinculada de la creación artística: “[Daniel] conoce todo: los manuales, los puntos de venta de refacciones, las subastas, los clubes… Como en la restauración de coches, en su obra tú notas que todo está puesto donde debe ir, porque tiene una pasión por las cosas bien hechas. Daniel es un pintor que sabe con qué componentes trabajar y los conoce al 100; siempre ha hablado de la caja de herramientas del pintor”.


De un pintor romántico, un hijo pintor renacentista
Alberto Lezama, el ya fallecido padre de Daniel, fue un pintor bohemio, bodegonista y copista, en el recuerdo de su hijo. Era alguien más interesado en hacer cuadros vendibles que en hacer una obra propia.
A mediados de los años sesenta, en uno de sus periplos por Europa, Alberto Lezama fue invitado por un magnate texano, a quien conoció en el Museo del Louvre, a ser su pintor de cabecera, en una especie de mecenazgo. En esa idea renacentista que tenía de la vida, el plan le pareció perfecto, solo que terminó enamorándose de la secretaria del magnate, la madre de Daniel, Glenda Brown, con quien estuvo casado por cuatro años.
Aunque la pareja vivía en Estados Unidos, el padre decidió que el nacimiento del que habría de ser su primer y único hijo fuera en suelo mexicano. Una decisión contradictoria hasta cierto punto, porque, como apunta Daniel, su padre odiaba México con toda el alma. “Sentía que México era sucio, profundo, misterioso, oscuro; era muy exquisito. Un temperamento contrario al mío, totalmente”.
Daniel nació en el entonces Distrito Federal, el 10 fue en agosto de 1968, dos meses antes de los Juegos Olímpicos y de la Noche de Tlatelolco. Aunque los cuatro primeros años de su vida los vivió en Texas, México se tornó en fantasía y calor, útero, una “matria”. Se enamoró de ese país sucio, profundo, misterioso y oscuro.
—¿Qué te atraía de México?
—Mi relación con mi madre fue lejana, de hecho, lo es; en cambio, México era cálido, eran los olores de los mercados, la Navidad llena de luces, la casa de mi abuelo medio ruinosona: era belleza, madera, complejidad. México era totalmente uterino y aún lo es. Como niño percibía la diferencia como el día y la noche. Mi noción de lo materno se trasladó al territorio, y México se volvió la madre en mi psique infantil. Cuando volvía aquí era como si regresara al origen.
A los cuatro años, Daniel llegó a vivir a México. Sin embargo, el padre mantuvo su vida de periplos y se lo llevó a París poco después. Ahí se afianzó una educación en el centro de la cultura occidental, que se volvió para Daniel un refugio intelectual, mientras se acentuaba la noción de México como refugio sentimental.
Para cuando volvieron a residir en México, el niño ya tenía una formación escolar avanzada; hablaba francés, inglés y español. Por ello, la educación a partir de entonces fue por fuera del sistema escolar, en una especie de homeschooling. La rutina se componía de estudiar con apoyo del padre o por su cuenta, de leer en la biblioteca del abuelo y de ver al padre pintar.
Las bibliotecas son lugares de la misma naturaleza que los estudios del pintor. Se vuelven sitios de hallazgos, asociaciones, referencias a la espera de ser tomadas. La conversación con Daniel podría arrancar y finalizar en los libros: uno de los primeros recuerdos de sus lecturas de niño es el de la poesía de Edgar Allan Poe. Tras su estancia en Europa, entre los 14 y los 15 años, recuperó su amor por México a través de los libros del abuelo: los de la Revolución y la novela posrevolucionaria, y autores como Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Octavio Paz, Jorge López Páez, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo, Ricardo Garibay —otro exiliado morelense, de quien es fanático—. Dado a las asociaciones, a tomar de aquí y allá, Daniel descubrió al mismo tiempo Pedro Páramo y Cumbres borrascosas, un hallazgo sobre el que se pregunta todavía: “¿Cómo es que un mundo pueda ser tan igual y tan diferente a otro?”. A los 15 años encontró a Rimbaud, que como figura y pensador lo sigue acompañando.
“En ese momento mi sensibilidad se formó. Primero era una sensibilidad romántica, luego la de la literatura europea y la literatura mexicana (y el cruce de esos mundos) y, luego, mi origen americano. Yo amaba las cosas de la cultura de Estados Unidos que en México difícilmente se entienden: los coches, la comida con su sencillez, el sur; me formé también con Mark Twain, Ray Bradbury, Tom Wolfe y Carson McCullers”.
Tras una estancia corta en Cuernavaca, donde Daniel descubrió el placer del trópico y su propia adolescencia, el padre emprendió el sueño de construir una casa en torno a los volcanes, en Tlalmanalco, Estado de México, un paisaje que conoce y pinta de memoria.
—¿Cuál fue la importancia de ese paisaje de volcanes en tu adolescencia y juventud?
—Total. Yo de por sí tenía una sensibilidad romántica, y el contacto con la naturaleza la detona. Lo curioso es que mi padre me llevaba de niño, episódicamente, a caminatas muy largas en los volcanes; nos quedábamos una noche en las montañas y subíamos hasta la nieve a veces. Cuando nos fuimos a vivir ahí, se volvió una realidad cotidiana, y encontré, literalmente, la tierra, las montañas, la naturaleza propia. Fue un despertar mental.
—¿Dibujabas entonces esos paisajes?
—No, los guardaba en el archivo mental. Me ha gustado mapear los bosques, los árboles; caminaba muchísimo las montañas, agarraba un machete, cortaba una vara y me iba al monte.
—También el Centro Histórico de la Ciudad de México ha sido determinante en tu obra. ¿Cómo llegas a trabajar ahí?
—El centro fue mi habitáculo, mi lugar de encuentro con México en muchas formas. Cuando era niño, existía con mi padre la idea de “vamos al centro”. Era echarnos todo el día, de compras, caminando y viendo gente, o íbamos a ver a mi abuelo, que tenía ahí su laboratorio. Mi fascinación por el centro empezó por su arquitectura; tenía una manía clasificatoria: veía los edificios y los identificaba por la piedra, la cantera, o por el siglo del que eran. En el 82, al tiempo que estamos en Tlalmanalco, mi padre le pide a un amigo que le preste un espacio en un edificio de la calle Luis Moya. En la planta media, él pintaba y yo estudiaba. Ahí mismo, en el 99, puse mi estudio, un piso más arriba del que tenía mi padre.
Daniel regresó cotidianamente al centro cuando ingresó a la escuela (estudió en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, pero su formación no la tomó en Xochimilco, sino en San Carlos, donde había un programa de excelencia). San Carlos significó las grandes amistades, la camaradería, la farra, la fiesta, los antros. Y ahí descubrió el lado oscuro del centro: un submundo, un México primitivo, “el de Los hijos de Sánchez, la vecindad, los migrantes, los vendedores, los indígenas. Un México de una sofisticación increíble”, describe Daniel.
En suma, tener ese estudio en el centro fue una declaración de principios. “Fue una influencia crucial en mi trabajo, para recorrer, conocer, probar, imaginar, ver… Ahí se gestaron algunas de las series más importantes, pero eran influencia de lo que traía de toda mi vida. Mi vida está marcada por unas coincidencias y por unas circunstancias muy inusuales”.
Esos dos territorios, el centro de la Ciudad de México y la región de los volcanes, son escenarios del documental La nación interior (2014), que realizó el cineasta Bulmaro Osornio, acerca de la obra y vida de Daniel Lezama. Ahí, en paralelo, la cámara sigue por la ciudad a Reyna Cuenca, la esposa de Daniel, su anima, como la llamará después en la entrevista. Y sigue al pintor que, con amigos como Erik Castillo e Hilario Galguera, camina por los territorios de los volcanes. De característico sombrero y con una vara por bastón, el pintor parece el viajero de una de sus pinturas; lo vemos arrojando al viento las cenizas de su padre y pintando para él una vista de esos volcanes que se sabe de memoria.
—¿Qué pensaba tu padre de tu pintura?
—Mi padre tenía ideas muy raras sobre la pintura, sus opiniones eran positivas, pero al mismo tiempo entrañaban perplejidad frente a mi forma de ver las cosas. Él murió en 2002 y, realmente, conoció mi primera etapa, que era una pintura muy violenta, muy gestual. Su principal sorpresa positiva era que yo usaba mucho más material que él, y que yo era una persona muy libre. Pero cuando empecé a trabajar más académicamente, él no entendía por qué los temas eran tan fuertes: “¿Quién te los va a comprar?”.

La caja de herramientas
Daniel no ha querido hacer arte abstracto. Lo que ha buscado es construir imágenes, lo contrario a la abstracción. Pero sus imágenes no son reales ni pretenden documentar o testimoniar: “Mi obra no representa un lugar en particular. Es la creación de un tiempo y un lugar. Es todo el esfuerzo de crear otra realidad a partir de nada y de todo, todo lo que está aquí está sujeto a participar en esa realidad, pero a la vez nada está designado para participar. Ahí es donde está la caja de herramientas, que es la historia de la pintura y el legado pictórico. Me refiero a los modos de ver en la pintura: composición, dinámica, tono emocional: amoroso, turbulento, melancólico, frenético, lento…
”Cada pintura es como una persona, tiene características emocionales que te van a saltar a la vista, te van a influenciar o te van a retar. Sin esa caja de herramientas no puedes hacer nada más que tallarle con las manos. Lo que soy como pintor es 50% haber adquirido esa caja de herramientas y haber aprendido a usarla (no nada más es comprarla). En el momento en que el joven pintor ve la pintura como una aliada o como una ventana [por] la cual meterse, es cuando está aprendiendo a no tenerle miedo. Es paradójico: tiene uno miedo a todo lo que hay que hacer o aprender, pero es una ruta que tiene que ser hecha con enjundia, con ganas de la aventura”.
