El picahielos

El picahielos

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Tiempo de Lectura: 00 min

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón. Papá me había contado de su carácter. Era tan de la chingada que, una vez, de puro enojo con un cliente, clavó el picahielos en la barra. Nobody pudo jamás sacarlo. Cuando entré en el bar y le conté la historia a la anciana, me pendejeó: “¿Crees que esto es la Espada en la piedra? Póngase verga, mijo”. Era una leyenda que ella misma esparció para hacerse de reputación en un pueblo donde las mujeres estaban solas. “Los hombres se fueron a los United con la promesa de volver. Pero una vez allá todo se les olvida —dijo la vieja—, como a Simón, el culero de tu padre”.

Veinte años atrás, contó, los primeros empezaron a irse. La tierra estaba seca, el campo no daba. Alguien cambió el curso del río. A la mala. Nomás floreaba en la colina. Pura amapola. Quien pretendía jalar, recolectaba para Ellos o de lo contrario debía llegarle al norte. Luego la cosa se puso tan cabrona que las calles empezaron a vaciarse hasta quedar así, señaló Utilia hacia el desolado exterior.

Cuando me largué con my dad, San Juan de los Lagos era el más chulo. Aunque era un escuincle, perfecto me acuerdo de las fiestas a la virgen en el kiosko, del papel picado, de los elotes con mayonesa y chilito piquín del que sí pica. La iglesia en penumbras y colmada por el olor medio a flores, medio ahumado. El sonido del arpa mezclado con el de los cantos xihualacan de las señoras, y la nostalgia de pensar en las correteadas con los otros niños en el atrio. Aunque era un pueblo tranquilo, ya desde entonces se sabía de Ellos. Me prohibieron jugar en las maquinitas de la miscelánea. Se decía que ese era el verdadero palacio municipal. “Ellos fueron la razón de que tu papá y tú se fueran pal’ otro lado —explicó la vieja— por más que yo les rogué que se quedaran”.

Tuve una hermana que murió antes de mi nacimiento, según lo dicho por Utilia. Simón, el enterrador del pueblo, no tuvo de otra: my dad himself cavó la tumba de su niña. Quise acompañarlo en el sepelio, me contó Utilia, pero como no me dejaba lo seguí a escondidas. Desde atrás de un árbol lo vi de rodillas en el fango. Se quedó inmóvil largo rato hasta que con un grito desgarrador pidió a Dios, y con toda el alma, no tener que sepultar a nadie más. Pero la muerte agarra parejo y, apenas pasó el funeral, no le quedó de otra que volver al trabajo. Cuando ellos necesitaban que alguien se esfumara del pueblo sin dejar rastro, sabían a quién recurrir. Así se infló de lana. Pero luego llegaron los Otros y fue tal la confrontación que cada vez quedaba menos qué enterrar. Utilia pausó su relato como si hubiera visto a un espíritu. “Al muertito se le pone su tumba pos pa’ tener a qué orarle, pero ¿al desaparecido? Uno ruega que si ya se los cargaron al menos no hayan sufrido, no los hayan torturado, que ya estén descansando. Pos aunque fuera rezarle a una cruz de madera, pero luego ni eso. Uno no pierde la esperanza de verlos de vuelta, como sea, pues; mochados, si quieres, pero de vuelta”. 

“Pero ya. Mucho pinche cuento. Háblame de ti, pues. ¿Qué tanto hay por allá que no se dignaron a volver?”. Ante los cuestionamientos, le hablé a Utilia de tu mal. “Pa’ eso me gustabas, Simón. Siempre fuiste un escuincle enclenque. Estoy segura que el mal se lo pegó algún difunto. Aunque lucraba con ellos, les tenía cierto respeto. O eso contaban las madres que lloraban a sus muertos. Cuando andaban todos tiesos les decía que ya había pasado todo. Solo así se les iba el susto. Solo así podía meterlos a la caja”. El relato de Utilia me daba escalofríos. Y para ser honesto, dad, hasta me hizo enojar contigo. La imagen que de ti guardaba no correspondía a lo que contaba esta señora. Supongo que todo esto te dolía, que querrías borrarlo de la memoria y por eso me habrás hablado solo del camino al norte, de la pizca, del american dream. Nada del pasado. Y empecé a sentir como si no te conociera. Y Utilia se daba cuenta. Podría jurar que casi sonrió cuando retomó la historia.

“¡Mientras que ellos tenían la cortesía de enterrar a sus enemigos —dijo—, los otros llegaron a infundir el terror: metían los cuerpos destazados en botes llenos de ácido y los pozoleaban. Simón se las vio negras con el dinero. Para acabarla de amolar, aún le pesaba la muerte de tu hermana y se la pasaba bebiendo”. Utilia creyó ver en mi padre una especie de alivio al pasar menos tiempo en el panteón, por más que necesitara de los pesos. De tanto tomar ya no le quedaba pa’ comer. 

Una noche golpearon la puerta de la funeraria. A Simón no le dio tiempo de abrir  cuando escuchó el rechinar de las llantas. Ellos habían aventado el cuerpo de un chamaquito. Tu papá podía hacerse de la vista gorda para muchas cosas, pero no frente a esa barbarie. “¿Qué es esta saña?”, me preguntó tu papá entre sollozos. “Así nadie podrá reconocerlo. ¿Pos qué te hicieron, chamaco? ¿De quién se querían vengar?”. Llamó a las autoridades y dijeron que irían a revisar. Pasaron los días y nadie lo reclamó. Simón me decía: “Mira Utilia, es que tiene frío; mira, lo arropé con una cobijita; se me hace que nomás andaba jugando por ahí y lo levantaron”. Se cansó de esperar y se decidió a vestirlo. No sé qué le pasó esa noche, si quizá se le habrá figurado que ese cuerpecito en la plancha sería el tuyo, pero entre berridos me dijo que se largaban. Le rogué que no se fuera, le supliqué que nos cuidara. ¿Qué haríamos aquí sin él? Como sea, al enterrador se le respetaba y sería solo por eso que a sus hermanas nos dejaban en paz. Pero pasó lo que le dije. Una a una, de pronto ya no las volvimos a ver. 

