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La urgencia de una familia palestina por ser evacuada y escapar del genocidio pone en evidencia una de las mayores encrucijadas diplomáticas que puede enfrentar cualquier país.
“Tuvimos que huir en medio de misiles y fuego de tanques de guerra. Tuvimos que abandonar el hermoso hogar que construimos a lo largo de tantos años; muchas veces tuvimos que dejarlo todo, excepto nuestros cuerpos, solo para sobrevivir. Nos han desplazado diez veces, y no queremos que vuelvan a hacerlo”. Aun en estas circunstancias, la familia me llama cada mañana y cada noche para decirme: “¡Hola, te amamos!”:
صباح الخير، وين البيسة؟
Los niños me dan los buenos días y me preguntan por mi gato. Intercambiamos fotos y videos cuando tienen suficiente señal de internet para buscar consuelo a la distancia. Mis amigos en Gaza forman una familia hermosa: un padre, Samy; una madre, Reham, y seis niños menores de 13 años. Se ríen y bromean conmigo, a pesar de la desesperación y el horror que los rodea.
Ghena, la hija mayor, refresca mi árabe con lecciones de un minuto en video; echa mano de poemas de Mahmoud Darwish que graba antes de que su padre salga a cargar el teléfono y a buscar comida y agua. Observo su sonrisa y su habilidad para enseñar. Sueña con ser profesora de inglés. Intento concentrarme en sus palabras en el video, pero me distraen los sonidos del vuelo de los drones, en el fondo. En otra transmisión, Zayna, de solo 3 años, señala las plantitas de menta y salvia que la familia ha logrado llevar consigo en sus numerosos desplazamientos. Zayna ríe y sonríe mientras me dice el nombre de cada planta. Oigo disparos detrás de ella en el video de diez segundos, y no puedo creer que no se inmute. Karim, el único niño en medio de sus cinco hermanas, tiene 11 años. Tiene una voz hermosa y ama cantar. Su sonrisa es tan radiante que podría iluminar el mundo entero y su risa tan contagiosa que me río sola en casa siempre que la oigo.
Allí también está Rahaf, con quien tengo en común el amor por las palabras y la escritura: tiene 11 años y su prosa demuestra ya una gran destreza. En 2024, documentó su experiencia en un breve relato titulado “La última noche”. No será la última de sus publicaciones, estoy segura. Por su parte, Toleen cumplió 6 este año. Nunca ha ido a la escuela, debido a la destrucción de su comunidad. Sin embargo, es muy inteligente y aprende cosas nuevas cada día. Y, finalmente, tengo presente a Misk, la pequeña de la familia, que nació menos de dos meses antes del inicio de los desplazamientos de la familia. Nunca había celebrado un cumpleaños. Tras cinco meses sin carne, lácteos, azúcar, verduras ni fruta, sobreviviendo apenas con pequeñas cantidades de pan y lentejas, llegó un rayo de esperanza: se permitió la entrada de una pequeña cantidad de comida a Gaza, y la niña pudo por fin tener su fiesta, con un nuevo peluche que su padre encontró en el mercado, palomitas de maíz y galletas.
Sumud o el espíritu perseverante
Entré en contacto con la familia por medio de amigos cercanos en Texas. Samy es primo de un amigo de la universidad. Desde mucho antes de 2023 ya conocía bien Palestina y la belleza de su gente y su tierra. Durante mis estudios de grado en la Universidad del Norte de Texas, comencé a estudiar la historia de Palestina. En 2003, como estudiante de Relaciones Internacionales con estudios de ética y filosofía, decidí ir a Palestina y colaborar con el Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM, por sus siglas en inglés). El grupo fue fundado por palestinos e israelíes que luchaban por poner fin a la ocupación mediante la acción directa no violenta, en apoyo de las comunidades palestinas locales. Aunque Rachel Corrie, activista del ISM de Washington había sido asesinada unos meses antes de mi viaje, atropellada deliberadamente con una excavadora D9 en Rafah, mientras intentaba evitar la demolición de la casa del farmacéutico local Samir Nasrallah, esto no me disuadió de ser voluntaria. A menudo me pregunto qué habrá sido de Samir y de su familia. ¿Estará vivo? Rafah ha sido arrasada, al punto de convertirse en un paisaje lunar. ¿Viven sus hijos en una tienda de campaña? Los campos de refugiados no son lugar para ningún ser humano, y mucho menos para niños.
De niña soñaba con los campos de concentración. Soñaba con que la Gestapo saldría de mi armario y me arrastraría a mí y a mi familia a Auschwitz. Esta pesadilla recurrente moldeó de alguna manera mi ética y mi activismo. De pequeña, me preguntaba constantemente: ¿cómo permitieron los alemanes los campos?, ¿cómo los permitió el mundo? La respuesta usual: “Teníamos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones personales. La economía estaba mal; los tiempos eran difíciles...”. Juré en mi corazón que nunca permitiría que mi vida estuviera por encima del cuidado y la preocupación por los demás. No tenía ni idea de que un día vería un genocidio en directo, en mi teléfono, al tiempo que me enamoraba de una familia que lo estaba viviendo.
Mi tiempo en el ISM también me condujo a campos de refugiados. Cisjordania está llena de refugiados que huyeron para salvar sus vidas durante la violenta limpieza étnica de la Nakba en la primavera de 1948, en la Palestina histórica. Setecientos mil palestinos escaparon de la violación y la muerte, sin nada en sus manos. Los sobrevivientes de aquel tiempo construyeron lo que se suponía serían viviendas temporales en Gaza, Belén, Tulkarem, Nablus, Jenin, Líbano, Siria y Jordania. Se aferraron a las llaves de sus casas en aldeas cubiertas intencionalmente por pinos, en un intento de borrar la memoria. Sin embargo, esta es difícil de borrar, y por más que hubo casas demolidas y enterradas, los palestinos desplazados nunca olvidaron que sus raíces estaban en “aquella tierra junto al cactus” que marcaba la entrada de cada aldea “olvidada”.
Como parte de un pequeño grupo de ciudadanos internacionales, nos capacitamos para el trabajo voluntario en Belén. Conocimos la vida bajo la ocupación, y aprendimos sobre nuestros derechos como extranjeros frente a la ley kafkiana que despoja de derechos a los palestinos. Aprendimos a negociar con los soldados durante las incursiones y en los puestos de control, y a reducir la tensión frente a soldados y colonos. Algunos partimos hacia Tulkarem, al norte de Cisjordania, justo en la llamada “línea verde” —la frontera de facto—. En 2003, Israel construyó un muro de hormigón de ocho metros, repleto de torres con francotiradores, muy adentro de la “línea verde” del territorio palestino ocupado. Durante la mayor parte de mi tiempo en Tulkarem, trabajamos para evitar la construcción de ese muro. La mayor de las voluntarias era una mujer judía de 70 años llamada Helga, que se plantaba allí para recordarles a los soldados que tenían abuelas, que la vergüenza tiene límites, que tenían que recapacitar y no hacer uso de municiones reales en las protestas. De hecho, más de la mitad de los activistas que conocí y con los que trabajé eran judíos provenientes de todas partes del mundo. Sacábamos provecho de nuestra condición de extranjeros: viajábamos en ambulancias, acompañábamos a los niños a sus escuelas, nos colocábamos al frente de las protestas y negociábamos en los puestos de control cuando soldados racistas de apenas 18 años decidían con total ligereza e impunidad cerrar ciudades y zonas enteras, solo porque les daba la gana.