En los primeros años, todavía Daniel pensaba que tal ruta exigía actos de presentación, que debía demostrar algo. Hacía bocetos, tanto a lápiz como al óleo: dibujaba todos los personajes de un cuadro, como una especie de muleta para llegar a la obra terminaba. Parte de ellos quedó en el Cuaderno de bocetos, que Antonio Calera-Grobet editó en Mantarraya (2012). Ese ejercicio del boceto le permitió un dominio tal que para La madre pródiga —quizás la más grande sus pinturas— trabajó alrededor de cuatro meses y creó más de 40 bocetos, pero el lienzo en sí lo pintó en 20 días.
—¿Cómo fueron esos primeros años?
—En la escuela me movía demostrar que la pintura era una fuerza vigente, demostrarlo en un sentido teórico; yo tenía un círculo de amigos y de gente que criticaba la pintura, la consideraban muerta, o que tenías que ser muy exquisito para poder hablar de ella. Mi primera lucha fue por demostrarles que yo podía ganarles en su propio juego. Luego pasé a una etapa donde yo planteaba sombras sobre escenarios; mi idea consistía en que la pintura era una puesta en escena: toda pintura es un teatro. Pero me di cuenta de que eso no me satisfacía, porque al final solo ibas a poner en escena este teatro, y solo estaba haciendo tiempo para llegar a la ventana.
—¿Qué es la ventana?
—Es el cuadro que asume lo que estás planteando, sin trucos. La ventana son las que llamaría “imágenes libres”, libres de tener que demostrar que estás haciendo pintura. Nunca he olvidado que la pintura es un artificio y es un teatro, pero ya no tengo que demostrarle a nadie que la ventana tiene que existir. La ventana y la alegoría vinieron de la mano. No existe en mi trabajo la ventana simple, sino la que tiene una razón alegórica, subjetiva o personal, [con la que] estás generando un escenario que no existía. Me refiero a construir una escena que tiene varias lecturas encimables o, por lo menos, una completamente ajena a la que aparentemente está sucediendo ahí.
Como otra herramienta, Daniel Lezama echa mano del ejercicio de la clasificación, el mismo que el del niño que distinguía edificios del centro o el del joven que mapeó plantas y árboles de los volcanes. Pero en ello no se ve a sí mismo profundizando; por eso juega a nombrarse “maestro de la ojeada”.
“Yo ojeo mitos, referencias, sensaciones, y ahí empiezo a abordar, pero no puedo clavarme afuera de mi pintura en algo; nunca en mi pintura ha habido obsesión por un tema. A ver: ¿necesito inventarme un petate? Es más o menos así... O ¿cómo era el mito de Adán y Eva? O que vi en una revista de Arqueología Mexicana, en la cola de la caja de un Walmart, un torzal, una especie de popote de obsidiana torcido, y leo: ‘Para la mitología mexica el torzal era un taladro que pasaba del cielo a la tierra’. Cierro la revista, pago mi súper y me pongo a pensar en eso. No sé más que eso. Pero todo [el grupo de obra de] ‘Tamoanchan’ es parte de que estaba viendo esa revista de Arqueología Mexicana. O sea, no soy especialista en nada, pero mis ojeadas son fuertes; extraigo la idea de la imagen. Es lo apasionante de mi trabajo, la posibilidad de usar cualquier cosa, desde lo más sagrado hasta lo más nimio, burdo, insignificante.
“Descubrí a un pensador francés, Pascal Quignard, que habla de las sordidissimes, que son las cosas absolutamente insignificantes: la semilla de un árbol, unas gotas de sangre, la superficie de un vidrio mojado; [dice] que en las cosas pequeñas está la semilla de la vida, de la construcción del universo. Entendí que a mí me gustaba la sordidissime, el encuentro con lo que no se suele ver. Esa sensibilidad, al final, es la base de todo lo que he hecho. Porque incluso, cuando yo era niño, México era algo nimio y las cosas feas, raras, escondidas nadie las ve, nadie las pinta y nadie las fotografía. Y empieza a llenarse el mundo de cosas no vistas”.

Estructura primordial de México
—¿Cómo fue el proceso para la exposición y la obra de “La madre pródiga”?
—Entre 2003 y 2008 fue el proceso que llevó a “La madre pródiga”; el tema central es la matria mexicana. Empiezo a tocar el tema sensible de la identidad mexicana, y me doy cuenta de que estoy pisando callos, que estoy pisando mis propios callos, pero que ahí hay un gran caudal.
—¿Qué callos pisaste y te pisaste?
—Un poco el tema [de] lo no visto, de lo no visible. Yo observaba mucho la pintura mexicana del siglo XIX y me daba cuenta de que había existido algo underground, una pintura menos famosa, en la que se colaba el México real, y otra que era visible, la de los premios, la más conocida de los museos. Y yo decía: “México se ha pintado desde hace, no sé, ¿300 años?, pero México casi siempre se le ha escapado a su propia pintura, ¿por qué?”. Fue cuando empecé a cruzar la frontera entre lo que era socialmente aceptable pintar y lo que no. Fue cuestionar también la realidad del medio donde se estaba dando una contemporización, acercándose al arte conceptual sin haber finiquitado la historia.
Así, Daniel comenzó a inventar esas historias de vecindad, de personajes populares, pero fijando un límite: sin entrar en estereotipos. Lo guio un poeta y ensayista rumano, Panait Istrati, que dijo una frase que cita Cioran: “El personaje elimina a la persona”. Daniel se dio cuenta de que el arte popular mexicano, al convertirse en personaje digno de apodo, de vodevil, perdía la dignidad. Y ejemplifica con El Chavo del 8: “Es puro personaje, cero humanidad, o Pepe el Toro”. Por eso, argumenta, causó tanto revuelo Los olvidados: “Buñuel tuvo el descaro de que todos esos olvidados [fueran] personajes, pero personajes completamente ajenos a la idea de lo que hace un personaje. Es una lección de arte. Entonces saqué de mi trabajo todo lo que pudiera ser una estereotipia”.
Esas son las cosas que estaban en la cabeza del pintor en el proceso de “La madre pródiga”: la estructura primordial de México, el hombre vencido, la madre y sus hijos. Una estructura que se deriva de todas sus lecturas de Octavio Paz, Santiago Ramírez, Samuel Ramos. “Siento que nunca se había hecho un esfuerzo como el mío de ahondar en imágenes en esa psique mexicana”, afirma.
—En otro grupo de obra, “Viajeros”, hubo un proceso de investigación muy diferente, con el curador Erik Castillo...
—Me encanta que le digas proceso de investigación, porque en realidad fue algo azaroso… O sea: un par de conversaciones, un par de borracheras, un par de textos deslumbrantes que leo y que me hacen pensar en cosas que no tienen nada que ver, pero que están emparentadas ahí. Suena profundo decir “investigación”, pero fue más un tema de la intuición que generan esos encuentros. Él [Erik] es un sujeto privilegiado de referencias y hallazgos. “Viajeros” es casi el resultado de una frase que escribe en La madre pródiga: soy “el primer artista viajero”, y esa intuición suya detonó esa serie. […] Entendí lo que yo había vivido toda mi vida, de que yo era un extraño en mi propio país. Esa no identidad o identidad difusa es tu identidad. La pregunta sobre la identidad es tu identidad. Eso es ser mexicano.
—La infancia en tu obra es muy importante. Niñas y niños, a veces como metáfora de una esperanza…
—Es muy positiva su presencia siempre. Es una metáfora directa de la inocencia de la mirada, de la mirada despojada y, curiosamente, se asocia mucho con la imagen en general del desnudo [en] mi trabajo. La idea de despojarte de atavíos, y despojarte de simulaciones, máscaras, capas, extrasignificaciones. Yo prefiero dar las significaciones a través de elementos puntuales. O sea, para un niño es imposible simular; no tiene la capacidad, está cercano al origen y representa, para mí, lo primario, la mirada, el sueño. La presencia de la infancia, excesivamente inocente, hasta el punto del extremo, lo inquietante... Habla de una inocencia que te avasalla, que tiene un poder.
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Altos contrastes
Buena parte de las obras de Daniel Lezama se encuentran en colecciones privadas. Lamentablemente, La madre pródiga no está en México; pertenece a la colección Hermes Trust, que formó Francesco Pellizzi, antropólogo y catedrático. Varias de las obras de “Viajeros” y algunas de otros periodos pertenecen a la colección Murderme, del artista Damien Hirst. Más obras están en el Museo del Barrio de Nueva York, el Museo de Arte de Dallas, la Sammlung Essl y la Black Coffee Foundation.
Entre las obras que se encuentran en colecciones en México figura La muerte del Tigre de Santa Julia, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (que también alberga un desnudo). Carta para Agnes Egerton por E. Pingret está en el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la UNAM. El Museo Arocena, en Torreón, resguarda IXEstudiante disfrazada, y el de Arte Contemporáneo de Oaxaca tiene la pintura con la que ganó el premio de Adquisición de la Bienal Tamayo, en 2001, La niña muerta. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público conserva varias piezas a partir del programa Pago en Especie.