Me quedé aquí nomás esperando a que Simón mandara por mí y de mientras cuidaba lo que quedaba de este pinche pueblo. Primero vinieron las madres para que me pusiera en contacto con sus hijos; decían que ya habían buscado de cerro en cerro, que yo era su última esperanza, que si no podía de favor preguntarles si estaban todavía aquí o si no, en dónde. Pero esta maldad es tan grande que todo lo nubla. Otros vinieron por remedios. Traían sus frasquitos y yo les echaba de todo: que una gota verde para los nervios, que una amarilla para la protección, que otra roja para irse de una vez porque este dolor ya no se aguanta. Hubo un momento en que ya no se podría caminar por pueblo. Caída la noche nadie se asomaba, nomás yo. Llegaba a los lugares donde habían ejecutado a uno, levantado a otro, donde habían dejado una cabeza o a los puentes donde colgaban un cuerpo. Tomaba lo que fuese que encontrara: una piedrita, una agujeta, un anillo. Me lo llevaba a casa para intentar que ese objeto me dijera algo: una pista de dónde había parado el dueño. Tuve que manejar energías más densas pues porque solo así podía cuidarme. Tanto ellos y como los otros empezaron a decir que yo era la mismísima oscuridad, jijos de su madre, si el mismito infierno lo desataron ellos. Se me hizo tal fama que tanto ellos como los otros pidieron mi protección y yo tenía que jalar para ambos bandos. De tanto tentar al diablo abrí una puerta, lo sé. Se lo conté a tu padre, le dije que viniera por mí, que además de las energías ellos me amenazaban con ultrajarme si ayudaba a los otros, y al revés. Y Simón nomás diciendo que ya merito, ya merito voy por ti. 

Le conté a Utilia que estabas very sick, dad. Le pedí que nos ayudara, que hasta allá se sabía que lo curaba todo. Pero ella no entraba en razón. Dijo que no la habías llamado en años, ni con el pensamiento. “Y ora sí mandó por mí, ora sí le sirvo, ¿verdad?”, Utilia rodeó la barra y tomó un picahielos. Me lo extendió: “¿Quieres ayudar a tu dad? Pos mejor usa esto”.

“¿Y esto qué es, pinche bruja?”, le dije. “Don’t take me for a fool. ¿Qué carajos hago yo con esto?”. Quise sacudirla, dad. Perdóname, pero quise golpearla. Solo pedía uno de sus frascos, pero se negaba a dármelo. Empuñé el picahielos y de puro coraje traté de clavárselo pero no tuve la fuerza. “¿Me darás el frasco o no, Utilia?” Más que una exigencia, le estaba implorando. Ella apenas lanzó una mueca. La historia, mijo, no fue así. El día que ellos vinieron por mí, el picahielos me lo clavé en el corazón. A mí nadie me iba a estar haciendo chingaderas. Simón me abandonó a mi suerte. Ni a cavar mi tumba se dignó. Y conmigo se acabó el pueblo.

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Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón.

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón. Papá me había contado de su carácter. Era tan de la chingada que, una vez, de puro enojo con un cliente, clavó el picahielos en la barra. Nobody pudo jamás sacarlo. Cuando entré en el bar y le conté la historia a la anciana, me pendejeó: “¿Crees que esto es la Espada en la piedra? Póngase verga, mijo”. Era una leyenda que ella misma esparció para hacerse de reputación en un pueblo donde las mujeres estaban solas. “Los hombres se fueron a los United con la promesa de volver. Pero una vez allá todo se les olvida —dijo la vieja—, como a Simón, el culero de tu padre”.

Veinte años atrás, contó, los primeros empezaron a irse. La tierra estaba seca, el campo no daba. Alguien cambió el curso del río. A la mala. Nomás floreaba en la colina. Pura amapola. Quien pretendía jalar, recolectaba para Ellos o de lo contrario debía llegarle al norte. Luego la cosa se puso tan cabrona que las calles empezaron a vaciarse hasta quedar así, señaló Utilia hacia el desolado exterior.

Cuando me largué con my dad, San Juan de los Lagos era el más chulo. Aunque era un escuincle, perfecto me acuerdo de las fiestas a la virgen en el kiosko, del papel picado, de los elotes con mayonesa y chilito piquín del que sí pica. La iglesia en penumbras y colmada por el olor medio a flores, medio ahumado. El sonido del arpa mezclado con el de los cantos xihualacan de las señoras, y la nostalgia de pensar en las correteadas con los otros niños en el atrio. Aunque era un pueblo tranquilo, ya desde entonces se sabía de Ellos. Me prohibieron jugar en las maquinitas de la miscelánea. Se decía que ese era el verdadero palacio municipal. “Ellos fueron la razón de que tu papá y tú se fueran pal’ otro lado —explicó la vieja— por más que yo les rogué que se quedaran”.

Tuve una hermana que murió antes de mi nacimiento, según lo dicho por Utilia. Simón, el enterrador del pueblo, no tuvo de otra: my dad himself cavó la tumba de su niña. Quise acompañarlo en el sepelio, me contó Utilia, pero como no me dejaba lo seguí a escondidas. Desde atrás de un árbol lo vi de rodillas en el fango. Se quedó inmóvil largo rato hasta que con un grito desgarrador pidió a Dios, y con toda el alma, no tener que sepultar a nadie más. Pero la muerte agarra parejo y, apenas pasó el funeral, no le quedó de otra que volver al trabajo. Cuando ellos necesitaban que alguien se esfumara del pueblo sin dejar rastro, sabían a quién recurrir. Así se infló de lana. Pero luego llegaron los Otros y fue tal la confrontación que cada vez quedaba menos qué enterrar. Utilia pausó su relato como si hubiera visto a un espíritu. “Al muertito se le pone su tumba pos pa’ tener a qué orarle, pero ¿al desaparecido? Uno ruega que si ya se los cargaron al menos no hayan sufrido, no los hayan torturado, que ya estén descansando. Pos aunque fuera rezarle a una cruz de madera, pero luego ni eso. Uno no pierde la esperanza de verlos de vuelta, como sea, pues; mochados, si quieres, pero de vuelta”. 

“Pero ya. Mucho pinche cuento. Háblame de ti, pues. ¿Qué tanto hay por allá que no se dignaron a volver?”. Ante los cuestionamientos, le hablé a Utilia de tu mal. “Pa’ eso me gustabas, Simón. Siempre fuiste un escuincle enclenque. Estoy segura que el mal se lo pegó algún difunto. Aunque lucraba con ellos, les tenía cierto respeto. O eso contaban las madres que lloraban a sus muertos. Cuando andaban todos tiesos les decía que ya había pasado todo. Solo así se les iba el susto. Solo así podía meterlos a la caja”. El relato de Utilia me daba escalofríos. Y para ser honesto, dad, hasta me hizo enojar contigo. La imagen que de ti guardaba no correspondía a lo que contaba esta señora. Supongo que todo esto te dolía, que querrías borrarlo de la memoria y por eso me habrás hablado solo del camino al norte, de la pizca, del american dream. Nada del pasado. Y empecé a sentir como si no te conociera. Y Utilia se daba cuenta. Podría jurar que casi sonrió cuando retomó la historia.