Acampábamos en un olivar junto al camino del muro que se estaba construyendo en territorio palestino. Los agricultores de todos los pueblos circundantes, desde Atil hasta Bakah Gharbiyah, estaban siendo desplazados de sus tierras y zonas de pastoreo, tierras que sus familias habían trabajado durante tanto tiempo que conocían cada árbol y cada roca. Bebíamos té y café con los aldeanos que visitaban a diario nuestro pequeño campamento. Ellos nos daban comida, conversación y más gratitud de la que ninguno de nosotros podía sentirse cómodo aceptando. Personas sin libertad de movimiento ni control sobre sus destinos estaban dispuestas a darlo todo por un extraño que venía de muy lejos. “Gracias por no olvidarnos”. Esta frase me rompía el corazón cada vez que la oía.
La ocupación y el apartheid ya habían sentado sus reales y habían instalado el temor en la tierra. La violencia de los ataques nocturnos y los bombardeos eran una amenaza constante para la vida palestina en Cisjordania y Gaza. Estas personas me recordaban a los agricultores con los que crecí en Texas. Eran honestos, trabajadores, generosos y hospitalarios. Se conformaban con alegrías sencillas, compartiendo amor y alguno que otro chisme. Nos invitaban a bodas llenas de knaffeh y debkeh. A pesar de vivir bajo un sistema brutal, el amor perseveraba.
Reham creció con cinco hermanas y cinco hermanos jugando entre los olivares, naranjos, limoneros y granados de sus abuelos. Ella y sus hermanos pusieron nombre a cada árbol. Menos de una década después, ataría un columpio de cuerda a uno de esos árboles y compartiría la dulce alegría de la cosecha, cantando con sus tres hijos mayores y Samy. La amenaza de la violencia, sin embargo, siempre estuvo allí, cerca.
Samy y Reham aún no se conocían cuando Israel bombardeó Gaza en 2008. Era época de exámenes finales en la universidad, y Reham recuerda estar en la escalera de un sexto piso, viendo cómo el humo y la ansiedad subían a su alrededor. Corrió a casa; era el primer día de la Operación Plomo Fundido, la que durante semanas cimbró su casa y la de su primo con el estruendo de los bombardeos.
Samy, por su parte, comenzó a trabajar duro después de graduarse de la universidad. Asumió pronto la responsabilidad del hijo mayor, aunque no lo fuera; era el que cuidaba de sus padres y las tareas del hogar. Era muy cercano a su madre, quien falleció inesperadamente en 2010, antes de que pudiera ayudarlo con los preparativos de su matrimonio. Así, su hermana tuvo que intervenir en esos menesteres y, de hecho, fue la que le presentó a Reham. La pareja nació con buena estrella: él aportaba arduo trabajo y dedicación para asegurar la vida de su futura familia; ella, carácter alegre y optimismo. Para 2012, Reham estaba embarazada de su primera hija, Ghena (mi mejor profesora de árabe). Once meses después, dio a luz a Rahaf.
Cuando Rahaf tenía solo un mes, Reham obtuvo su título universitario. Soñaba con muchas cosas, pero los niños eran el centro de su vida. Poco después, Karim se unió a la familia. Tenía solo 40 días de nacido cuando Israel comenzó a bombardear Gaza de nuevo, e invadió la Franja. La incursión militar fue brutal; destruyó el 25% de los edificios y viviendas de Gaza. Samy y Reham protegieron a sus tres hijos pequeños lo mejor que pudieron, mientras miles de personas eran martirizadas a su alrededor. Fue psicológicamente devastador, pero rehicieron sus vidas, y abrieron paso a sus “años de prosperidad”.
Samy es creador de contenido y editor de video. Supo adelantarse en una industria emergente, en la que podía ayudar a negocios locales con campañas de publicidad y al mismo tiempo contribuir a la labor de organizaciones benéficas locales. En específico, como proveedor de la Organización Mundial de la Salud, el Centro Palestino para los Derechos Humanos y la Asociación Atfaluna para Sordos, levantó un pequeño negocio desde cero, en el peor contexto posible. La Franja de Gaza llevaba casi nueve años bajo un bloqueo militar total, sin control sobre su mar, tierra, aire ni espacio electromagnético. Desde entonces, Israel ha controlado todos los bienes, alimentos, materiales y suministros médicos, aislando a los palestinos gazatíes del resto de Palestina y del mundo.
Con todo, en una tierra completamente asediada, con un nivel de desempleo que oscilaba entre el 40% y 60%, Samy siempre estuvo decidido a darles a sus hijos la vida más hermosa posible. Y ahí están las pruebas. Hoy él me comparte fotos del dormitorio que les compró, mientras que Reham me comparte fotos de coloridos dulces y café servidos para invitados. Su rutina se llenaba de actividades para los niños. Después de la escuela, los llevaban a la playa y al pequeño zoológico. Caminaban por campos de fresas y cosechaban aceitunas cada año. Describen con nostalgia cómo escuchaban a sus hijos cantar en su casa, mientras preparaban comida. La forma en la que extrañan su hogar y su vida me deja sin aliento.
Su hogar y la vida que construyeron juntos les fue arrebatada de una horrible manera, y aun así nunca culpan a nadie de los desafíos que enfrentan: tan fuerte es su fe en Dios y su amor. Yo a menudo no sé cómo responder. Dejo, más bien, que su gracia me enseñe. En 2018, por los días de la Gran Marcha del Retorno, Reham animó a Samy a tener más hijos. Observaban las protestas pacíficas de cada viernes a la distancia, pues debían cuidar a sus hijos pequeños. Durante una de ellas, un francotirador le disparó al hermano de Reham en el pie. Ella describe aquellas marchas como algo hermoso y a la vez como una locura, debido al gran peligro que suponían. Son, en todo caso, historias de un pueblo gigante, profundamente arraigado a la tierra, a la que no renunciarán.

Ante la encrucijada histórica
La determinación de tener más hijos tenía que ver con las ganas de darle a Karim un hermano. En cambio, nació la pequeña Toleen, cuyo nacimiento describen como la adición perfecta a la abundancia que ya sentían el uno con el otro. Reham estaba embarazada cuando comenzó el intenso bombardeo israelí de 2021; fueron solo unos días, pero los niños y ella lo recuerdan. Pronto, Zayna, otra hermosa bebé, se uniría a la familia, seguida por Misk en 2023. A ellas, las niñas más pequeñas, las llaman “las tres mosqueteras”.