Sus obras, que lo han llevado a recibir en ocho ocasiones becas y estímulos del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales, antes llamado Fonca, se han expuesto en individuales en el Museo de Arte Moderno, el de la Ciudad de México, el de Arte de Zapopan, el Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano o, claro, en la Galería Hilario Galguera, que es la que lleva su obra, y donde, por cierto, celebró su matrimonio con Reyna.
Pero justo Calera-Grobet recordaba que a Daniel le interesaba también llegar a otros públicos; que con entusiasmo ponía sus obras en espacios entre amigos, por ejemplo, en la cantina La Insurgente, o que se lanzaba en busca de otros muros. Una vez, por ejemplo, se fueron juntos a Morelos en la combi de Calera-Grobet, con los cuadros ahí mismo, para exponerlos y dar una conferencia después.
Daniel hace pausas en las entrevistas, a veces para comer unas papas fritas y tomar un tehuacán. En otros momentos acompaña la conversación con un puro y acepta hablar de temas que, aunque parecen salirse del arte, regresan prodigiosamente a él.
—¿Te has hecho tatuajes?
—No, no tengo tatuajes. Tengo muchos lienzos como para pensar que soy el [lienzo] adecuado. Una forma de mantenerse uno mismo en disposición al mundo es no marcar tu cuerpo. No digo que no esté bien, pero la noción del tatuaje como un proceso [para] llenar una superficie (porque actualmente ya es cosa de llenado) es lo contrario a un proceso de apertura. El pensar que los eventos contingentes deben quedar en tu piel es tratar de hacer eco en tu cuerpo de una incidencia que no puedes hacer por fuera. El cuerpo siempre tiene que estar listo para lo que sigue […], dejar en su justo lugar las experiencias. Yo fijo en el lienzo experiencias, vivencias, ideas, sensaciones, momentos, y los separo de mí, son como hijos: se van. Las imágenes tienen que nacer e irse, no quedarse plasmadas en un lugar donde no se pueden mover. Tampoco me gusta el muralismo por eso; cuando me han pedido murales han sido transportables.
—Dices que poco te importa cómo pasar a la historia. Antes los artistas tenían un lugar en la historia, ¿no es así hoy?
—En el mainstream occidental, la historia es una disciplina completamente desacreditada, lo cual es terrible; entonces, poner mis cartas o mi apuesta sobre el futuro a partir de la historiografía, pues no… Ciertamente no tengo fe. A través de mi vida, la posteridad nunca me ha parecido relevante. Las cosas que amas, los seres que amas, los recuerdos de tu vida son tuyos y a nadie más le importan. Es una cápsula que escondes, como un espejo enterrado. Yo nunca he creído en mi posteridad. No me interesa eso. Soy una persona que no le teme al futuro. No temo a la vejez; no creo llegar a ella. La creación siempre es en el momento; no creo que sea el lugar de temores o esperanzas. No espero nada más que vivir el momento. Muchas cosas me han enseñado a habitar el momento lo más plenamente posible.
Por ahora, lo que empieza a crecer es un jardín. Para Daniel, estar en Cuernavaca (“en estos últimos años de vida”) es como entrar al jardín del origen. Aunque su familia vive desde hace varios años en esa ciudad, el artista aún está en pleno proceso de “digestión espiritual” del tema-jardín. Metaboliza desde el simple hecho de habitar una casa con un jardín muy bello, grande, hasta el carácter liminal del jardín con el infierno: “Infierno de la naturaleza e infierno de la sociedad”, aclara.
—Quisiera hablar de la amistad, en particular con Antonio Calera-Grobet…
—Yo con Toño me quería muchísimo, era una relación muy cercana, con el corazón. Fuimos vecinos y amigos. En La Bota hice grandes amigos, como Arturo Ocampo, que fue mi asistente, compadre y mejor amigo, ahora en Cuernavaca. Hubo con Antonio una historia construida, camaradería, mucha fiesta, sincronía de mentes, sensibilidades antiguas, sensibilidades hacia los placeres… Compartimos una visión integral de la vida, como componente de la creación artística. Hay estilos diferentes de torear la vida y hacer de eso una faena, hacer de eso una obra. Y la suya fue muy distinta a la mía, pero eso jamás nos distanció; al contrario, nos identificábamos en nuestra meta, de alcance, de altura, en nuestra visión de un arte total, una vida total entregada plenamente a la vitalidad. Y claro, con los años esto se vuelve complejo de perseguir, y cada quien se va empantanando en sus propios demonios, sus propios terrenos, en las dificultades propias de su entorno, y las distancias físicas van creciendo.
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La construcción de los mitos
Reyna, la esposa de Daniel, está en buena parte de su obra. Es un arquetipo que se ha construido dentro del artista (“Acuérdate que Jung decía que el hombre construye el anima y la mujer construye el animus”).
Daniel se pasó la infancia y la juventud, construyendo arquetipos en su cabeza, a veces en dibujos. Es lo que considera “la verdadera búsqueda”, un armado de piezas hasta completar el arquetipo definitivo, el que lo mueve todo. “Cuando conoces a la persona, ese es un milagro. […] Ella estaba en mi imaginario antes de que la conociera, y hubo cosas que prefiguraron su llegada a mi vida —relata Daniel—. La conocí en el 97, y desde entonces, mi pintura [la] contiene, tomando un papel medular como una figura femenina que representa la matria mexicana, que representa el mestizaje, el anima de mi obra, el anima jungiana. Es como mi factótum para representar temas que tienen que ver con la identidad, temas sexuales, eróticos. […] Tengo la suerte de que Reyna me haya pasado, porque si no andaría errabundo por el mundo buscando mi anima”.
De nuevo, aparece lo femenino en el centro mismo de su obra. Es el elemento ordenador total, pero, por supuesto, hay otras figuras provenientes de la historiografía y el arte que llegan recurrentemente a sus cuadros. Dos, en particular: Juan Gabriel y Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco.
“De Nezahualcóyotl me gusta su hedonismo y sus ganas de jardinear. Jardinear, filosóficamente, significa cuidar, construir, hacer cosas. Es lo contrario de la administración o de la destrucción; Nezahualcóyotl fue rapaz, un gran guerrero, pero descubrió la posibilidad del placer, construyó jardines por ocio”, elabora el pintor.
Daniel cree que Nezahualcóyotl fue el único líder o gran figura respetada del mundo mexica que se dedicó con ahínco al arte y la pacificación y, “obviamente, se lo cargó la chingada”. Entonces, ejecuta uno de sus acostumbrados grandes saltos conceptuales: afirma que el equivalente contemporáneo del rey poeta es Juan Gabriel. Y es que el Divo de Juárez era el gran arte “en versión de estación de autobuses suburbana, como decía Monsiváis —recuerda Daniel, y abunda—: [Juan Gabriel] se comunicó no en los grandes museos ni en las grandes instituciones ni en las filarmónicas; pasó de voz en voz en la cultura popular y rural y urbana. Y se fue filtrando a través del inconsciente hasta llegar a todos los niveles, al punto que llegó a triunfar en Bellas Artes ante el presidente de la República y ante la plana mayor de la cultura y de la política en México. Es filtración desde abajo”.
Pero lo que en Juan Gabriel “hace ecuación” con Nezahualcóyotl es su filosofía de la reconciliación, razona Daniel. En todo momento, en su música y en su lírica, hay noción de la imperiosa necesidad de reconciliarse y de no pelearse, “y no me refiero a un pacifismo pendejo, me refiero a la noción misma de que la tragedia siempre se tiene que resolver en reconciliación”.
—Hace unos años advertías que México corría el peligro de quedarse en su infancia.
—Y eso pasó. Este país ha vuelto a la Edad de Piedra. Institucionalmente, cívicamente, espiritualmente, socialmente, estamos en uno de los peores momentos de la historia de México. Pero quiero darle un matiz: la historia tiene vaivenes y todos los vaivenes tienen una razón. El régimen presente tiene una razón de reacción al pasado; no quiere decir que se esté encaminando a la dirección correcta, quiere decir que era necesaria una especie de reivindicación o venganza histórica. El costo de esa reivindicación o venganza está por verse. Hasta ahora ha sido muy alto. Creo que nos urge más que nunca la renovación del sentido de la existencia de México.
El arte, que nadie lo dude, tiene un papel, o debería tenerlo, en esa reconstrucción del sentido. Pero Daniel es hipercrítico al respecto: “Estamos en una situación en la que la sociedad está girando hacia el conservadurismo disfrazado de liberalismo, y el arte ha perdido completamente su capacidad provocadora, reconstructiva, reconciliadora y cuestionante… Las obras existen aún, y están listas para que alguien las vea de otra manera de nuevo, no con disgusto o indignación. Ahorita, cualquier exposición relevante de arte, anterior a 1950, tiene que tener un curador que comente: ‘Esta era una época machista, era la guerra, una época donde no se entendían los derechos’. ¡Por favor!
”Estamos hablando de las ganas de reescribir la historia que tiene la sociedad actual, pero el arte, a menos que sea destruido (que no es imposible que suceda en algunos casos), está ahí, latente, agazapado, esperando volver a dialogar con el hombre, porque el arte es un espejo enterrado”.
El escenario con el que Daniel ejemplifica lo anterior despeja toda duda: “Yo ya no estoy produciendo la vagina equivalente a una Virgen de Guadalupe para una exposición pública. No quiere decir que esté dejando de hacerlo; lo estoy dejando de hacer en la esfera pública”.