“¡Mientras que ellos tenían la cortesía de enterrar a sus enemigos —dijo—, los otros llegaron a infundir el terror: metían los cuerpos destazados en botes llenos de ácido y los pozoleaban. Simón se las vio negras con el dinero. Para acabarla de amolar, aún le pesaba la muerte de tu hermana y se la pasaba bebiendo”. Utilia creyó ver en mi padre una especie de alivio al pasar menos tiempo en el panteón, por más que necesitara de los pesos. De tanto tomar ya no le quedaba pa’ comer. 

Una noche golpearon la puerta de la funeraria. A Simón no le dio tiempo de abrir  cuando escuchó el rechinar de las llantas. Ellos habían aventado el cuerpo de un chamaquito. Tu papá podía hacerse de la vista gorda para muchas cosas, pero no frente a esa barbarie. “¿Qué es esta saña?”, me preguntó tu papá entre sollozos. “Así nadie podrá reconocerlo. ¿Pos qué te hicieron, chamaco? ¿De quién se querían vengar?”. Llamó a las autoridades y dijeron que irían a revisar. Pasaron los días y nadie lo reclamó. Simón me decía: “Mira Utilia, es que tiene frío; mira, lo arropé con una cobijita; se me hace que nomás andaba jugando por ahí y lo levantaron”. Se cansó de esperar y se decidió a vestirlo. No sé qué le pasó esa noche, si quizá se le habrá figurado que ese cuerpecito en la plancha sería el tuyo, pero entre berridos me dijo que se largaban. Le rogué que no se fuera, le supliqué que nos cuidara. ¿Qué haríamos aquí sin él? Como sea, al enterrador se le respetaba y sería solo por eso que a sus hermanas nos dejaban en paz. Pero pasó lo que le dije. Una a una, de pronto ya no las volvimos a ver. 

Me quedé aquí nomás esperando a que Simón mandara por mí y de mientras cuidaba lo que quedaba de este pinche pueblo. Primero vinieron las madres para que me pusiera en contacto con sus hijos; decían que ya habían buscado de cerro en cerro, que yo era su última esperanza, que si no podía de favor preguntarles si estaban todavía aquí o si no, en dónde. Pero esta maldad es tan grande que todo lo nubla. Otros vinieron por remedios. Traían sus frasquitos y yo les echaba de todo: que una gota verde para los nervios, que una amarilla para la protección, que otra roja para irse de una vez porque este dolor ya no se aguanta. Hubo un momento en que ya no se podría caminar por pueblo. Caída la noche nadie se asomaba, nomás yo. Llegaba a los lugares donde habían ejecutado a uno, levantado a otro, donde habían dejado una cabeza o a los puentes donde colgaban un cuerpo. Tomaba lo que fuese que encontrara: una piedrita, una agujeta, un anillo. Me lo llevaba a casa para intentar que ese objeto me dijera algo: una pista de dónde había parado el dueño. Tuve que manejar energías más densas pues porque solo así podía cuidarme. Tanto ellos y como los otros empezaron a decir que yo era la mismísima oscuridad, jijos de su madre, si el mismito infierno lo desataron ellos. Se me hizo tal fama que tanto ellos como los otros pidieron mi protección y yo tenía que jalar para ambos bandos. De tanto tentar al diablo abrí una puerta, lo sé. Se lo conté a tu padre, le dije que viniera por mí, que además de las energías ellos me amenazaban con ultrajarme si ayudaba a los otros, y al revés. Y Simón nomás diciendo que ya merito, ya merito voy por ti. 

Le conté a Utilia que estabas very sick, dad. Le pedí que nos ayudara, que hasta allá se sabía que lo curaba todo. Pero ella no entraba en razón. Dijo que no la habías llamado en años, ni con el pensamiento. “Y ora sí mandó por mí, ora sí le sirvo, ¿verdad?”, Utilia rodeó la barra y tomó un picahielos. Me lo extendió: “¿Quieres ayudar a tu dad? Pos mejor usa esto”.

“¿Y esto qué es, pinche bruja?”, le dije. “Don’t take me for a fool. ¿Qué carajos hago yo con esto?”. Quise sacudirla, dad. Perdóname, pero quise golpearla. Solo pedía uno de sus frascos, pero se negaba a dármelo. Empuñé el picahielos y de puro coraje traté de clavárselo pero no tuve la fuerza. “¿Me darás el frasco o no, Utilia?” Más que una exigencia, le estaba implorando. Ella apenas lanzó una mueca. La historia, mijo, no fue así. El día que ellos vinieron por mí, el picahielos me lo clavé en el corazón. A mí nadie me iba a estar haciendo chingaderas. Simón me abandonó a mi suerte. Ni a cavar mi tumba se dignó. Y conmigo se acabó el pueblo.

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Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón.

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón. Papá me había contado de su carácter. Era tan de la chingada que, una vez, de puro enojo con un cliente, clavó el picahielos en la barra. Nobody pudo jamás sacarlo. Cuando entré en el bar y le conté la historia a la anciana, me pendejeó: “¿Crees que esto es la Espada en la piedra? Póngase verga, mijo”. Era una leyenda que ella misma esparció para hacerse de reputación en un pueblo donde las mujeres estaban solas. “Los hombres se fueron a los United con la promesa de volver. Pero una vez allá todo se les olvida —dijo la vieja—, como a Simón, el culero de tu padre”.

Veinte años atrás, contó, los primeros empezaron a irse. La tierra estaba seca, el campo no daba. Alguien cambió el curso del río. A la mala. Nomás floreaba en la colina. Pura amapola. Quien pretendía jalar, recolectaba para Ellos o de lo contrario debía llegarle al norte. Luego la cosa se puso tan cabrona que las calles empezaron a vaciarse hasta quedar así, señaló Utilia hacia el desolado exterior.

Cuando me largué con my dad, San Juan de los Lagos era el más chulo. Aunque era un escuincle, perfecto me acuerdo de las fiestas a la virgen en el kiosko, del papel picado, de los elotes con mayonesa y chilito piquín del que sí pica. La iglesia en penumbras y colmada por el olor medio a flores, medio ahumado. El sonido del arpa mezclado con el de los cantos xihualacan de las señoras, y la nostalgia de pensar en las correteadas con los otros niños en el atrio. Aunque era un pueblo tranquilo, ya desde entonces se sabía de Ellos. Me prohibieron jugar en las maquinitas de la miscelánea. Se decía que ese era el verdadero palacio municipal. “Ellos fueron la razón de que tu papá y tú se fueran pal’ otro lado —explicó la vieja— por más que yo les rogué que se quedaran”.