Lo que vino después, el genocidio, no tengo ni que describirlo. El mundo ha presenciado, a diario durante 23 meses, cómo familias enteras, con cientos de miembros, son borradas del registro civil por la vía del asesinato. El hambre se utiliza como arma de guerra intencionada, con el fin de quebrantar el espíritu de estas personas, que, sin embargo, tienen más ganas de vivir que cualquier otra que haya conocido.
Décadas de bombardeos, bloqueos y apartheid bajo un régimen racista y expansionista no han logrado más que fortalecer las raíces que han crecido en la tierra de Gaza. Pero toda vida requiere cubrir necesidades: agua, comida, aire, refugio y cierta sensación de seguridad. No se puede vivir solo de amor. Sabiendo que su hogar había sido arrasado y que no había nada a lo que regresar después de su último desplazamiento, finalmente me animé a hacer la pregunta: “¿Quieren venir a México, a vivir conmigo?”. Esto fue a principios de mayo.
Samy me escribió a la mañana siguiente: “Sí, tenemos que irnos. No queremos irnos de Palestina, pero no podemos pedirles a nuestros hijos que vivan así”. La más grave de las respuestas.
Los primeros correos electrónicos que envié a la Secretaría de Relaciones Exteriores, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (instancia de la Secretaría de Gobernación) y a la embajadora palestina en México solo obtuvieron silencio. No era un camino descabellado: sabía que México había recibido a una familia de Gaza a principios de 2025, así que debía de haber una manera de ayudar a otras familias que necesitaran huir del infierno. Insistí y contacté a una amiga del equipo diplomático mexicano ante la ONU. Ella tenía esperanzas. Al fin y al cabo, su jefe había ayudado a evacuar a la familia anterior. Yo tenía la misma sensación, así que le di a Samy la buena noticia. Arrancó la espera. Comencé a hablarles de México, de su deliciosa comida, su colorida cultura, su gente generosa y su rica historia.
Es larga la tradición progresista de México. Solo un par de muestras: la Constitución de 1824, garante de los derechos individuales, y la Conferencia de Chapultepec de 1945, que fue precursora en buena medida de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hilo conductor de las mejores intenciones de Naciones Unidas y un faro para todo el mundo. El ideal de protección de la ciudadanía global le debe mucho a varias generaciones de pensadores, diplomáticos y líderes políticos mexicanos. Samy incluso me ha enviado publicaciones de las breves declaraciones que la presidenta Claudia Sheinbaum ha hecho sobre Palestina, y me ha pedido varias veces que le diera las gracias. Veámoslo con detenimiento: estas personas, que sufren lo inimaginable, agradecen incluso el pequeño gesto de ser recordadas.
Dos semanas después de mi petición de ayuda, ya bien entrado junio, mi amiga diplomática me escribió: “Tengo malas noticias”. Me armé de valor y seguí leyendo. Me explicó que, si bien México estaría feliz de recibir a Samy, Reham y los niños, Israel se negaba a conceder a más familias un salvoconducto para salir de Gaza. Leer este mensaje me destrozó: “¿Me estás diciendo que el mundo va a permitir su exterminio? La mitad de Gaza son niños. ¿Por qué se permite esto? ¿Por qué no hemos roto relaciones con Israel ni cortado lazos económicos? ¿Por qué México no actúa?”. Mi amiga, claro, no tenía respuestas precisas.
Esa mañana fue uno de los días más tristes de mi vida. No me atreví a escribirle a la familia. Me senté con mi propia desesperación, y comprendí que el mundo entero está secuestrado por regímenes nucleares que consideran que partes de la humanidad son prescindibles, en su lógica de acumulación de ganancias y apropiación de recursos. La banalidad del malvado ahora anhela bienes raíces y gas natural. Estos estafadores a quienes llamamos líderes alimentan a poblaciones horrorizadas de todo el mundo “democrático” con palabras vacías, con el fin de sofocar la protesta, mientras descuartizan todos los principios éticos y legales establecidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los palestinos nunca han olvidado que solo tres años después del “nunca más” comenzó la pesadilla de su Nakba ininterrumpida.
Veo a Samy y Reham adelgazando en vivo, frente a la cámara. Me agradecen el apoyo y cariño. Un buen día significa compartir falafel con la familia extendida cuando el régimen les permite un poco de comida. La hermana de Samy no había comido en tres días, pero lo único que expresaban era el deseo de vivir. Escuchar esto disipó mi desesperación. Nunca me rendiré con esta familia o con cualquier parte de Palestina.
Quizá México pueda escudarse en el moldeable principio de no intervención, y paralizarse ante las amenazas, rebajando los mismos derechos humanos que ayudó a dar al mundo o acaso encuentre el camino de regreso hacia este regalo histórico. De algo estoy segura: fingir neutralidad es una forma de intervención, pero del lado de la violencia y la opresión.
Recibo un mensaje; son las cuatro de la mañana en Gaza. Samy me escribe: “Me desperté con muchos mensajes. El lugar que dejamos hace un mes fue bombardeado esta noche y mucha gente no sabía que habíamos cambiado de ubicación, así que estaban muy preocupados de que estuviéramos bajo los escombros”. Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las familias que seguramente murieron esa noche, al pensar en mis habibis que escaparon por poco de la muerte, al pensar en sus hijos durmiendo durante 23 meses de bombardeos nocturnos, acostumbrándose al sonido de las armas que intentan extinguir sus vidas, oliendo la muerte por todas partes. Me siento impotente. También siento un inmenso amor ante este horror. Cuatro horas después, Misk me envía un video:
أنا بحبك
Revuelve su pequeña taza de té, negándose a que sus padres le quiten la cuchara. El símbolo de sus dos años de infancia a mitad del genocidio; su único derecho a ser como sus hermanos mayores, mientras repite una y otra vez con una sonrisa: “Te amo”.
La urgencia de una familia palestina por ser evacuada y escapar del genocidio pone en evidencia una de las mayores encrucijadas diplomáticas que puede enfrentar cualquier país.
“Tuvimos que huir en medio de misiles y fuego de tanques de guerra. Tuvimos que abandonar el hermoso hogar que construimos a lo largo de tantos años; muchas veces tuvimos que dejarlo todo, excepto nuestros cuerpos, solo para sobrevivir. Nos han desplazado diez veces, y no queremos que vuelvan a hacerlo”. Aun en estas circunstancias, la familia me llama cada mañana y cada noche para decirme: “¡Hola, te amamos!”:
صباح الخير، وين البيسة؟
Los niños me dan los buenos días y me preguntan por mi gato. Intercambiamos fotos y videos cuando tienen suficiente señal de internet para buscar consuelo a la distancia. Mis amigos en Gaza forman una familia hermosa: un padre, Samy; una madre, Reham, y seis niños menores de 13 años. Se ríen y bromean conmigo, a pesar de la desesperación y el horror que los rodea.