—¿Crees que el mercado está determinando mucho de lo que se puede hacer hoy o no en el arte?, ¿cuál es tu caso?
—Ya el mercado del arte no depende de la gente que va al museo, que escucha al curador, que lee los libros, que sabe del artista, que entiende el rol del arte en un sentido histórico, sino simplemente del que puede comprar. Yo pienso que existe una regresión en el mercado y lo único que tiene que hacer el artista es seguir proponiendo y ser más sutil en su construcción…
Como años atrás, cuando con Calera-Grobet se iba con los cuadros en la combi a mostrarlos en otros espacios, Daniel hoy explora opciones de muestra y mercado. A veces, incluso va directamente con coleccionistas, pero no cede a la tentación de hacer “productos de fácil lectura”, pensados para no atorar el proceso de mercadología. Por eso es enfático en defender ese punto del cual no se retira, que es la propuesta medular de su trabajo: “Que los hechos que se presenten ahí [en el cuadro] respondan a una construcción multirreferencial, que venga de una interioridad y de una autenticidad mías, que me provea a mí el espejo que siempre me planteó el arte. Con eso no hay concesión, no hay cambio”.
—Vendrá otro tiempo para poder mirar esos espejos enterrados…
—Yo no apostaría a que fuera muy pronto. No es imposible si hubiera una vuelta a ciertos valores, pero lo siento muy improbable. Los tiempos de la historia son difíciles de predecir, y más ahora, [que] se están dando por días, semanas y minutos. Yo no creo en someter mi pintura a un juicio de 15 minutos cuando es el producto de una vida entera de trabajo y una concentración en 500 años de historia de la pintura. […] Tengo la expectativa de que la percepción humana no va a perderse, pero se va a volver patrimonio de unos cuantos, un reducto, por lo pronto y por mucho tiempo, tal vez.
—Tú eres un espectador de tu obra, en muchos sentidos y siempre.
—Soy el primero. El primero y el más crítico; el interventor y el más parcial de todos. Y también puedo ser imparcial, porque tengo una educación para verla de lejos. O sea, se hizo para mí finalmente. Todo, todo, todo, para mí. […] Yo puedo suavizar temas, pero no puedo cambiar mi punto de vista. Nunca. Mi punto de vista es un territorio que primero tuve que conquistar a través de los años y que tengo que sostener.
—Sigues conservando la mirada del viajero, como dice Erik Castillo.
—Siempre la voy a mantener, pero también el país ya viajó por sí mismo, lejos de mi mirada. Esa es una cosa que no te habría dicho hace años. Está cañón, ¿no? Primero cuando eres joven, inmaduro, eres un viajero, pero cuando maduras como persona, también el mundo viaja lejos de ti.
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“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia”.
Desde un jardín entre volcanes, bibliotecas, un fantasmal estudio en una calle del centro de la Ciudad de México y la necesidad de demostrar que la pintura tiene un lugar verdadero en el mundo, hasta llegar al mismísimo jardín del edén, donde no hay nada que demostrar y sí todo por sentir, Daniel Lezama, presencia definitoria del arte plástico mexicano, ha hecho un viaje de cinco lustros. Y aquí nosotros con él.
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En uno de los pocos autorretratos que ha hecho, el pintor Daniel Lezama aparece delante de los volcanes del Altiplano como un niño desnudo, de pie, que no tiene más equipaje que sus pinceles y un plato manchado de colores en su mano izquierda, mientras que en la otra carga un cuadro pequeño que en el reverso tiene las iniciales JMR. Hizo esa pintura en 2008, y se llama Autorretrato como J.M. Rugendas.
El Daniel que ahí está solo viste un sombrero como los que acostumbra usar en la adultez, de ala ancha, similar a un fedora deformado por tanto uso; su mirada firme, de promesa, conecta a través de unos lentes gruesos con la del espectador de la escena. En la cotidianidad, la mirada de Daniel no es fácil de encontrar: mientras habla va buscando con los ojos, con cierto nerviosismo, algo más allá, como quien intenta encontrar el submundo de las evidencias que se presentan entre él y su interlocutor.
Para Daniel, la infancia y la desnudez están asociadas: son un estar desprovisto de atavíos. Pero esa pintura también es una declaración sobre su decisión de ser artista; aunque la tomó hacia los 25 años, sus orígenes y territorios lo colocaron pronto en el camino.
El autorretrato es parte del conjunto de obras “Viajeros”, nacido en el estudio de la calle Luis Moya, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, que Daniel Lezama dejó cuando se fue a Cuernavaca con su familia, hace poco más de cinco años.
La luz natural de la capital morelense llena el nuevo estudio, que fue casa veraniega, en la cuesta de una montaña. Es una diferencia evidente con el de Luis Moya, que tuvo por casi tres décadas en un fantasmal edificio que pasó del esplendor porfiriano a ser una vecindad con renta congelada y, más tarde, bodega.
Tampoco se parecen los sonidos en los dos estudios: en Cuernavaca las chicharras son un ruido perpetuo, mientras que en México se encimaban, y aún deben encimarse, la campana del camión de la basura, el silbato del cartero, las rutinas del gasero y del vendedor de tamales, los coches, las cortinas de comercios y los diablitos que apuran mercancías.
Para llegar al estudio de Luis Moya había que subir unas ruinosas escaleras hasta el tercer piso (escaleras que a la fecha llevan a Daniel a recordar una fotografía de Manuel Álvarez Bravo); en Cuernavaca, en cambio, hay que descender por un camino de piedras y plantas por el que va guiando el pintor de 57 años y 1.88 metros (ya perdió un centímetro), que casi siempre lleva el sombrero, camisas sueltas y bermudas.
El nuevo estudio está en una calle que se llama Volcanes (es verdad que a Daniel lo persiguen las coincidencias); no tiene los techos altos del otro, donde pintó cientos de cuadros, entre los que figuran Cita bajo el volcán y Otros incidentes de viaje en Yucatán, ambos de más de tres metros de altura, o La madre pródiga, de 2.40 metros de alto por 6.40 de ancho.
Lo que sí tienen en común los dos estudios es la magia de taller y la atmósfera de proceso. La mirada tropieza con pinceles gruesos y tubos de colores Winsor & Newton que se han mezclado por su propia cuenta y riesgo; platos de peltre que él adapta como paleta y que sostiene con su mano izquierda cuando pinta; caballetes; cuadros volteados que esconden alegorías o retratos y una pintura que aún es boceto sobre el lino color ladrillo.
Ahí mismo, también hay objetos y artesanías que, aunque parecen ajenos, fueron o serán un día referencia en una pintura: una elotera, una caja de canicas, una ancestral capa de lluvia que perteneció al pintor Rafael Coronel o un torito de feria. Más allá, están las esculturas y la obra gráfica, géneros donde ha experimentado, pero que no entrañan el desafío de la pintura, la única en la que halla independencia y concentración.
Con todo y la magia que podemos palpar los visitantes, para Daniel sus estudios siempre han sido lugar de rutina laboral y un fin claro, bien separado de la vida familiar. Son como él, que, a decir de uno de sus amigos, el investigador y crítico de arte Erik Castillo, es un ser pragmático y, al mismo tiempo, un cultivador de la imaginación.
“Es muy duro para muchos entender que el arte es una mecánica y al mismo tiempo es una magia —dice Daniel en un momento de nuestras conversaciones—. Eso lo aprendes con Método de composición [ensayo también traducido como Filosofía de la composición], sobre cómo Edgar Allan Poe llegó a escribir El cuervo; es uno de los libros que te marcan de por vida”.
Y si bien acepta que los espacios determinan profundas influencias, ha comprendido que la obra que genera en ellos se gestó mucho antes, y que conecta con cosas que trae de toda la vida, de su identidad.
Un ir, venir y volver ha marcado la vida de este artista-niño-viajero, como lo describió Castillo, compañero en curadurías y ediciones. Lezama se ha movido entre una serie de territorios: la Ciudad de México, su colonia Narvarte y su Centro Histórico; la región de los volcanes en Tlalmanalco; el sur de Estados Unidos. En los dos países está su doble origen.
Hay también un ir y venir que no es físico, sino mental: un recorrido por los territorios de la poesía y la novela, por Arthur Rimbaud y Juan Rulfo; por Octavio Paz y Edgar Allan Poe; por Francisco de Goya y José Clemente Orozco; o por Juan Gabriel, cuyas canciones figuran y dan nombre a varias de sus pinturas, y a quien cita, por si se ofrece, en su hipotético epitafio: “Nunca del dolor he sido partidario”.
En el estudio de esa ciudad de jardines y albercas están naciendo otras pinturas de Daniel Lezama, otros colores. Ahora es un universo más íntimo; aunque ya había pintado con referencias a mitos bíblicos, construye un cuerpo de obra en torno al edén con sus primeros habitantes, pero de niños.
Sin entrar en detalles, porque todo se está procesando, sí revela que lo que tiene entre manos es más la narrativa del origen en todas sus formas que una obra específica sobre el mito judeocristiano. Esas nuevas pinturas, que también se conectan con el oficio de jardinear, tan querido para él, son en mediano y pequeño formato. Que no sean grandes es en parte por la altura del estudio, pero también porque el mercado del arte no está, dice, para obra de grandes dimensiones.