Tuve una hermana que murió antes de mi nacimiento, según lo dicho por Utilia. Simón, el enterrador del pueblo, no tuvo de otra: my dad himself cavó la tumba de su niña. Quise acompañarlo en el sepelio, me contó Utilia, pero como no me dejaba lo seguí a escondidas. Desde atrás de un árbol lo vi de rodillas en el fango. Se quedó inmóvil largo rato hasta que con un grito desgarrador pidió a Dios, y con toda el alma, no tener que sepultar a nadie más. Pero la muerte agarra parejo y, apenas pasó el funeral, no le quedó de otra que volver al trabajo. Cuando ellos necesitaban que alguien se esfumara del pueblo sin dejar rastro, sabían a quién recurrir. Así se infló de lana. Pero luego llegaron los Otros y fue tal la confrontación que cada vez quedaba menos qué enterrar. Utilia pausó su relato como si hubiera visto a un espíritu. “Al muertito se le pone su tumba pos pa’ tener a qué orarle, pero ¿al desaparecido? Uno ruega que si ya se los cargaron al menos no hayan sufrido, no los hayan torturado, que ya estén descansando. Pos aunque fuera rezarle a una cruz de madera, pero luego ni eso. Uno no pierde la esperanza de verlos de vuelta, como sea, pues; mochados, si quieres, pero de vuelta”. 

“Pero ya. Mucho pinche cuento. Háblame de ti, pues. ¿Qué tanto hay por allá que no se dignaron a volver?”. Ante los cuestionamientos, le hablé a Utilia de tu mal. “Pa’ eso me gustabas, Simón. Siempre fuiste un escuincle enclenque. Estoy segura que el mal se lo pegó algún difunto. Aunque lucraba con ellos, les tenía cierto respeto. O eso contaban las madres que lloraban a sus muertos. Cuando andaban todos tiesos les decía que ya había pasado todo. Solo así se les iba el susto. Solo así podía meterlos a la caja”. El relato de Utilia me daba escalofríos. Y para ser honesto, dad, hasta me hizo enojar contigo. La imagen que de ti guardaba no correspondía a lo que contaba esta señora. Supongo que todo esto te dolía, que querrías borrarlo de la memoria y por eso me habrás hablado solo del camino al norte, de la pizca, del american dream. Nada del pasado. Y empecé a sentir como si no te conociera. Y Utilia se daba cuenta. Podría jurar que casi sonrió cuando retomó la historia.

“¡Mientras que ellos tenían la cortesía de enterrar a sus enemigos —dijo—, los otros llegaron a infundir el terror: metían los cuerpos destazados en botes llenos de ácido y los pozoleaban. Simón se las vio negras con el dinero. Para acabarla de amolar, aún le pesaba la muerte de tu hermana y se la pasaba bebiendo”. Utilia creyó ver en mi padre una especie de alivio al pasar menos tiempo en el panteón, por más que necesitara de los pesos. De tanto tomar ya no le quedaba pa’ comer. 

Una noche golpearon la puerta de la funeraria. A Simón no le dio tiempo de abrir  cuando escuchó el rechinar de las llantas. Ellos habían aventado el cuerpo de un chamaquito. Tu papá podía hacerse de la vista gorda para muchas cosas, pero no frente a esa barbarie. “¿Qué es esta saña?”, me preguntó tu papá entre sollozos. “Así nadie podrá reconocerlo. ¿Pos qué te hicieron, chamaco? ¿De quién se querían vengar?”. Llamó a las autoridades y dijeron que irían a revisar. Pasaron los días y nadie lo reclamó. Simón me decía: “Mira Utilia, es que tiene frío; mira, lo arropé con una cobijita; se me hace que nomás andaba jugando por ahí y lo levantaron”. Se cansó de esperar y se decidió a vestirlo. No sé qué le pasó esa noche, si quizá se le habrá figurado que ese cuerpecito en la plancha sería el tuyo, pero entre berridos me dijo que se largaban. Le rogué que no se fuera, le supliqué que nos cuidara. ¿Qué haríamos aquí sin él? Como sea, al enterrador se le respetaba y sería solo por eso que a sus hermanas nos dejaban en paz. Pero pasó lo que le dije. Una a una, de pronto ya no las volvimos a ver. 

Me quedé aquí nomás esperando a que Simón mandara por mí y de mientras cuidaba lo que quedaba de este pinche pueblo. Primero vinieron las madres para que me pusiera en contacto con sus hijos; decían que ya habían buscado de cerro en cerro, que yo era su última esperanza, que si no podía de favor preguntarles si estaban todavía aquí o si no, en dónde. Pero esta maldad es tan grande que todo lo nubla. Otros vinieron por remedios. Traían sus frasquitos y yo les echaba de todo: que una gota verde para los nervios, que una amarilla para la protección, que otra roja para irse de una vez porque este dolor ya no se aguanta. Hubo un momento en que ya no se podría caminar por pueblo. Caída la noche nadie se asomaba, nomás yo. Llegaba a los lugares donde habían ejecutado a uno, levantado a otro, donde habían dejado una cabeza o a los puentes donde colgaban un cuerpo. Tomaba lo que fuese que encontrara: una piedrita, una agujeta, un anillo. Me lo llevaba a casa para intentar que ese objeto me dijera algo: una pista de dónde había parado el dueño. Tuve que manejar energías más densas pues porque solo así podía cuidarme. Tanto ellos y como los otros empezaron a decir que yo era la mismísima oscuridad, jijos de su madre, si el mismito infierno lo desataron ellos. Se me hizo tal fama que tanto ellos como los otros pidieron mi protección y yo tenía que jalar para ambos bandos. De tanto tentar al diablo abrí una puerta, lo sé. Se lo conté a tu padre, le dije que viniera por mí, que además de las energías ellos me amenazaban con ultrajarme si ayudaba a los otros, y al revés. Y Simón nomás diciendo que ya merito, ya merito voy por ti. 

Le conté a Utilia que estabas very sick, dad. Le pedí que nos ayudara, que hasta allá se sabía que lo curaba todo. Pero ella no entraba en razón. Dijo que no la habías llamado en años, ni con el pensamiento. “Y ora sí mandó por mí, ora sí le sirvo, ¿verdad?”, Utilia rodeó la barra y tomó un picahielos. Me lo extendió: “¿Quieres ayudar a tu dad? Pos mejor usa esto”.

“¿Y esto qué es, pinche bruja?”, le dije. “Don’t take me for a fool. ¿Qué carajos hago yo con esto?”. Quise sacudirla, dad. Perdóname, pero quise golpearla. Solo pedía uno de sus frascos, pero se negaba a dármelo. Empuñé el picahielos y de puro coraje traté de clavárselo pero no tuve la fuerza. “¿Me darás el frasco o no, Utilia?” Más que una exigencia, le estaba implorando. Ella apenas lanzó una mueca. La historia, mijo, no fue así. El día que ellos vinieron por mí, el picahielos me lo clavé en el corazón. A mí nadie me iba a estar haciendo chingaderas. Simón me abandonó a mi suerte. Ni a cavar mi tumba se dignó. Y conmigo se acabó el pueblo.

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Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón.