Ghena, la hija mayor, refresca mi árabe con lecciones de un minuto en video; echa mano de poemas de Mahmoud Darwish que graba antes de que su padre salga a cargar el teléfono y a buscar comida y agua. Observo su sonrisa y su habilidad para enseñar. Sueña con ser profesora de inglés. Intento concentrarme en sus palabras en el video, pero me distraen los sonidos del vuelo de los drones, en el fondo. En otra transmisión, Zayna, de solo 3 años, señala las plantitas de menta y salvia que la familia ha logrado llevar consigo en sus numerosos desplazamientos. Zayna ríe y sonríe mientras me dice el nombre de cada planta. Oigo disparos detrás de ella en el video de diez segundos, y no puedo creer que no se inmute. Karim, el único niño en medio de sus cinco hermanas, tiene 11 años. Tiene una voz hermosa y ama cantar. Su sonrisa es tan radiante que podría iluminar el mundo entero y su risa tan contagiosa que me río sola en casa siempre que la oigo.
Allí también está Rahaf, con quien tengo en común el amor por las palabras y la escritura: tiene 11 años y su prosa demuestra ya una gran destreza. En 2024, documentó su experiencia en un breve relato titulado “La última noche”. No será la última de sus publicaciones, estoy segura. Por su parte, Toleen cumplió 6 este año. Nunca ha ido a la escuela, debido a la destrucción de su comunidad. Sin embargo, es muy inteligente y aprende cosas nuevas cada día. Y, finalmente, tengo presente a Misk, la pequeña de la familia, que nació menos de dos meses antes del inicio de los desplazamientos de la familia. Nunca había celebrado un cumpleaños. Tras cinco meses sin carne, lácteos, azúcar, verduras ni fruta, sobreviviendo apenas con pequeñas cantidades de pan y lentejas, llegó un rayo de esperanza: se permitió la entrada de una pequeña cantidad de comida a Gaza, y la niña pudo por fin tener su fiesta, con un nuevo peluche que su padre encontró en el mercado, palomitas de maíz y galletas.
Sumud o el espíritu perseverante
Entré en contacto con la familia por medio de amigos cercanos en Texas. Samy es primo de un amigo de la universidad. Desde mucho antes de 2023 ya conocía bien Palestina y la belleza de su gente y su tierra. Durante mis estudios de grado en la Universidad del Norte de Texas, comencé a estudiar la historia de Palestina. En 2003, como estudiante de Relaciones Internacionales con estudios de ética y filosofía, decidí ir a Palestina y colaborar con el Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM, por sus siglas en inglés). El grupo fue fundado por palestinos e israelíes que luchaban por poner fin a la ocupación mediante la acción directa no violenta, en apoyo de las comunidades palestinas locales. Aunque Rachel Corrie, activista del ISM de Washington había sido asesinada unos meses antes de mi viaje, atropellada deliberadamente con una excavadora D9 en Rafah, mientras intentaba evitar la demolición de la casa del farmacéutico local Samir Nasrallah, esto no me disuadió de ser voluntaria. A menudo me pregunto qué habrá sido de Samir y de su familia. ¿Estará vivo? Rafah ha sido arrasada, al punto de convertirse en un paisaje lunar. ¿Viven sus hijos en una tienda de campaña? Los campos de refugiados no son lugar para ningún ser humano, y mucho menos para niños.
De niña soñaba con los campos de concentración. Soñaba con que la Gestapo saldría de mi armario y me arrastraría a mí y a mi familia a Auschwitz. Esta pesadilla recurrente moldeó de alguna manera mi ética y mi activismo. De pequeña, me preguntaba constantemente: ¿cómo permitieron los alemanes los campos?, ¿cómo los permitió el mundo? La respuesta usual: “Teníamos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones personales. La economía estaba mal; los tiempos eran difíciles...”. Juré en mi corazón que nunca permitiría que mi vida estuviera por encima del cuidado y la preocupación por los demás. No tenía ni idea de que un día vería un genocidio en directo, en mi teléfono, al tiempo que me enamoraba de una familia que lo estaba viviendo.
Mi tiempo en el ISM también me condujo a campos de refugiados. Cisjordania está llena de refugiados que huyeron para salvar sus vidas durante la violenta limpieza étnica de la Nakba en la primavera de 1948, en la Palestina histórica. Setecientos mil palestinos escaparon de la violación y la muerte, sin nada en sus manos. Los sobrevivientes de aquel tiempo construyeron lo que se suponía serían viviendas temporales en Gaza, Belén, Tulkarem, Nablus, Jenin, Líbano, Siria y Jordania. Se aferraron a las llaves de sus casas en aldeas cubiertas intencionalmente por pinos, en un intento de borrar la memoria. Sin embargo, esta es difícil de borrar, y por más que hubo casas demolidas y enterradas, los palestinos desplazados nunca olvidaron que sus raíces estaban en “aquella tierra junto al cactus” que marcaba la entrada de cada aldea “olvidada”.
Como parte de un pequeño grupo de ciudadanos internacionales, nos capacitamos para el trabajo voluntario en Belén. Conocimos la vida bajo la ocupación, y aprendimos sobre nuestros derechos como extranjeros frente a la ley kafkiana que despoja de derechos a los palestinos. Aprendimos a negociar con los soldados durante las incursiones y en los puestos de control, y a reducir la tensión frente a soldados y colonos. Algunos partimos hacia Tulkarem, al norte de Cisjordania, justo en la llamada “línea verde” —la frontera de facto—. En 2003, Israel construyó un muro de hormigón de ocho metros, repleto de torres con francotiradores, muy adentro de la “línea verde” del territorio palestino ocupado. Durante la mayor parte de mi tiempo en Tulkarem, trabajamos para evitar la construcción de ese muro. La mayor de las voluntarias era una mujer judía de 70 años llamada Helga, que se plantaba allí para recordarles a los soldados que tenían abuelas, que la vergüenza tiene límites, que tenían que recapacitar y no hacer uso de municiones reales en las protestas. De hecho, más de la mitad de los activistas que conocí y con los que trabajé eran judíos provenientes de todas partes del mundo. Sacábamos provecho de nuestra condición de extranjeros: viajábamos en ambulancias, acompañábamos a los niños a sus escuelas, nos colocábamos al frente de las protestas y negociábamos en los puestos de control cuando soldados racistas de apenas 18 años decidían con total ligereza e impunidad cerrar ciudades y zonas enteras, solo porque les daba la gana.