Un proceso metabólico en el alma del artista tiene lugar en ese estudio: “Apenas ahorita estoy haciendo propuesta de trabajo que tenga que ver con Cuernavaca. Yo no he tomado el tema de la inmediatez, de la anécdota, de la vida, de la circunstancia social, sino que voy digiriendo lentamente las cosas. El del alma es un proceso lento; es como un sistema digestivo de las imágenes, de los significados, de las energías”.
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La cornada que lleva el torero
En 1999 estaba a punto de nacer Gatopardo. Para el proyecto editorial se ideó incluir múltiples voces de América, desde Colombia, Venezuela y Argentina hasta Estados Unidos y México. Para el número cero se nos pidió a los colaboradores entrevistar a una joven promesa del arte. Desde México, yo propuse a Daniel Lezama.
Así fue la primera visita al estudio en Luis Moya. Años más tarde volvería allí para escribir en El Universal sobre nuevos grupos de obra, exposiciones y libros: “La gran noche mexicana”, “La madre pródiga”, “Cartas de viaje”, “Tamoanchan”, “Crisol”, “La compañía”, o para conversar sobre la cultura, el arte y la política mexicanas.
Veinticinco años después, Daniel Lezama ya no es una promesa del arte y, podemos aventurar, los desafíos que nos importan no son solo los que plantea el lienzo, sino también los que surgen de la vida, el mercado y una sociedad que, en sus palabras, hoy demanda arte de fácil lectura.
Lezama es creador de una de las obras más complejas en el arte mexicano de finales de siglo XX y de inicios del XXI. Es autor de una narrativa. No es poca cosa decir que tiene un universo propio; casi nadie logra algo así. Es un universo como la formación misma de la identidad, que es pasado y presente, luz y oscuridad, vida y muerte, belleza y dolor. Su obra siempre nos interroga.
Cuando Daniel aceptó esta entrevista, le pedí nombres de personas que pudieran hablar de él. El primero que soltó fue el del editor y escritor Antonio Calera-Grobet, su amigo, quien de inmediato dijo “sí”. Antonio fue una presencia particularmente amorosa en la vida de Daniel, incluso más allá de sus encuentros en La Bota o en El Covadonga —bares-restaurantes obligados para la comunidad artística en la Ciudad de México—, cuando una comida se podía tornar en una reunión de entrenamiento intelectual.
La conversación con Antonio Calera-Grobet tuvo lugar el 17 de mayo en un parque de la Narvarte, colonia en la que fueron vecinos. Tres meses más tarde, el 16 de agosto, Calera-Grobet murió en Yucatán. Fue tal vez la última entrevista que concedió.
Antonio era un ser ansioso y aquella tarde en la Narvarte lo estaba más: planeaba el cumpleaños 20 de su hostería La Bota, pero temía por el futuro de los recintos culturales en el centro de la ciudad, presionados por nuevos actores y mercados —no todos legales—. Sin embargo, se concentró en hablar de Daniel. Dijo que él no solo era pintor, sino también escritor, antropólogo, sociólogo, cineasta, cronista y dramaturgo, y algo más: un tremendo ejemplo de cómo las instituciones culturales olvidan a sus mejores artistas: “A veces hay una especie de dislocación de la capacidad crítica de un pueblo para asimilar a sus creadores y a veces no; el pueblo sí bailó con Rigo Tovar y con Juan Gabriel, y leyó a Ibargüengoitia. Pero, en ocasiones, hay una demora que es propiciada por la lentitud de las instituciones públicas para ponerlos en las palestras: si no tengo espacios para verte, si no tengo aparatos para verte y no sé ver, lo que está pasando es que estamos frenando la capacidad de ver. Creo que hay una deuda que Daniel sufre o sufrió, y es que no se adquiere obra. Los museos que hubieran podido comprar su obra no la compraron. En el mundo del toreo, le decía yo, cuando eres cornado por una bestia, en ocasiones el torero no se da cuenta, por la adrenalina, y se dice que ‘la lleva’. Esta herida la lleva él”.
Antonio era admirador del compromiso de Daniel con el arte, de la forma en que su obra fue creciendo en relato y formato, de su fortaleza para seguir pintando pese al duelo por la muerte de su hijo y de la dignidad para buscar vender su obra, a veces por su propia cuenta. En esa última tarde recordó los encuentros entre amigos como si fuera una logia: “Daniel juntaba a escritores con pintores. Todo el mundo sabe que él quería ser escritor”.
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Esa historia con la escritura dio pie a la primera de mis conversaciones con Daniel:
—¿Qué hecho hizo que en un momento dijeras: “No voy a ser escritor”?
—En primer lugar, yo adquirí mi cultura a través de la biblioteca de mi padre y de mi abuelo, y también de la presencia de mi padre como pintor. Toda mi infancia leí. No se entendería nada de lo que soy sin la literatura. Fui un niño solitario, pasé de escuela en escuela en México y en Europa, y mi mundo firme, mi tierra firme y mi pertenencia, eran los libros. Tuve en mi infancia 15 casas diferentes. Era un nómada y lo que nos acompañaba a mi padre y a mí eran los libros. Cuando pasó el tiempo, quise convertirme en escritor, pero no tenía una capacidad narrativa, yo pensaba en una asociación de imágenes; consideré la poesía o la novela gráfica, pero no. Me dije: “A ver: ¿para qué me hago tonto? La mitad de mi educación sentimental y cultural ha sido en la pintura”.
La elección era casi natural, pues. El padre de Daniel tenía una gran colección de libros de pintura universal, y él creció viéndolo pintar. Sin embargo, rechazó durante un tiempo la idea de ser igual que su padre. Hasta que, gracias a una novia que estudiaba en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (enap) de la UNAM, conoció la Academia de San Carlos, y abrió los ojos: “Este es mi mundo. No pertenezco a ningún otro, ni a una biblioteca ni a una escuela de letras”. Fue una cosa sensorial: el olor y la visualidad del taller. La literatura se volvió su soporte, fuente de referencias, y ya no su forma de decir las cosas.
Los amigos admiran la disciplina y rigor de Daniel a la hora de pintar, cualidades que mantiene, por ejemplo, cuando hace libros. Víctor Mendoza, director de la Galería Hilario Galguera, recuerda el proceso de edición de La madre pródiga: durante varios meses, todas las noches, el artista, el equipo editorial y el curador Erik Castillo se sentaron a cuidar la edición. Daniel incluso participa en el montaje de sus exposiciones, si le es posible.
Calera-Grobet, Castillo y Mendoza exaltan otras facetas, como las de conversador, melómano, parrillero singular, degustador tanto de unos tacos en la calle como de una cabrería en la colonia San Rafael. “Un bon vivant”, lo define Castillo.
Más peculiar todavía es su faceta de restaurador de autos, actividad que, opina Erik Castillo, no está desvinculada de la creación artística: “[Daniel] conoce todo: los manuales, los puntos de venta de refacciones, las subastas, los clubes… Como en la restauración de coches, en su obra tú notas que todo está puesto donde debe ir, porque tiene una pasión por las cosas bien hechas. Daniel es un pintor que sabe con qué componentes trabajar y los conoce al 100; siempre ha hablado de la caja de herramientas del pintor”.


De un pintor romántico, un hijo pintor renacentista
Alberto Lezama, el ya fallecido padre de Daniel, fue un pintor bohemio, bodegonista y copista, en el recuerdo de su hijo. Era alguien más interesado en hacer cuadros vendibles que en hacer una obra propia.
A mediados de los años sesenta, en uno de sus periplos por Europa, Alberto Lezama fue invitado por un magnate texano, a quien conoció en el Museo del Louvre, a ser su pintor de cabecera, en una especie de mecenazgo. En esa idea renacentista que tenía de la vida, el plan le pareció perfecto, solo que terminó enamorándose de la secretaria del magnate, la madre de Daniel, Glenda Brown, con quien estuvo casado por cuatro años.
Aunque la pareja vivía en Estados Unidos, el padre decidió que el nacimiento del que habría de ser su primer y único hijo fuera en suelo mexicano. Una decisión contradictoria hasta cierto punto, porque, como apunta Daniel, su padre odiaba México con toda el alma. “Sentía que México era sucio, profundo, misterioso, oscuro; era muy exquisito. Un temperamento contrario al mío, totalmente”.
Daniel nació en el entonces Distrito Federal, el 10 fue en agosto de 1968, dos meses antes de los Juegos Olímpicos y de la Noche de Tlatelolco. Aunque los cuatro primeros años de su vida los vivió en Texas, México se tornó en fantasía y calor, útero, una “matria”. Se enamoró de ese país sucio, profundo, misterioso y oscuro.
—¿Qué te atraía de México?
—Mi relación con mi madre fue lejana, de hecho, lo es; en cambio, México era cálido, eran los olores de los mercados, la Navidad llena de luces, la casa de mi abuelo medio ruinosona: era belleza, madera, complejidad. México era totalmente uterino y aún lo es. Como niño percibía la diferencia como el día y la noche. Mi noción de lo materno se trasladó al territorio, y México se volvió la madre en mi psique infantil. Cuando volvía aquí era como si regresara al origen.
A los cuatro años, Daniel llegó a vivir a México. Sin embargo, el padre mantuvo su vida de periplos y se lo llevó a París poco después. Ahí se afianzó una educación en el centro de la cultura occidental, que se volvió para Daniel un refugio intelectual, mientras se acentuaba la noción de México como refugio sentimental.