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón. Papá me había contado de su carácter. Era tan de la chingada que, una vez, de puro enojo con un cliente, clavó el picahielos en la barra. Nobody pudo jamás sacarlo. Cuando entré en el bar y le conté la historia a la anciana, me pendejeó: “¿Crees que esto es la Espada en la piedra? Póngase verga, mijo”. Era una leyenda que ella misma esparció para hacerse de reputación en un pueblo donde las mujeres estaban solas. “Los hombres se fueron a los United con la promesa de volver. Pero una vez allá todo se les olvida —dijo la vieja—, como a Simón, el culero de tu padre”.

Veinte años atrás, contó, los primeros empezaron a irse. La tierra estaba seca, el campo no daba. Alguien cambió el curso del río. A la mala. Nomás floreaba en la colina. Pura amapola. Quien pretendía jalar, recolectaba para Ellos o de lo contrario debía llegarle al norte. Luego la cosa se puso tan cabrona que las calles empezaron a vaciarse hasta quedar así, señaló Utilia hacia el desolado exterior.

Cuando me largué con my dad, San Juan de los Lagos era el más chulo. Aunque era un escuincle, perfecto me acuerdo de las fiestas a la virgen en el kiosko, del papel picado, de los elotes con mayonesa y chilito piquín del que sí pica. La iglesia en penumbras y colmada por el olor medio a flores, medio ahumado. El sonido del arpa mezclado con el de los cantos xihualacan de las señoras, y la nostalgia de pensar en las correteadas con los otros niños en el atrio. Aunque era un pueblo tranquilo, ya desde entonces se sabía de Ellos. Me prohibieron jugar en las maquinitas de la miscelánea. Se decía que ese era el verdadero palacio municipal. “Ellos fueron la razón de que tu papá y tú se fueran pal’ otro lado —explicó la vieja— por más que yo les rogué que se quedaran”.

Tuve una hermana que murió antes de mi nacimiento, según lo dicho por Utilia. Simón, el enterrador del pueblo, no tuvo de otra: my dad himself cavó la tumba de su niña. Quise acompañarlo en el sepelio, me contó Utilia, pero como no me dejaba lo seguí a escondidas. Desde atrás de un árbol lo vi de rodillas en el fango. Se quedó inmóvil largo rato hasta que con un grito desgarrador pidió a Dios, y con toda el alma, no tener que sepultar a nadie más. Pero la muerte agarra parejo y, apenas pasó el funeral, no le quedó de otra que volver al trabajo. Cuando ellos necesitaban que alguien se esfumara del pueblo sin dejar rastro, sabían a quién recurrir. Así se infló de lana. Pero luego llegaron los Otros y fue tal la confrontación que cada vez quedaba menos qué enterrar. Utilia pausó su relato como si hubiera visto a un espíritu. “Al muertito se le pone su tumba pos pa’ tener a qué orarle, pero ¿al desaparecido? Uno ruega que si ya se los cargaron al menos no hayan sufrido, no los hayan torturado, que ya estén descansando. Pos aunque fuera rezarle a una cruz de madera, pero luego ni eso. Uno no pierde la esperanza de verlos de vuelta, como sea, pues; mochados, si quieres, pero de vuelta”. 

“Pero ya. Mucho pinche cuento. Háblame de ti, pues. ¿Qué tanto hay por allá que no se dignaron a volver?”. Ante los cuestionamientos, le hablé a Utilia de tu mal. “Pa’ eso me gustabas, Simón. Siempre fuiste un escuincle enclenque. Estoy segura que el mal se lo pegó algún difunto. Aunque lucraba con ellos, les tenía cierto respeto. O eso contaban las madres que lloraban a sus muertos. Cuando andaban todos tiesos les decía que ya había pasado todo. Solo así se les iba el susto. Solo así podía meterlos a la caja”. El relato de Utilia me daba escalofríos. Y para ser honesto, dad, hasta me hizo enojar contigo. La imagen que de ti guardaba no correspondía a lo que contaba esta señora. Supongo que todo esto te dolía, que querrías borrarlo de la memoria y por eso me habrás hablado solo del camino al norte, de la pizca, del american dream. Nada del pasado. Y empecé a sentir como si no te conociera. Y Utilia se daba cuenta. Podría jurar que casi sonrió cuando retomó la historia.

“¡Mientras que ellos tenían la cortesía de enterrar a sus enemigos —dijo—, los otros llegaron a infundir el terror: metían los cuerpos destazados en botes llenos de ácido y los pozoleaban. Simón se las vio negras con el dinero. Para acabarla de amolar, aún le pesaba la muerte de tu hermana y se la pasaba bebiendo”. Utilia creyó ver en mi padre una especie de alivio al pasar menos tiempo en el panteón, por más que necesitara de los pesos. De tanto tomar ya no le quedaba pa’ comer. 

Una noche golpearon la puerta de la funeraria. A Simón no le dio tiempo de abrir  cuando escuchó el rechinar de las llantas. Ellos habían aventado el cuerpo de un chamaquito. Tu papá podía hacerse de la vista gorda para muchas cosas, pero no frente a esa barbarie. “¿Qué es esta saña?”, me preguntó tu papá entre sollozos. “Así nadie podrá reconocerlo. ¿Pos qué te hicieron, chamaco? ¿De quién se querían vengar?”. Llamó a las autoridades y dijeron que irían a revisar. Pasaron los días y nadie lo reclamó. Simón me decía: “Mira Utilia, es que tiene frío; mira, lo arropé con una cobijita; se me hace que nomás andaba jugando por ahí y lo levantaron”. Se cansó de esperar y se decidió a vestirlo. No sé qué le pasó esa noche, si quizá se le habrá figurado que ese cuerpecito en la plancha sería el tuyo, pero entre berridos me dijo que se largaban. Le rogué que no se fuera, le supliqué que nos cuidara. ¿Qué haríamos aquí sin él? Como sea, al enterrador se le respetaba y sería solo por eso que a sus hermanas nos dejaban en paz. Pero pasó lo que le dije. Una a una, de pronto ya no las volvimos a ver. 

Me quedé aquí nomás esperando a que Simón mandara por mí y de mientras cuidaba lo que quedaba de este pinche pueblo. Primero vinieron las madres para que me pusiera en contacto con sus hijos; decían que ya habían buscado de cerro en cerro, que yo era su última esperanza, que si no podía de favor preguntarles si estaban todavía aquí o si no, en dónde. Pero esta maldad es tan grande que todo lo nubla. Otros vinieron por remedios. Traían sus frasquitos y yo les echaba de todo: que una gota verde para los nervios, que una amarilla para la protección, que otra roja para irse de una vez porque este dolor ya no se aguanta. Hubo un momento en que ya no se podría caminar por pueblo. Caída la noche nadie se asomaba, nomás yo. Llegaba a los lugares donde habían ejecutado a uno, levantado a otro, donde habían dejado una cabeza o a los puentes donde colgaban un cuerpo. Tomaba lo que fuese que encontrara: una piedrita, una agujeta, un anillo. Me lo llevaba a casa para intentar que ese objeto me dijera algo: una pista de dónde había parado el dueño. Tuve que manejar energías más densas pues porque solo así podía cuidarme. Tanto ellos y como los otros empezaron a decir que yo era la mismísima oscuridad, jijos de su madre, si el mismito infierno lo desataron ellos. Se me hizo tal fama que tanto ellos como los otros pidieron mi protección y yo tenía que jalar para ambos bandos. De tanto tentar al diablo abrí una puerta, lo sé. Se lo conté a tu padre, le dije que viniera por mí, que además de las energías ellos me amenazaban con ultrajarme si ayudaba a los otros, y al revés. Y Simón nomás diciendo que ya merito, ya merito voy por ti. 