Acampábamos en un olivar junto al camino del muro que se estaba construyendo en territorio palestino. Los agricultores de todos los pueblos circundantes, desde Atil hasta Bakah Gharbiyah, estaban siendo desplazados de sus tierras y zonas de pastoreo, tierras que sus familias habían trabajado durante tanto tiempo que conocían cada árbol y cada roca. Bebíamos té y café con los aldeanos que visitaban a diario nuestro pequeño campamento. Ellos nos daban comida, conversación y más gratitud de la que ninguno de nosotros podía sentirse cómodo aceptando. Personas sin libertad de movimiento ni control sobre sus destinos estaban dispuestas a darlo todo por un extraño que venía de muy lejos. “Gracias por no olvidarnos”. Esta frase me rompía el corazón cada vez que la oía.
La ocupación y el apartheid ya habían sentado sus reales y habían instalado el temor en la tierra. La violencia de los ataques nocturnos y los bombardeos eran una amenaza constante para la vida palestina en Cisjordania y Gaza. Estas personas me recordaban a los agricultores con los que crecí en Texas. Eran honestos, trabajadores, generosos y hospitalarios. Se conformaban con alegrías sencillas, compartiendo amor y alguno que otro chisme. Nos invitaban a bodas llenas de knaffeh y debkeh. A pesar de vivir bajo un sistema brutal, el amor perseveraba.
Reham creció con cinco hermanas y cinco hermanos jugando entre los olivares, naranjos, limoneros y granados de sus abuelos. Ella y sus hermanos pusieron nombre a cada árbol. Menos de una década después, ataría un columpio de cuerda a uno de esos árboles y compartiría la dulce alegría de la cosecha, cantando con sus tres hijos mayores y Samy. La amenaza de la violencia, sin embargo, siempre estuvo allí, cerca.
Samy y Reham aún no se conocían cuando Israel bombardeó Gaza en 2008. Era época de exámenes finales en la universidad, y Reham recuerda estar en la escalera de un sexto piso, viendo cómo el humo y la ansiedad subían a su alrededor. Corrió a casa; era el primer día de la Operación Plomo Fundido, la que durante semanas cimbró su casa y la de su primo con el estruendo de los bombardeos.
Samy, por su parte, comenzó a trabajar duro después de graduarse de la universidad. Asumió pronto la responsabilidad del hijo mayor, aunque no lo fuera; era el que cuidaba de sus padres y las tareas del hogar. Era muy cercano a su madre, quien falleció inesperadamente en 2010, antes de que pudiera ayudarlo con los preparativos de su matrimonio. Así, su hermana tuvo que intervenir en esos menesteres y, de hecho, fue la que le presentó a Reham. La pareja nació con buena estrella: él aportaba arduo trabajo y dedicación para asegurar la vida de su futura familia; ella, carácter alegre y optimismo. Para 2012, Reham estaba embarazada de su primera hija, Ghena (mi mejor profesora de árabe). Once meses después, dio a luz a Rahaf.
Cuando Rahaf tenía solo un mes, Reham obtuvo su título universitario. Soñaba con muchas cosas, pero los niños eran el centro de su vida. Poco después, Karim se unió a la familia. Tenía solo 40 días de nacido cuando Israel comenzó a bombardear Gaza de nuevo, e invadió la Franja. La incursión militar fue brutal; destruyó el 25% de los edificios y viviendas de Gaza. Samy y Reham protegieron a sus tres hijos pequeños lo mejor que pudieron, mientras miles de personas eran martirizadas a su alrededor. Fue psicológicamente devastador, pero rehicieron sus vidas, y abrieron paso a sus “años de prosperidad”.
Samy es creador de contenido y editor de video. Supo adelantarse en una industria emergente, en la que podía ayudar a negocios locales con campañas de publicidad y al mismo tiempo contribuir a la labor de organizaciones benéficas locales. En específico, como proveedor de la Organización Mundial de la Salud, el Centro Palestino para los Derechos Humanos y la Asociación Atfaluna para Sordos, levantó un pequeño negocio desde cero, en el peor contexto posible. La Franja de Gaza llevaba casi nueve años bajo un bloqueo militar total, sin control sobre su mar, tierra, aire ni espacio electromagnético. Desde entonces, Israel ha controlado todos los bienes, alimentos, materiales y suministros médicos, aislando a los palestinos gazatíes del resto de Palestina y del mundo.
Con todo, en una tierra completamente asediada, con un nivel de desempleo que oscilaba entre el 40% y 60%, Samy siempre estuvo decidido a darles a sus hijos la vida más hermosa posible. Y ahí están las pruebas. Hoy él me comparte fotos del dormitorio que les compró, mientras que Reham me comparte fotos de coloridos dulces y café servidos para invitados. Su rutina se llenaba de actividades para los niños. Después de la escuela, los llevaban a la playa y al pequeño zoológico. Caminaban por campos de fresas y cosechaban aceitunas cada año. Describen con nostalgia cómo escuchaban a sus hijos cantar en su casa, mientras preparaban comida. La forma en la que extrañan su hogar y su vida me deja sin aliento.
Su hogar y la vida que construyeron juntos les fue arrebatada de una horrible manera, y aun así nunca culpan a nadie de los desafíos que enfrentan: tan fuerte es su fe en Dios y su amor. Yo a menudo no sé cómo responder. Dejo, más bien, que su gracia me enseñe. En 2018, por los días de la Gran Marcha del Retorno, Reham animó a Samy a tener más hijos. Observaban las protestas pacíficas de cada viernes a la distancia, pues debían cuidar a sus hijos pequeños. Durante una de ellas, un francotirador le disparó al hermano de Reham en el pie. Ella describe aquellas marchas como algo hermoso y a la vez como una locura, debido al gran peligro que suponían. Son, en todo caso, historias de un pueblo gigante, profundamente arraigado a la tierra, a la que no renunciarán.

Ante la encrucijada histórica
La determinación de tener más hijos tenía que ver con las ganas de darle a Karim un hermano. En cambio, nació la pequeña Toleen, cuyo nacimiento describen como la adición perfecta a la abundancia que ya sentían el uno con el otro. Reham estaba embarazada cuando comenzó el intenso bombardeo israelí de 2021; fueron solo unos días, pero los niños y ella lo recuerdan. Pronto, Zayna, otra hermosa bebé, se uniría a la familia, seguida por Misk en 2023. A ellas, las niñas más pequeñas, las llaman “las tres mosqueteras”.
Lo que vino después, el genocidio, no tengo ni que describirlo. El mundo ha presenciado, a diario durante 23 meses, cómo familias enteras, con cientos de miembros, son borradas del registro civil por la vía del asesinato. El hambre se utiliza como arma de guerra intencionada, con el fin de quebrantar el espíritu de estas personas, que, sin embargo, tienen más ganas de vivir que cualquier otra que haya conocido.