Para cuando volvieron a residir en México, el niño ya tenía una formación escolar avanzada; hablaba francés, inglés y español. Por ello, la educación a partir de entonces fue por fuera del sistema escolar, en una especie de homeschooling. La rutina se componía de estudiar con apoyo del padre o por su cuenta, de leer en la biblioteca del abuelo y de ver al padre pintar.
Las bibliotecas son lugares de la misma naturaleza que los estudios del pintor. Se vuelven sitios de hallazgos, asociaciones, referencias a la espera de ser tomadas. La conversación con Daniel podría arrancar y finalizar en los libros: uno de los primeros recuerdos de sus lecturas de niño es el de la poesía de Edgar Allan Poe. Tras su estancia en Europa, entre los 14 y los 15 años, recuperó su amor por México a través de los libros del abuelo: los de la Revolución y la novela posrevolucionaria, y autores como Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Octavio Paz, Jorge López Páez, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo, Ricardo Garibay —otro exiliado morelense, de quien es fanático—. Dado a las asociaciones, a tomar de aquí y allá, Daniel descubrió al mismo tiempo Pedro Páramo y Cumbres borrascosas, un hallazgo sobre el que se pregunta todavía: “¿Cómo es que un mundo pueda ser tan igual y tan diferente a otro?”. A los 15 años encontró a Rimbaud, que como figura y pensador lo sigue acompañando.
“En ese momento mi sensibilidad se formó. Primero era una sensibilidad romántica, luego la de la literatura europea y la literatura mexicana (y el cruce de esos mundos) y, luego, mi origen americano. Yo amaba las cosas de la cultura de Estados Unidos que en México difícilmente se entienden: los coches, la comida con su sencillez, el sur; me formé también con Mark Twain, Ray Bradbury, Tom Wolfe y Carson McCullers”.
Tras una estancia corta en Cuernavaca, donde Daniel descubrió el placer del trópico y su propia adolescencia, el padre emprendió el sueño de construir una casa en torno a los volcanes, en Tlalmanalco, Estado de México, un paisaje que conoce y pinta de memoria.
—¿Cuál fue la importancia de ese paisaje de volcanes en tu adolescencia y juventud?
—Total. Yo de por sí tenía una sensibilidad romántica, y el contacto con la naturaleza la detona. Lo curioso es que mi padre me llevaba de niño, episódicamente, a caminatas muy largas en los volcanes; nos quedábamos una noche en las montañas y subíamos hasta la nieve a veces. Cuando nos fuimos a vivir ahí, se volvió una realidad cotidiana, y encontré, literalmente, la tierra, las montañas, la naturaleza propia. Fue un despertar mental.
—¿Dibujabas entonces esos paisajes?
—No, los guardaba en el archivo mental. Me ha gustado mapear los bosques, los árboles; caminaba muchísimo las montañas, agarraba un machete, cortaba una vara y me iba al monte.
—También el Centro Histórico de la Ciudad de México ha sido determinante en tu obra. ¿Cómo llegas a trabajar ahí?
—El centro fue mi habitáculo, mi lugar de encuentro con México en muchas formas. Cuando era niño, existía con mi padre la idea de “vamos al centro”. Era echarnos todo el día, de compras, caminando y viendo gente, o íbamos a ver a mi abuelo, que tenía ahí su laboratorio. Mi fascinación por el centro empezó por su arquitectura; tenía una manía clasificatoria: veía los edificios y los identificaba por la piedra, la cantera, o por el siglo del que eran. En el 82, al tiempo que estamos en Tlalmanalco, mi padre le pide a un amigo que le preste un espacio en un edificio de la calle Luis Moya. En la planta media, él pintaba y yo estudiaba. Ahí mismo, en el 99, puse mi estudio, un piso más arriba del que tenía mi padre.
Daniel regresó cotidianamente al centro cuando ingresó a la escuela (estudió en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, pero su formación no la tomó en Xochimilco, sino en San Carlos, donde había un programa de excelencia). San Carlos significó las grandes amistades, la camaradería, la farra, la fiesta, los antros. Y ahí descubrió el lado oscuro del centro: un submundo, un México primitivo, “el de Los hijos de Sánchez, la vecindad, los migrantes, los vendedores, los indígenas. Un México de una sofisticación increíble”, describe Daniel.
En suma, tener ese estudio en el centro fue una declaración de principios. “Fue una influencia crucial en mi trabajo, para recorrer, conocer, probar, imaginar, ver… Ahí se gestaron algunas de las series más importantes, pero eran influencia de lo que traía de toda mi vida. Mi vida está marcada por unas coincidencias y por unas circunstancias muy inusuales”.
Esos dos territorios, el centro de la Ciudad de México y la región de los volcanes, son escenarios del documental La nación interior (2014), que realizó el cineasta Bulmaro Osornio, acerca de la obra y vida de Daniel Lezama. Ahí, en paralelo, la cámara sigue por la ciudad a Reyna Cuenca, la esposa de Daniel, su anima, como la llamará después en la entrevista. Y sigue al pintor que, con amigos como Erik Castillo e Hilario Galguera, camina por los territorios de los volcanes. De característico sombrero y con una vara por bastón, el pintor parece el viajero de una de sus pinturas; lo vemos arrojando al viento las cenizas de su padre y pintando para él una vista de esos volcanes que se sabe de memoria.
—¿Qué pensaba tu padre de tu pintura?
—Mi padre tenía ideas muy raras sobre la pintura, sus opiniones eran positivas, pero al mismo tiempo entrañaban perplejidad frente a mi forma de ver las cosas. Él murió en 2002 y, realmente, conoció mi primera etapa, que era una pintura muy violenta, muy gestual. Su principal sorpresa positiva era que yo usaba mucho más material que él, y que yo era una persona muy libre. Pero cuando empecé a trabajar más académicamente, él no entendía por qué los temas eran tan fuertes: “¿Quién te los va a comprar?”.

La caja de herramientas
Daniel no ha querido hacer arte abstracto. Lo que ha buscado es construir imágenes, lo contrario a la abstracción. Pero sus imágenes no son reales ni pretenden documentar o testimoniar: “Mi obra no representa un lugar en particular. Es la creación de un tiempo y un lugar. Es todo el esfuerzo de crear otra realidad a partir de nada y de todo, todo lo que está aquí está sujeto a participar en esa realidad, pero a la vez nada está designado para participar. Ahí es donde está la caja de herramientas, que es la historia de la pintura y el legado pictórico. Me refiero a los modos de ver en la pintura: composición, dinámica, tono emocional: amoroso, turbulento, melancólico, frenético, lento…
”Cada pintura es como una persona, tiene características emocionales que te van a saltar a la vista, te van a influenciar o te van a retar. Sin esa caja de herramientas no puedes hacer nada más que tallarle con las manos. Lo que soy como pintor es 50% haber adquirido esa caja de herramientas y haber aprendido a usarla (no nada más es comprarla). En el momento en que el joven pintor ve la pintura como una aliada o como una ventana [por] la cual meterse, es cuando está aprendiendo a no tenerle miedo. Es paradójico: tiene uno miedo a todo lo que hay que hacer o aprender, pero es una ruta que tiene que ser hecha con enjundia, con ganas de la aventura”.
En los primeros años, todavía Daniel pensaba que tal ruta exigía actos de presentación, que debía demostrar algo. Hacía bocetos, tanto a lápiz como al óleo: dibujaba todos los personajes de un cuadro, como una especie de muleta para llegar a la obra terminaba. Parte de ellos quedó en el Cuaderno de bocetos, que Antonio Calera-Grobet editó en Mantarraya (2012). Ese ejercicio del boceto le permitió un dominio tal que para La madre pródiga —quizás la más grande sus pinturas— trabajó alrededor de cuatro meses y creó más de 40 bocetos, pero el lienzo en sí lo pintó en 20 días.
—¿Cómo fueron esos primeros años?
—En la escuela me movía demostrar que la pintura era una fuerza vigente, demostrarlo en un sentido teórico; yo tenía un círculo de amigos y de gente que criticaba la pintura, la consideraban muerta, o que tenías que ser muy exquisito para poder hablar de ella. Mi primera lucha fue por demostrarles que yo podía ganarles en su propio juego. Luego pasé a una etapa donde yo planteaba sombras sobre escenarios; mi idea consistía en que la pintura era una puesta en escena: toda pintura es un teatro. Pero me di cuenta de que eso no me satisfacía, porque al final solo ibas a poner en escena este teatro, y solo estaba haciendo tiempo para llegar a la ventana.
—¿Qué es la ventana?
—Es el cuadro que asume lo que estás planteando, sin trucos. La ventana son las que llamaría “imágenes libres”, libres de tener que demostrar que estás haciendo pintura. Nunca he olvidado que la pintura es un artificio y es un teatro, pero ya no tengo que demostrarle a nadie que la ventana tiene que existir. La ventana y la alegoría vinieron de la mano. No existe en mi trabajo la ventana simple, sino la que tiene una razón alegórica, subjetiva o personal, [con la que] estás generando un escenario que no existía. Me refiero a construir una escena que tiene varias lecturas encimables o, por lo menos, una completamente ajena a la que aparentemente está sucediendo ahí.
Como otra herramienta, Daniel Lezama echa mano del ejercicio de la clasificación, el mismo que el del niño que distinguía edificios del centro o el del joven que mapeó plantas y árboles de los volcanes. Pero en ello no se ve a sí mismo profundizando; por eso juega a nombrarse “maestro de la ojeada”.