Le conté a Utilia que estabas very sick, dad. Le pedí que nos ayudara, que hasta allá se sabía que lo curaba todo. Pero ella no entraba en razón. Dijo que no la habías llamado en años, ni con el pensamiento. “Y ora sí mandó por mí, ora sí le sirvo, ¿verdad?”, Utilia rodeó la barra y tomó un picahielos. Me lo extendió: “¿Quieres ayudar a tu dad? Pos mejor usa esto”.

“¿Y esto qué es, pinche bruja?”, le dije. “Don’t take me for a fool. ¿Qué carajos hago yo con esto?”. Quise sacudirla, dad. Perdóname, pero quise golpearla. Solo pedía uno de sus frascos, pero se negaba a dármelo. Empuñé el picahielos y de puro coraje traté de clavárselo pero no tuve la fuerza. “¿Me darás el frasco o no, Utilia?” Más que una exigencia, le estaba implorando. Ella apenas lanzó una mueca. La historia, mijo, no fue así. El día que ellos vinieron por mí, el picahielos me lo clavé en el corazón. A mí nadie me iba a estar haciendo chingaderas. Simón me abandonó a mi suerte. Ni a cavar mi tumba se dignó. Y conmigo se acabó el pueblo.

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El picahielos

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15
.
07
.
25
2025
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Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón.

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón. Papá me había contado de su carácter. Era tan de la chingada que, una vez, de puro enojo con un cliente, clavó el picahielos en la barra. Nobody pudo jamás sacarlo. Cuando entré en el bar y le conté la historia a la anciana, me pendejeó: “¿Crees que esto es la Espada en la piedra? Póngase verga, mijo”. Era una leyenda que ella misma esparció para hacerse de reputación en un pueblo donde las mujeres estaban solas. “Los hombres se fueron a los United con la promesa de volver. Pero una vez allá todo se les olvida —dijo la vieja—, como a Simón, el culero de tu padre”.

Veinte años atrás, contó, los primeros empezaron a irse. La tierra estaba seca, el campo no daba. Alguien cambió el curso del río. A la mala. Nomás floreaba en la colina. Pura amapola. Quien pretendía jalar, recolectaba para Ellos o de lo contrario debía llegarle al norte. Luego la cosa se puso tan cabrona que las calles empezaron a vaciarse hasta quedar así, señaló Utilia hacia el desolado exterior.

Cuando me largué con my dad, San Juan de los Lagos era el más chulo. Aunque era un escuincle, perfecto me acuerdo de las fiestas a la virgen en el kiosko, del papel picado, de los elotes con mayonesa y chilito piquín del que sí pica. La iglesia en penumbras y colmada por el olor medio a flores, medio ahumado. El sonido del arpa mezclado con el de los cantos xihualacan de las señoras, y la nostalgia de pensar en las correteadas con los otros niños en el atrio. Aunque era un pueblo tranquilo, ya desde entonces se sabía de Ellos. Me prohibieron jugar en las maquinitas de la miscelánea. Se decía que ese era el verdadero palacio municipal. “Ellos fueron la razón de que tu papá y tú se fueran pal’ otro lado —explicó la vieja— por más que yo les rogué que se quedaran”.

Tuve una hermana que murió antes de mi nacimiento, según lo dicho por Utilia. Simón, el enterrador del pueblo, no tuvo de otra: my dad himself cavó la tumba de su niña. Quise acompañarlo en el sepelio, me contó Utilia, pero como no me dejaba lo seguí a escondidas. Desde atrás de un árbol lo vi de rodillas en el fango. Se quedó inmóvil largo rato hasta que con un grito desgarrador pidió a Dios, y con toda el alma, no tener que sepultar a nadie más. Pero la muerte agarra parejo y, apenas pasó el funeral, no le quedó de otra que volver al trabajo. Cuando ellos necesitaban que alguien se esfumara del pueblo sin dejar rastro, sabían a quién recurrir. Así se infló de lana. Pero luego llegaron los Otros y fue tal la confrontación que cada vez quedaba menos qué enterrar. Utilia pausó su relato como si hubiera visto a un espíritu. “Al muertito se le pone su tumba pos pa’ tener a qué orarle, pero ¿al desaparecido? Uno ruega que si ya se los cargaron al menos no hayan sufrido, no los hayan torturado, que ya estén descansando. Pos aunque fuera rezarle a una cruz de madera, pero luego ni eso. Uno no pierde la esperanza de verlos de vuelta, como sea, pues; mochados, si quieres, pero de vuelta”. 

“Pero ya. Mucho pinche cuento. Háblame de ti, pues. ¿Qué tanto hay por allá que no se dignaron a volver?”. Ante los cuestionamientos, le hablé a Utilia de tu mal. “Pa’ eso me gustabas, Simón. Siempre fuiste un escuincle enclenque. Estoy segura que el mal se lo pegó algún difunto. Aunque lucraba con ellos, les tenía cierto respeto. O eso contaban las madres que lloraban a sus muertos. Cuando andaban todos tiesos les decía que ya había pasado todo. Solo así se les iba el susto. Solo así podía meterlos a la caja”. El relato de Utilia me daba escalofríos. Y para ser honesto, dad, hasta me hizo enojar contigo. La imagen que de ti guardaba no correspondía a lo que contaba esta señora. Supongo que todo esto te dolía, que querrías borrarlo de la memoria y por eso me habrás hablado solo del camino al norte, de la pizca, del american dream. Nada del pasado. Y empecé a sentir como si no te conociera. Y Utilia se daba cuenta. Podría jurar que casi sonrió cuando retomó la historia.

“¡Mientras que ellos tenían la cortesía de enterrar a sus enemigos —dijo—, los otros llegaron a infundir el terror: metían los cuerpos destazados en botes llenos de ácido y los pozoleaban. Simón se las vio negras con el dinero. Para acabarla de amolar, aún le pesaba la muerte de tu hermana y se la pasaba bebiendo”. Utilia creyó ver en mi padre una especie de alivio al pasar menos tiempo en el panteón, por más que necesitara de los pesos. De tanto tomar ya no le quedaba pa’ comer. 