Décadas de bombardeos, bloqueos y apartheid bajo un régimen racista y expansionista no han logrado más que fortalecer las raíces que han crecido en la tierra de Gaza. Pero toda vida requiere cubrir necesidades: agua, comida, aire, refugio y cierta sensación de seguridad. No se puede vivir solo de amor. Sabiendo que su hogar había sido arrasado y que no había nada a lo que regresar después de su último desplazamiento, finalmente me animé a hacer la pregunta: “¿Quieren venir a México, a vivir conmigo?”. Esto fue a principios de mayo.
Samy me escribió a la mañana siguiente: “Sí, tenemos que irnos. No queremos irnos de Palestina, pero no podemos pedirles a nuestros hijos que vivan así”. La más grave de las respuestas.
Los primeros correos electrónicos que envié a la Secretaría de Relaciones Exteriores, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (instancia de la Secretaría de Gobernación) y a la embajadora palestina en México solo obtuvieron silencio. No era un camino descabellado: sabía que México había recibido a una familia de Gaza a principios de 2025, así que debía de haber una manera de ayudar a otras familias que necesitaran huir del infierno. Insistí y contacté a una amiga del equipo diplomático mexicano ante la ONU. Ella tenía esperanzas. Al fin y al cabo, su jefe había ayudado a evacuar a la familia anterior. Yo tenía la misma sensación, así que le di a Samy la buena noticia. Arrancó la espera. Comencé a hablarles de México, de su deliciosa comida, su colorida cultura, su gente generosa y su rica historia.
Es larga la tradición progresista de México. Solo un par de muestras: la Constitución de 1824, garante de los derechos individuales, y la Conferencia de Chapultepec de 1945, que fue precursora en buena medida de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hilo conductor de las mejores intenciones de Naciones Unidas y un faro para todo el mundo. El ideal de protección de la ciudadanía global le debe mucho a varias generaciones de pensadores, diplomáticos y líderes políticos mexicanos. Samy incluso me ha enviado publicaciones de las breves declaraciones que la presidenta Claudia Sheinbaum ha hecho sobre Palestina, y me ha pedido varias veces que le diera las gracias. Veámoslo con detenimiento: estas personas, que sufren lo inimaginable, agradecen incluso el pequeño gesto de ser recordadas.
Dos semanas después de mi petición de ayuda, ya bien entrado junio, mi amiga diplomática me escribió: “Tengo malas noticias”. Me armé de valor y seguí leyendo. Me explicó que, si bien México estaría feliz de recibir a Samy, Reham y los niños, Israel se negaba a conceder a más familias un salvoconducto para salir de Gaza. Leer este mensaje me destrozó: “¿Me estás diciendo que el mundo va a permitir su exterminio? La mitad de Gaza son niños. ¿Por qué se permite esto? ¿Por qué no hemos roto relaciones con Israel ni cortado lazos económicos? ¿Por qué México no actúa?”. Mi amiga, claro, no tenía respuestas precisas.
Esa mañana fue uno de los días más tristes de mi vida. No me atreví a escribirle a la familia. Me senté con mi propia desesperación, y comprendí que el mundo entero está secuestrado por regímenes nucleares que consideran que partes de la humanidad son prescindibles, en su lógica de acumulación de ganancias y apropiación de recursos. La banalidad del malvado ahora anhela bienes raíces y gas natural. Estos estafadores a quienes llamamos líderes alimentan a poblaciones horrorizadas de todo el mundo “democrático” con palabras vacías, con el fin de sofocar la protesta, mientras descuartizan todos los principios éticos y legales establecidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los palestinos nunca han olvidado que solo tres años después del “nunca más” comenzó la pesadilla de su Nakba ininterrumpida.
Veo a Samy y Reham adelgazando en vivo, frente a la cámara. Me agradecen el apoyo y cariño. Un buen día significa compartir falafel con la familia extendida cuando el régimen les permite un poco de comida. La hermana de Samy no había comido en tres días, pero lo único que expresaban era el deseo de vivir. Escuchar esto disipó mi desesperación. Nunca me rendiré con esta familia o con cualquier parte de Palestina.
Quizá México pueda escudarse en el moldeable principio de no intervención, y paralizarse ante las amenazas, rebajando los mismos derechos humanos que ayudó a dar al mundo o acaso encuentre el camino de regreso hacia este regalo histórico. De algo estoy segura: fingir neutralidad es una forma de intervención, pero del lado de la violencia y la opresión.
Recibo un mensaje; son las cuatro de la mañana en Gaza. Samy me escribe: “Me desperté con muchos mensajes. El lugar que dejamos hace un mes fue bombardeado esta noche y mucha gente no sabía que habíamos cambiado de ubicación, así que estaban muy preocupados de que estuviéramos bajo los escombros”. Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las familias que seguramente murieron esa noche, al pensar en mis habibis que escaparon por poco de la muerte, al pensar en sus hijos durmiendo durante 23 meses de bombardeos nocturnos, acostumbrándose al sonido de las armas que intentan extinguir sus vidas, oliendo la muerte por todas partes. Me siento impotente. También siento un inmenso amor ante este horror. Cuatro horas después, Misk me envía un video:
أنا بحبك
Revuelve su pequeña taza de té, negándose a que sus padres le quiten la cuchara. El símbolo de sus dos años de infancia a mitad del genocidio; su único derecho a ser como sus hermanos mayores, mientras repite una y otra vez con una sonrisa: “Te amo”.

La urgencia de una familia palestina por ser evacuada y escapar del genocidio pone en evidencia una de las mayores encrucijadas diplomáticas que puede enfrentar cualquier país.
“Tuvimos que huir en medio de misiles y fuego de tanques de guerra. Tuvimos que abandonar el hermoso hogar que construimos a lo largo de tantos años; muchas veces tuvimos que dejarlo todo, excepto nuestros cuerpos, solo para sobrevivir. Nos han desplazado diez veces, y no queremos que vuelvan a hacerlo”. Aun en estas circunstancias, la familia me llama cada mañana y cada noche para decirme: “¡Hola, te amamos!”:
صباح الخير، وين البيسة؟
Los niños me dan los buenos días y me preguntan por mi gato. Intercambiamos fotos y videos cuando tienen suficiente señal de internet para buscar consuelo a la distancia. Mis amigos en Gaza forman una familia hermosa: un padre, Samy; una madre, Reham, y seis niños menores de 13 años. Se ríen y bromean conmigo, a pesar de la desesperación y el horror que los rodea.