“Yo ojeo mitos, referencias, sensaciones, y ahí empiezo a abordar, pero no puedo clavarme afuera de mi pintura en algo; nunca en mi pintura ha habido obsesión por un tema. A ver: ¿necesito inventarme un petate? Es más o menos así... O ¿cómo era el mito de Adán y Eva? O que vi en una revista de Arqueología Mexicana, en la cola de la caja de un Walmart, un torzal, una especie de popote de obsidiana torcido, y leo: ‘Para la mitología mexica el torzal era un taladro que pasaba del cielo a la tierra’. Cierro la revista, pago mi súper y me pongo a pensar en eso. No sé más que eso. Pero todo [el grupo de obra de] ‘Tamoanchan’ es parte de que estaba viendo esa revista de Arqueología Mexicana. O sea, no soy especialista en nada, pero mis ojeadas son fuertes; extraigo la idea de la imagen. Es lo apasionante de mi trabajo, la posibilidad de usar cualquier cosa, desde lo más sagrado hasta lo más nimio, burdo, insignificante.
“Descubrí a un pensador francés, Pascal Quignard, que habla de las sordidissimes, que son las cosas absolutamente insignificantes: la semilla de un árbol, unas gotas de sangre, la superficie de un vidrio mojado; [dice] que en las cosas pequeñas está la semilla de la vida, de la construcción del universo. Entendí que a mí me gustaba la sordidissime, el encuentro con lo que no se suele ver. Esa sensibilidad, al final, es la base de todo lo que he hecho. Porque incluso, cuando yo era niño, México era algo nimio y las cosas feas, raras, escondidas nadie las ve, nadie las pinta y nadie las fotografía. Y empieza a llenarse el mundo de cosas no vistas”.

Estructura primordial de México
—¿Cómo fue el proceso para la exposición y la obra de “La madre pródiga”?
—Entre 2003 y 2008 fue el proceso que llevó a “La madre pródiga”; el tema central es la matria mexicana. Empiezo a tocar el tema sensible de la identidad mexicana, y me doy cuenta de que estoy pisando callos, que estoy pisando mis propios callos, pero que ahí hay un gran caudal.
—¿Qué callos pisaste y te pisaste?
—Un poco el tema [de] lo no visto, de lo no visible. Yo observaba mucho la pintura mexicana del siglo XIX y me daba cuenta de que había existido algo underground, una pintura menos famosa, en la que se colaba el México real, y otra que era visible, la de los premios, la más conocida de los museos. Y yo decía: “México se ha pintado desde hace, no sé, ¿300 años?, pero México casi siempre se le ha escapado a su propia pintura, ¿por qué?”. Fue cuando empecé a cruzar la frontera entre lo que era socialmente aceptable pintar y lo que no. Fue cuestionar también la realidad del medio donde se estaba dando una contemporización, acercándose al arte conceptual sin haber finiquitado la historia.
Así, Daniel comenzó a inventar esas historias de vecindad, de personajes populares, pero fijando un límite: sin entrar en estereotipos. Lo guio un poeta y ensayista rumano, Panait Istrati, que dijo una frase que cita Cioran: “El personaje elimina a la persona”. Daniel se dio cuenta de que el arte popular mexicano, al convertirse en personaje digno de apodo, de vodevil, perdía la dignidad. Y ejemplifica con El Chavo del 8: “Es puro personaje, cero humanidad, o Pepe el Toro”. Por eso, argumenta, causó tanto revuelo Los olvidados: “Buñuel tuvo el descaro de que todos esos olvidados [fueran] personajes, pero personajes completamente ajenos a la idea de lo que hace un personaje. Es una lección de arte. Entonces saqué de mi trabajo todo lo que pudiera ser una estereotipia”.
Esas son las cosas que estaban en la cabeza del pintor en el proceso de “La madre pródiga”: la estructura primordial de México, el hombre vencido, la madre y sus hijos. Una estructura que se deriva de todas sus lecturas de Octavio Paz, Santiago Ramírez, Samuel Ramos. “Siento que nunca se había hecho un esfuerzo como el mío de ahondar en imágenes en esa psique mexicana”, afirma.
—En otro grupo de obra, “Viajeros”, hubo un proceso de investigación muy diferente, con el curador Erik Castillo...
—Me encanta que le digas proceso de investigación, porque en realidad fue algo azaroso… O sea: un par de conversaciones, un par de borracheras, un par de textos deslumbrantes que leo y que me hacen pensar en cosas que no tienen nada que ver, pero que están emparentadas ahí. Suena profundo decir “investigación”, pero fue más un tema de la intuición que generan esos encuentros. Él [Erik] es un sujeto privilegiado de referencias y hallazgos. “Viajeros” es casi el resultado de una frase que escribe en La madre pródiga: soy “el primer artista viajero”, y esa intuición suya detonó esa serie. […] Entendí lo que yo había vivido toda mi vida, de que yo era un extraño en mi propio país. Esa no identidad o identidad difusa es tu identidad. La pregunta sobre la identidad es tu identidad. Eso es ser mexicano.
—La infancia en tu obra es muy importante. Niñas y niños, a veces como metáfora de una esperanza…
—Es muy positiva su presencia siempre. Es una metáfora directa de la inocencia de la mirada, de la mirada despojada y, curiosamente, se asocia mucho con la imagen en general del desnudo [en] mi trabajo. La idea de despojarte de atavíos, y despojarte de simulaciones, máscaras, capas, extrasignificaciones. Yo prefiero dar las significaciones a través de elementos puntuales. O sea, para un niño es imposible simular; no tiene la capacidad, está cercano al origen y representa, para mí, lo primario, la mirada, el sueño. La presencia de la infancia, excesivamente inocente, hasta el punto del extremo, lo inquietante... Habla de una inocencia que te avasalla, que tiene un poder.
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Altos contrastes
Buena parte de las obras de Daniel Lezama se encuentran en colecciones privadas. Lamentablemente, La madre pródiga no está en México; pertenece a la colección Hermes Trust, que formó Francesco Pellizzi, antropólogo y catedrático. Varias de las obras de “Viajeros” y algunas de otros periodos pertenecen a la colección Murderme, del artista Damien Hirst. Más obras están en el Museo del Barrio de Nueva York, el Museo de Arte de Dallas, la Sammlung Essl y la Black Coffee Foundation.
Entre las obras que se encuentran en colecciones en México figura La muerte del Tigre de Santa Julia, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (que también alberga un desnudo). Carta para Agnes Egerton por E. Pingret está en el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la UNAM. El Museo Arocena, en Torreón, resguarda IXEstudiante disfrazada, y el de Arte Contemporáneo de Oaxaca tiene la pintura con la que ganó el premio de Adquisición de la Bienal Tamayo, en 2001, La niña muerta. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público conserva varias piezas a partir del programa Pago en Especie.
Sus obras, que lo han llevado a recibir en ocho ocasiones becas y estímulos del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales, antes llamado Fonca, se han expuesto en individuales en el Museo de Arte Moderno, el de la Ciudad de México, el de Arte de Zapopan, el Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano o, claro, en la Galería Hilario Galguera, que es la que lleva su obra, y donde, por cierto, celebró su matrimonio con Reyna.
Pero justo Calera-Grobet recordaba que a Daniel le interesaba también llegar a otros públicos; que con entusiasmo ponía sus obras en espacios entre amigos, por ejemplo, en la cantina La Insurgente, o que se lanzaba en busca de otros muros. Una vez, por ejemplo, se fueron juntos a Morelos en la combi de Calera-Grobet, con los cuadros ahí mismo, para exponerlos y dar una conferencia después.
Daniel hace pausas en las entrevistas, a veces para comer unas papas fritas y tomar un tehuacán. En otros momentos acompaña la conversación con un puro y acepta hablar de temas que, aunque parecen salirse del arte, regresan prodigiosamente a él.
—¿Te has hecho tatuajes?
—No, no tengo tatuajes. Tengo muchos lienzos como para pensar que soy el [lienzo] adecuado. Una forma de mantenerse uno mismo en disposición al mundo es no marcar tu cuerpo. No digo que no esté bien, pero la noción del tatuaje como un proceso [para] llenar una superficie (porque actualmente ya es cosa de llenado) es lo contrario a un proceso de apertura. El pensar que los eventos contingentes deben quedar en tu piel es tratar de hacer eco en tu cuerpo de una incidencia que no puedes hacer por fuera. El cuerpo siempre tiene que estar listo para lo que sigue […], dejar en su justo lugar las experiencias. Yo fijo en el lienzo experiencias, vivencias, ideas, sensaciones, momentos, y los separo de mí, son como hijos: se van. Las imágenes tienen que nacer e irse, no quedarse plasmadas en un lugar donde no se pueden mover. Tampoco me gusta el muralismo por eso; cuando me han pedido murales han sido transportables.
—Dices que poco te importa cómo pasar a la historia. Antes los artistas tenían un lugar en la historia, ¿no es así hoy?
—En el mainstream occidental, la historia es una disciplina completamente desacreditada, lo cual es terrible; entonces, poner mis cartas o mi apuesta sobre el futuro a partir de la historiografía, pues no… Ciertamente no tengo fe. A través de mi vida, la posteridad nunca me ha parecido relevante. Las cosas que amas, los seres que amas, los recuerdos de tu vida son tuyos y a nadie más le importan. Es una cápsula que escondes, como un espejo enterrado. Yo nunca he creído en mi posteridad. No me interesa eso. Soy una persona que no le teme al futuro. No temo a la vejez; no creo llegar a ella. La creación siempre es en el momento; no creo que sea el lugar de temores o esperanzas. No espero nada más que vivir el momento. Muchas cosas me han enseñado a habitar el momento lo más plenamente posible.