Una noche golpearon la puerta de la funeraria. A Simón no le dio tiempo de abrir  cuando escuchó el rechinar de las llantas. Ellos habían aventado el cuerpo de un chamaquito. Tu papá podía hacerse de la vista gorda para muchas cosas, pero no frente a esa barbarie. “¿Qué es esta saña?”, me preguntó tu papá entre sollozos. “Así nadie podrá reconocerlo. ¿Pos qué te hicieron, chamaco? ¿De quién se querían vengar?”. Llamó a las autoridades y dijeron que irían a revisar. Pasaron los días y nadie lo reclamó. Simón me decía: “Mira Utilia, es que tiene frío; mira, lo arropé con una cobijita; se me hace que nomás andaba jugando por ahí y lo levantaron”. Se cansó de esperar y se decidió a vestirlo. No sé qué le pasó esa noche, si quizá se le habrá figurado que ese cuerpecito en la plancha sería el tuyo, pero entre berridos me dijo que se largaban. Le rogué que no se fuera, le supliqué que nos cuidara. ¿Qué haríamos aquí sin él? Como sea, al enterrador se le respetaba y sería solo por eso que a sus hermanas nos dejaban en paz. Pero pasó lo que le dije. Una a una, de pronto ya no las volvimos a ver. 

Me quedé aquí nomás esperando a que Simón mandara por mí y de mientras cuidaba lo que quedaba de este pinche pueblo. Primero vinieron las madres para que me pusiera en contacto con sus hijos; decían que ya habían buscado de cerro en cerro, que yo era su última esperanza, que si no podía de favor preguntarles si estaban todavía aquí o si no, en dónde. Pero esta maldad es tan grande que todo lo nubla. Otros vinieron por remedios. Traían sus frasquitos y yo les echaba de todo: que una gota verde para los nervios, que una amarilla para la protección, que otra roja para irse de una vez porque este dolor ya no se aguanta. Hubo un momento en que ya no se podría caminar por pueblo. Caída la noche nadie se asomaba, nomás yo. Llegaba a los lugares donde habían ejecutado a uno, levantado a otro, donde habían dejado una cabeza o a los puentes donde colgaban un cuerpo. Tomaba lo que fuese que encontrara: una piedrita, una agujeta, un anillo. Me lo llevaba a casa para intentar que ese objeto me dijera algo: una pista de dónde había parado el dueño. Tuve que manejar energías más densas pues porque solo así podía cuidarme. Tanto ellos y como los otros empezaron a decir que yo era la mismísima oscuridad, jijos de su madre, si el mismito infierno lo desataron ellos. Se me hizo tal fama que tanto ellos como los otros pidieron mi protección y yo tenía que jalar para ambos bandos. De tanto tentar al diablo abrí una puerta, lo sé. Se lo conté a tu padre, le dije que viniera por mí, que además de las energías ellos me amenazaban con ultrajarme si ayudaba a los otros, y al revés. Y Simón nomás diciendo que ya merito, ya merito voy por ti. 

Le conté a Utilia que estabas very sick, dad. Le pedí que nos ayudara, que hasta allá se sabía que lo curaba todo. Pero ella no entraba en razón. Dijo que no la habías llamado en años, ni con el pensamiento. “Y ora sí mandó por mí, ora sí le sirvo, ¿verdad?”, Utilia rodeó la barra y tomó un picahielos. Me lo extendió: “¿Quieres ayudar a tu dad? Pos mejor usa esto”.

“¿Y esto qué es, pinche bruja?”, le dije. “Don’t take me for a fool. ¿Qué carajos hago yo con esto?”. Quise sacudirla, dad. Perdóname, pero quise golpearla. Solo pedía uno de sus frascos, pero se negaba a dármelo. Empuñé el picahielos y de puro coraje traté de clavárselo pero no tuve la fuerza. “¿Me darás el frasco o no, Utilia?” Más que una exigencia, le estaba implorando. Ella apenas lanzó una mueca. La historia, mijo, no fue así. El día que ellos vinieron por mí, el picahielos me lo clavé en el corazón. A mí nadie me iba a estar haciendo chingaderas. Simón me abandonó a mi suerte. Ni a cavar mi tumba se dignó. Y conmigo se acabó el pueblo.

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Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón.

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Realización de
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Traducción de

Llegué al pueblo a la hora en que las sombras se alargaban hasta el horizonte. Tan largo fue el viaje que la troca ya poco daba de sí. Iba por ahí preguntando por el bar del Picahielos, pero de Utilia nadie me daba razón. Papá me había contado de su carácter. Era tan de la chingada que, una vez, de puro enojo con un cliente, clavó el picahielos en la barra. Nobody pudo jamás sacarlo. Cuando entré en el bar y le conté la historia a la anciana, me pendejeó: “¿Crees que esto es la Espada en la piedra? Póngase verga, mijo”. Era una leyenda que ella misma esparció para hacerse de reputación en un pueblo donde las mujeres estaban solas. “Los hombres se fueron a los United con la promesa de volver. Pero una vez allá todo se les olvida —dijo la vieja—, como a Simón, el culero de tu padre”.

Veinte años atrás, contó, los primeros empezaron a irse. La tierra estaba seca, el campo no daba. Alguien cambió el curso del río. A la mala. Nomás floreaba en la colina. Pura amapola. Quien pretendía jalar, recolectaba para Ellos o de lo contrario debía llegarle al norte. Luego la cosa se puso tan cabrona que las calles empezaron a vaciarse hasta quedar así, señaló Utilia hacia el desolado exterior.

Cuando me largué con my dad, San Juan de los Lagos era el más chulo. Aunque era un escuincle, perfecto me acuerdo de las fiestas a la virgen en el kiosko, del papel picado, de los elotes con mayonesa y chilito piquín del que sí pica. La iglesia en penumbras y colmada por el olor medio a flores, medio ahumado. El sonido del arpa mezclado con el de los cantos xihualacan de las señoras, y la nostalgia de pensar en las correteadas con los otros niños en el atrio. Aunque era un pueblo tranquilo, ya desde entonces se sabía de Ellos. Me prohibieron jugar en las maquinitas de la miscelánea. Se decía que ese era el verdadero palacio municipal. “Ellos fueron la razón de que tu papá y tú se fueran pal’ otro lado —explicó la vieja— por más que yo les rogué que se quedaran”.