Ghena, la hija mayor, refresca mi árabe con lecciones de un minuto en video; echa mano de poemas de Mahmoud Darwish que graba antes de que su padre salga a cargar el teléfono y a buscar comida y agua. Observo su sonrisa y su habilidad para enseñar. Sueña con ser profesora de inglés. Intento concentrarme en sus palabras en el video, pero me distraen los sonidos del vuelo de los drones, en el fondo. En otra transmisión, Zayna, de solo 3 años, señala las plantitas de menta y salvia que la familia ha logrado llevar consigo en sus numerosos desplazamientos. Zayna ríe y sonríe mientras me dice el nombre de cada planta. Oigo disparos detrás de ella en el video de diez segundos, y no puedo creer que no se inmute. Karim, el único niño en medio de sus cinco hermanas, tiene 11 años. Tiene una voz hermosa y ama cantar. Su sonrisa es tan radiante que podría iluminar el mundo entero y su risa tan contagiosa que me río sola en casa siempre que la oigo.
Allí también está Rahaf, con quien tengo en común el amor por las palabras y la escritura: tiene 11 años y su prosa demuestra ya una gran destreza. En 2024, documentó su experiencia en un breve relato titulado “La última noche”. No será la última de sus publicaciones, estoy segura. Por su parte, Toleen cumplió 6 este año. Nunca ha ido a la escuela, debido a la destrucción de su comunidad. Sin embargo, es muy inteligente y aprende cosas nuevas cada día. Y, finalmente, tengo presente a Misk, la pequeña de la familia, que nació menos de dos meses antes del inicio de los desplazamientos de la familia. Nunca había celebrado un cumpleaños. Tras cinco meses sin carne, lácteos, azúcar, verduras ni fruta, sobreviviendo apenas con pequeñas cantidades de pan y lentejas, llegó un rayo de esperanza: se permitió la entrada de una pequeña cantidad de comida a Gaza, y la niña pudo por fin tener su fiesta, con un nuevo peluche que su padre encontró en el mercado, palomitas de maíz y galletas.
Sumud o el espíritu perseverante
Entré en contacto con la familia por medio de amigos cercanos en Texas. Samy es primo de un amigo de la universidad. Desde mucho antes de 2023 ya conocía bien Palestina y la belleza de su gente y su tierra. Durante mis estudios de grado en la Universidad del Norte de Texas, comencé a estudiar la historia de Palestina. En 2003, como estudiante de Relaciones Internacionales con estudios de ética y filosofía, decidí ir a Palestina y colaborar con el Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM, por sus siglas en inglés). El grupo fue fundado por palestinos e israelíes que luchaban por poner fin a la ocupación mediante la acción directa no violenta, en apoyo de las comunidades palestinas locales. Aunque Rachel Corrie, activista del ISM de Washington había sido asesinada unos meses antes de mi viaje, atropellada deliberadamente con una excavadora D9 en Rafah, mientras intentaba evitar la demolición de la casa del farmacéutico local Samir Nasrallah, esto no me disuadió de ser voluntaria. A menudo me pregunto qué habrá sido de Samir y de su familia. ¿Estará vivo? Rafah ha sido arrasada, al punto de convertirse en un paisaje lunar. ¿Viven sus hijos en una tienda de campaña? Los campos de refugiados no son lugar para ningún ser humano, y mucho menos para niños.
De niña soñaba con los campos de concentración. Soñaba con que la Gestapo saldría de mi armario y me arrastraría a mí y a mi familia a Auschwitz. Esta pesadilla recurrente moldeó de alguna manera mi ética y mi activismo. De pequeña, me preguntaba constantemente: ¿cómo permitieron los alemanes los campos?, ¿cómo los permitió el mundo? La respuesta usual: “Teníamos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones personales. La economía estaba mal; los tiempos eran difíciles...”. Juré en mi corazón que nunca permitiría que mi vida estuviera por encima del cuidado y la preocupación por los demás. No tenía ni idea de que un día vería un genocidio en directo, en mi teléfono, al tiempo que me enamoraba de una familia que lo estaba viviendo.
Mi tiempo en el ISM también me condujo a campos de refugiados. Cisjordania está llena de refugiados que huyeron para salvar sus vidas durante la violenta limpieza étnica de la Nakba en la primavera de 1948, en la Palestina histórica. Setecientos mil palestinos escaparon de la violación y la muerte, sin nada en sus manos. Los sobrevivientes de aquel tiempo construyeron lo que se suponía serían viviendas temporales en Gaza, Belén, Tulkarem, Nablus, Jenin, Líbano, Siria y Jordania. Se aferraron a las llaves de sus casas en aldeas cubiertas intencionalmente por pinos, en un intento de borrar la memoria. Sin embargo, esta es difícil de borrar, y por más que hubo casas demolidas y enterradas, los palestinos desplazados nunca olvidaron que sus raíces estaban en “aquella tierra junto al cactus” que marcaba la entrada de cada aldea “olvidada”.
Como parte de un pequeño grupo de ciudadanos internacionales, nos capacitamos para el trabajo voluntario en Belén. Conocimos la vida bajo la ocupación, y aprendimos sobre nuestros derechos como extranjeros frente a la ley kafkiana que despoja de derechos a los palestinos. Aprendimos a negociar con los soldados durante las incursiones y en los puestos de control, y a reducir la tensión frente a soldados y colonos. Algunos partimos hacia Tulkarem, al norte de Cisjordania, justo en la llamada “línea verde” —la frontera de facto—. En 2003, Israel construyó un muro de hormigón de ocho metros, repleto de torres con francotiradores, muy adentro de la “línea verde” del territorio palestino ocupado. Durante la mayor parte de mi tiempo en Tulkarem, trabajamos para evitar la construcción de ese muro. La mayor de las voluntarias era una mujer judía de 70 años llamada Helga, que se plantaba allí para recordarles a los soldados que tenían abuelas, que la vergüenza tiene límites, que tenían que recapacitar y no hacer uso de municiones reales en las protestas. De hecho, más de la mitad de los activistas que conocí y con los que trabajé eran judíos provenientes de todas partes del mundo. Sacábamos provecho de nuestra condición de extranjeros: viajábamos en ambulancias, acompañábamos a los niños a sus escuelas, nos colocábamos al frente de las protestas y negociábamos en los puestos de control cuando soldados racistas de apenas 18 años decidían con total ligereza e impunidad cerrar ciudades y zonas enteras, solo porque les daba la gana.
Acampábamos en un olivar junto al camino del muro que se estaba construyendo en territorio palestino. Los agricultores de todos los pueblos circundantes, desde Atil hasta Bakah Gharbiyah, estaban siendo desplazados de sus tierras y zonas de pastoreo, tierras que sus familias habían trabajado durante tanto tiempo que conocían cada árbol y cada roca. Bebíamos té y café con los aldeanos que visitaban a diario nuestro pequeño campamento. Ellos nos daban comida, conversación y más gratitud de la que ninguno de nosotros podía sentirse cómodo aceptando. Personas sin libertad de movimiento ni control sobre sus destinos estaban dispuestas a darlo todo por un extraño que venía de muy lejos. “Gracias por no olvidarnos”. Esta frase me rompía el corazón cada vez que la oía.