Por ahora, lo que empieza a crecer es un jardín. Para Daniel, estar en Cuernavaca (“en estos últimos años de vida”) es como entrar al jardín del origen. Aunque su familia vive desde hace varios años en esa ciudad, el artista aún está en pleno proceso de “digestión espiritual” del tema-jardín. Metaboliza desde el simple hecho de habitar una casa con un jardín muy bello, grande, hasta el carácter liminal del jardín con el infierno: “Infierno de la naturaleza e infierno de la sociedad”, aclara.
—Quisiera hablar de la amistad, en particular con Antonio Calera-Grobet…
—Yo con Toño me quería muchísimo, era una relación muy cercana, con el corazón. Fuimos vecinos y amigos. En La Bota hice grandes amigos, como Arturo Ocampo, que fue mi asistente, compadre y mejor amigo, ahora en Cuernavaca. Hubo con Antonio una historia construida, camaradería, mucha fiesta, sincronía de mentes, sensibilidades antiguas, sensibilidades hacia los placeres… Compartimos una visión integral de la vida, como componente de la creación artística. Hay estilos diferentes de torear la vida y hacer de eso una faena, hacer de eso una obra. Y la suya fue muy distinta a la mía, pero eso jamás nos distanció; al contrario, nos identificábamos en nuestra meta, de alcance, de altura, en nuestra visión de un arte total, una vida total entregada plenamente a la vitalidad. Y claro, con los años esto se vuelve complejo de perseguir, y cada quien se va empantanando en sus propios demonios, sus propios terrenos, en las dificultades propias de su entorno, y las distancias físicas van creciendo.
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La construcción de los mitos
Reyna, la esposa de Daniel, está en buena parte de su obra. Es un arquetipo que se ha construido dentro del artista (“Acuérdate que Jung decía que el hombre construye el anima y la mujer construye el animus”).
Daniel se pasó la infancia y la juventud, construyendo arquetipos en su cabeza, a veces en dibujos. Es lo que considera “la verdadera búsqueda”, un armado de piezas hasta completar el arquetipo definitivo, el que lo mueve todo. “Cuando conoces a la persona, ese es un milagro. […] Ella estaba en mi imaginario antes de que la conociera, y hubo cosas que prefiguraron su llegada a mi vida —relata Daniel—. La conocí en el 97, y desde entonces, mi pintura [la] contiene, tomando un papel medular como una figura femenina que representa la matria mexicana, que representa el mestizaje, el anima de mi obra, el anima jungiana. Es como mi factótum para representar temas que tienen que ver con la identidad, temas sexuales, eróticos. […] Tengo la suerte de que Reyna me haya pasado, porque si no andaría errabundo por el mundo buscando mi anima”.
De nuevo, aparece lo femenino en el centro mismo de su obra. Es el elemento ordenador total, pero, por supuesto, hay otras figuras provenientes de la historiografía y el arte que llegan recurrentemente a sus cuadros. Dos, en particular: Juan Gabriel y Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco.
“De Nezahualcóyotl me gusta su hedonismo y sus ganas de jardinear. Jardinear, filosóficamente, significa cuidar, construir, hacer cosas. Es lo contrario de la administración o de la destrucción; Nezahualcóyotl fue rapaz, un gran guerrero, pero descubrió la posibilidad del placer, construyó jardines por ocio”, elabora el pintor.
Daniel cree que Nezahualcóyotl fue el único líder o gran figura respetada del mundo mexica que se dedicó con ahínco al arte y la pacificación y, “obviamente, se lo cargó la chingada”. Entonces, ejecuta uno de sus acostumbrados grandes saltos conceptuales: afirma que el equivalente contemporáneo del rey poeta es Juan Gabriel. Y es que el Divo de Juárez era el gran arte “en versión de estación de autobuses suburbana, como decía Monsiváis —recuerda Daniel, y abunda—: [Juan Gabriel] se comunicó no en los grandes museos ni en las grandes instituciones ni en las filarmónicas; pasó de voz en voz en la cultura popular y rural y urbana. Y se fue filtrando a través del inconsciente hasta llegar a todos los niveles, al punto que llegó a triunfar en Bellas Artes ante el presidente de la República y ante la plana mayor de la cultura y de la política en México. Es filtración desde abajo”.
Pero lo que en Juan Gabriel “hace ecuación” con Nezahualcóyotl es su filosofía de la reconciliación, razona Daniel. En todo momento, en su música y en su lírica, hay noción de la imperiosa necesidad de reconciliarse y de no pelearse, “y no me refiero a un pacifismo pendejo, me refiero a la noción misma de que la tragedia siempre se tiene que resolver en reconciliación”.
—Hace unos años advertías que México corría el peligro de quedarse en su infancia.
—Y eso pasó. Este país ha vuelto a la Edad de Piedra. Institucionalmente, cívicamente, espiritualmente, socialmente, estamos en uno de los peores momentos de la historia de México. Pero quiero darle un matiz: la historia tiene vaivenes y todos los vaivenes tienen una razón. El régimen presente tiene una razón de reacción al pasado; no quiere decir que se esté encaminando a la dirección correcta, quiere decir que era necesaria una especie de reivindicación o venganza histórica. El costo de esa reivindicación o venganza está por verse. Hasta ahora ha sido muy alto. Creo que nos urge más que nunca la renovación del sentido de la existencia de México.
El arte, que nadie lo dude, tiene un papel, o debería tenerlo, en esa reconstrucción del sentido. Pero Daniel es hipercrítico al respecto: “Estamos en una situación en la que la sociedad está girando hacia el conservadurismo disfrazado de liberalismo, y el arte ha perdido completamente su capacidad provocadora, reconstructiva, reconciliadora y cuestionante… Las obras existen aún, y están listas para que alguien las vea de otra manera de nuevo, no con disgusto o indignación. Ahorita, cualquier exposición relevante de arte, anterior a 1950, tiene que tener un curador que comente: ‘Esta era una época machista, era la guerra, una época donde no se entendían los derechos’. ¡Por favor!
”Estamos hablando de las ganas de reescribir la historia que tiene la sociedad actual, pero el arte, a menos que sea destruido (que no es imposible que suceda en algunos casos), está ahí, latente, agazapado, esperando volver a dialogar con el hombre, porque el arte es un espejo enterrado”.
El escenario con el que Daniel ejemplifica lo anterior despeja toda duda: “Yo ya no estoy produciendo la vagina equivalente a una Virgen de Guadalupe para una exposición pública. No quiere decir que esté dejando de hacerlo; lo estoy dejando de hacer en la esfera pública”.
—¿Crees que el mercado está determinando mucho de lo que se puede hacer hoy o no en el arte?, ¿cuál es tu caso?
—Ya el mercado del arte no depende de la gente que va al museo, que escucha al curador, que lee los libros, que sabe del artista, que entiende el rol del arte en un sentido histórico, sino simplemente del que puede comprar. Yo pienso que existe una regresión en el mercado y lo único que tiene que hacer el artista es seguir proponiendo y ser más sutil en su construcción…
Como años atrás, cuando con Calera-Grobet se iba con los cuadros en la combi a mostrarlos en otros espacios, Daniel hoy explora opciones de muestra y mercado. A veces, incluso va directamente con coleccionistas, pero no cede a la tentación de hacer “productos de fácil lectura”, pensados para no atorar el proceso de mercadología. Por eso es enfático en defender ese punto del cual no se retira, que es la propuesta medular de su trabajo: “Que los hechos que se presenten ahí [en el cuadro] respondan a una construcción multirreferencial, que venga de una interioridad y de una autenticidad mías, que me provea a mí el espejo que siempre me planteó el arte. Con eso no hay concesión, no hay cambio”.
—Vendrá otro tiempo para poder mirar esos espejos enterrados…
—Yo no apostaría a que fuera muy pronto. No es imposible si hubiera una vuelta a ciertos valores, pero lo siento muy improbable. Los tiempos de la historia son difíciles de predecir, y más ahora, [que] se están dando por días, semanas y minutos. Yo no creo en someter mi pintura a un juicio de 15 minutos cuando es el producto de una vida entera de trabajo y una concentración en 500 años de historia de la pintura. […] Tengo la expectativa de que la percepción humana no va a perderse, pero se va a volver patrimonio de unos cuantos, un reducto, por lo pronto y por mucho tiempo, tal vez.
—Tú eres un espectador de tu obra, en muchos sentidos y siempre.
—Soy el primero. El primero y el más crítico; el interventor y el más parcial de todos. Y también puedo ser imparcial, porque tengo una educación para verla de lejos. O sea, se hizo para mí finalmente. Todo, todo, todo, para mí. […] Yo puedo suavizar temas, pero no puedo cambiar mi punto de vista. Nunca. Mi punto de vista es un territorio que primero tuve que conquistar a través de los años y que tengo que sostener.
—Sigues conservando la mirada del viajero, como dice Erik Castillo.
—Siempre la voy a mantener, pero también el país ya viajó por sí mismo, lejos de mi mirada. Esa es una cosa que no te habría dicho hace años. Está cañón, ¿no? Primero cuando eres joven, inmaduro, eres un viajero, pero cuando maduras como persona, también el mundo viaja lejos de ti.
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