Tuve una hermana que murió antes de mi nacimiento, según lo dicho por Utilia. Simón, el enterrador del pueblo, no tuvo de otra: my dad himself cavó la tumba de su niña. Quise acompañarlo en el sepelio, me contó Utilia, pero como no me dejaba lo seguí a escondidas. Desde atrás de un árbol lo vi de rodillas en el fango. Se quedó inmóvil largo rato hasta que con un grito desgarrador pidió a Dios, y con toda el alma, no tener que sepultar a nadie más. Pero la muerte agarra parejo y, apenas pasó el funeral, no le quedó de otra que volver al trabajo. Cuando ellos necesitaban que alguien se esfumara del pueblo sin dejar rastro, sabían a quién recurrir. Así se infló de lana. Pero luego llegaron los Otros y fue tal la confrontación que cada vez quedaba menos qué enterrar. Utilia pausó su relato como si hubiera visto a un espíritu. “Al muertito se le pone su tumba pos pa’ tener a qué orarle, pero ¿al desaparecido? Uno ruega que si ya se los cargaron al menos no hayan sufrido, no los hayan torturado, que ya estén descansando. Pos aunque fuera rezarle a una cruz de madera, pero luego ni eso. Uno no pierde la esperanza de verlos de vuelta, como sea, pues; mochados, si quieres, pero de vuelta”. 

“Pero ya. Mucho pinche cuento. Háblame de ti, pues. ¿Qué tanto hay por allá que no se dignaron a volver?”. Ante los cuestionamientos, le hablé a Utilia de tu mal. “Pa’ eso me gustabas, Simón. Siempre fuiste un escuincle enclenque. Estoy segura que el mal se lo pegó algún difunto. Aunque lucraba con ellos, les tenía cierto respeto. O eso contaban las madres que lloraban a sus muertos. Cuando andaban todos tiesos les decía que ya había pasado todo. Solo así se les iba el susto. Solo así podía meterlos a la caja”. El relato de Utilia me daba escalofríos. Y para ser honesto, dad, hasta me hizo enojar contigo. La imagen que de ti guardaba no correspondía a lo que contaba esta señora. Supongo que todo esto te dolía, que querrías borrarlo de la memoria y por eso me habrás hablado solo del camino al norte, de la pizca, del american dream. Nada del pasado. Y empecé a sentir como si no te conociera. Y Utilia se daba cuenta. Podría jurar que casi sonrió cuando retomó la historia.

“¡Mientras que ellos tenían la cortesía de enterrar a sus enemigos —dijo—, los otros llegaron a infundir el terror: metían los cuerpos destazados en botes llenos de ácido y los pozoleaban. Simón se las vio negras con el dinero. Para acabarla de amolar, aún le pesaba la muerte de tu hermana y se la pasaba bebiendo”. Utilia creyó ver en mi padre una especie de alivio al pasar menos tiempo en el panteón, por más que necesitara de los pesos. De tanto tomar ya no le quedaba pa’ comer. 

Una noche golpearon la puerta de la funeraria. A Simón no le dio tiempo de abrir  cuando escuchó el rechinar de las llantas. Ellos habían aventado el cuerpo de un chamaquito. Tu papá podía hacerse de la vista gorda para muchas cosas, pero no frente a esa barbarie. “¿Qué es esta saña?”, me preguntó tu papá entre sollozos. “Así nadie podrá reconocerlo. ¿Pos qué te hicieron, chamaco? ¿De quién se querían vengar?”. Llamó a las autoridades y dijeron que irían a revisar. Pasaron los días y nadie lo reclamó. Simón me decía: “Mira Utilia, es que tiene frío; mira, lo arropé con una cobijita; se me hace que nomás andaba jugando por ahí y lo levantaron”. Se cansó de esperar y se decidió a vestirlo. No sé qué le pasó esa noche, si quizá se le habrá figurado que ese cuerpecito en la plancha sería el tuyo, pero entre berridos me dijo que se largaban. Le rogué que no se fuera, le supliqué que nos cuidara. ¿Qué haríamos aquí sin él? Como sea, al enterrador se le respetaba y sería solo por eso que a sus hermanas nos dejaban en paz. Pero pasó lo que le dije. Una a una, de pronto ya no las volvimos a ver. 

Me quedé aquí nomás esperando a que Simón mandara por mí y de mientras cuidaba lo que quedaba de este pinche pueblo. Primero vinieron las madres para que me pusiera en contacto con sus hijos; decían que ya habían buscado de cerro en cerro, que yo era su última esperanza, que si no podía de favor preguntarles si estaban todavía aquí o si no, en dónde. Pero esta maldad es tan grande que todo lo nubla. Otros vinieron por remedios. Traían sus frasquitos y yo les echaba de todo: que una gota verde para los nervios, que una amarilla para la protección, que otra roja para irse de una vez porque este dolor ya no se aguanta. Hubo un momento en que ya no se podría caminar por pueblo. Caída la noche nadie se asomaba, nomás yo. Llegaba a los lugares donde habían ejecutado a uno, levantado a otro, donde habían dejado una cabeza o a los puentes donde colgaban un cuerpo. Tomaba lo que fuese que encontrara: una piedrita, una agujeta, un anillo. Me lo llevaba a casa para intentar que ese objeto me dijera algo: una pista de dónde había parado el dueño. Tuve que manejar energías más densas pues porque solo así podía cuidarme. Tanto ellos y como los otros empezaron a decir que yo era la mismísima oscuridad, jijos de su madre, si el mismito infierno lo desataron ellos. Se me hizo tal fama que tanto ellos como los otros pidieron mi protección y yo tenía que jalar para ambos bandos. De tanto tentar al diablo abrí una puerta, lo sé. Se lo conté a tu padre, le dije que viniera por mí, que además de las energías ellos me amenazaban con ultrajarme si ayudaba a los otros, y al revés. Y Simón nomás diciendo que ya merito, ya merito voy por ti. 

Le conté a Utilia que estabas very sick, dad. Le pedí que nos ayudara, que hasta allá se sabía que lo curaba todo. Pero ella no entraba en razón. Dijo que no la habías llamado en años, ni con el pensamiento. “Y ora sí mandó por mí, ora sí le sirvo, ¿verdad?”, Utilia rodeó la barra y tomó un picahielos. Me lo extendió: “¿Quieres ayudar a tu dad? Pos mejor usa esto”.

“¿Y esto qué es, pinche bruja?”, le dije. “Don’t take me for a fool. ¿Qué carajos hago yo con esto?”. Quise sacudirla, dad. Perdóname, pero quise golpearla. Solo pedía uno de sus frascos, pero se negaba a dármelo. Empuñé el picahielos y de puro coraje traté de clavárselo pero no tuve la fuerza. “¿Me darás el frasco o no, Utilia?” Más que una exigencia, le estaba implorando. Ella apenas lanzó una mueca. La historia, mijo, no fue así. El día que ellos vinieron por mí, el picahielos me lo clavé en el corazón. A mí nadie me iba a estar haciendo chingaderas. Simón me abandonó a mi suerte. Ni a cavar mi tumba se dignó. Y conmigo se acabó el pueblo.

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