La ocupación y el apartheid ya habían sentado sus reales y habían instalado el temor en la tierra. La violencia de los ataques nocturnos y los bombardeos eran una amenaza constante para la vida palestina en Cisjordania y Gaza. Estas personas me recordaban a los agricultores con los que crecí en Texas. Eran honestos, trabajadores, generosos y hospitalarios. Se conformaban con alegrías sencillas, compartiendo amor y alguno que otro chisme. Nos invitaban a bodas llenas de knaffeh y debkeh. A pesar de vivir bajo un sistema brutal, el amor perseveraba.
Reham creció con cinco hermanas y cinco hermanos jugando entre los olivares, naranjos, limoneros y granados de sus abuelos. Ella y sus hermanos pusieron nombre a cada árbol. Menos de una década después, ataría un columpio de cuerda a uno de esos árboles y compartiría la dulce alegría de la cosecha, cantando con sus tres hijos mayores y Samy. La amenaza de la violencia, sin embargo, siempre estuvo allí, cerca.
Samy y Reham aún no se conocían cuando Israel bombardeó Gaza en 2008. Era época de exámenes finales en la universidad, y Reham recuerda estar en la escalera de un sexto piso, viendo cómo el humo y la ansiedad subían a su alrededor. Corrió a casa; era el primer día de la Operación Plomo Fundido, la que durante semanas cimbró su casa y la de su primo con el estruendo de los bombardeos.
Samy, por su parte, comenzó a trabajar duro después de graduarse de la universidad. Asumió pronto la responsabilidad del hijo mayor, aunque no lo fuera; era el que cuidaba de sus padres y las tareas del hogar. Era muy cercano a su madre, quien falleció inesperadamente en 2010, antes de que pudiera ayudarlo con los preparativos de su matrimonio. Así, su hermana tuvo que intervenir en esos menesteres y, de hecho, fue la que le presentó a Reham. La pareja nació con buena estrella: él aportaba arduo trabajo y dedicación para asegurar la vida de su futura familia; ella, carácter alegre y optimismo. Para 2012, Reham estaba embarazada de su primera hija, Ghena (mi mejor profesora de árabe). Once meses después, dio a luz a Rahaf.
Cuando Rahaf tenía solo un mes, Reham obtuvo su título universitario. Soñaba con muchas cosas, pero los niños eran el centro de su vida. Poco después, Karim se unió a la familia. Tenía solo 40 días de nacido cuando Israel comenzó a bombardear Gaza de nuevo, e invadió la Franja. La incursión militar fue brutal; destruyó el 25% de los edificios y viviendas de Gaza. Samy y Reham protegieron a sus tres hijos pequeños lo mejor que pudieron, mientras miles de personas eran martirizadas a su alrededor. Fue psicológicamente devastador, pero rehicieron sus vidas, y abrieron paso a sus “años de prosperidad”.
Samy es creador de contenido y editor de video. Supo adelantarse en una industria emergente, en la que podía ayudar a negocios locales con campañas de publicidad y al mismo tiempo contribuir a la labor de organizaciones benéficas locales. En específico, como proveedor de la Organización Mundial de la Salud, el Centro Palestino para los Derechos Humanos y la Asociación Atfaluna para Sordos, levantó un pequeño negocio desde cero, en el peor contexto posible. La Franja de Gaza llevaba casi nueve años bajo un bloqueo militar total, sin control sobre su mar, tierra, aire ni espacio electromagnético. Desde entonces, Israel ha controlado todos los bienes, alimentos, materiales y suministros médicos, aislando a los palestinos gazatíes del resto de Palestina y del mundo.
Con todo, en una tierra completamente asediada, con un nivel de desempleo que oscilaba entre el 40% y 60%, Samy siempre estuvo decidido a darles a sus hijos la vida más hermosa posible. Y ahí están las pruebas. Hoy él me comparte fotos del dormitorio que les compró, mientras que Reham me comparte fotos de coloridos dulces y café servidos para invitados. Su rutina se llenaba de actividades para los niños. Después de la escuela, los llevaban a la playa y al pequeño zoológico. Caminaban por campos de fresas y cosechaban aceitunas cada año. Describen con nostalgia cómo escuchaban a sus hijos cantar en su casa, mientras preparaban comida. La forma en la que extrañan su hogar y su vida me deja sin aliento.
Su hogar y la vida que construyeron juntos les fue arrebatada de una horrible manera, y aun así nunca culpan a nadie de los desafíos que enfrentan: tan fuerte es su fe en Dios y su amor. Yo a menudo no sé cómo responder. Dejo, más bien, que su gracia me enseñe. En 2018, por los días de la Gran Marcha del Retorno, Reham animó a Samy a tener más hijos. Observaban las protestas pacíficas de cada viernes a la distancia, pues debían cuidar a sus hijos pequeños. Durante una de ellas, un francotirador le disparó al hermano de Reham en el pie. Ella describe aquellas marchas como algo hermoso y a la vez como una locura, debido al gran peligro que suponían. Son, en todo caso, historias de un pueblo gigante, profundamente arraigado a la tierra, a la que no renunciarán.

Ante la encrucijada histórica
La determinación de tener más hijos tenía que ver con las ganas de darle a Karim un hermano. En cambio, nació la pequeña Toleen, cuyo nacimiento describen como la adición perfecta a la abundancia que ya sentían el uno con el otro. Reham estaba embarazada cuando comenzó el intenso bombardeo israelí de 2021; fueron solo unos días, pero los niños y ella lo recuerdan. Pronto, Zayna, otra hermosa bebé, se uniría a la familia, seguida por Misk en 2023. A ellas, las niñas más pequeñas, las llaman “las tres mosqueteras”.
Lo que vino después, el genocidio, no tengo ni que describirlo. El mundo ha presenciado, a diario durante 23 meses, cómo familias enteras, con cientos de miembros, son borradas del registro civil por la vía del asesinato. El hambre se utiliza como arma de guerra intencionada, con el fin de quebrantar el espíritu de estas personas, que, sin embargo, tienen más ganas de vivir que cualquier otra que haya conocido.
Décadas de bombardeos, bloqueos y apartheid bajo un régimen racista y expansionista no han logrado más que fortalecer las raíces que han crecido en la tierra de Gaza. Pero toda vida requiere cubrir necesidades: agua, comida, aire, refugio y cierta sensación de seguridad. No se puede vivir solo de amor. Sabiendo que su hogar había sido arrasado y que no había nada a lo que regresar después de su último desplazamiento, finalmente me animé a hacer la pregunta: “¿Quieren venir a México, a vivir conmigo?”. Esto fue a principios de mayo.
Samy me escribió a la mañana siguiente: “Sí, tenemos que irnos. No queremos irnos de Palestina, pero no podemos pedirles a nuestros hijos que vivan así”. La más grave de las respuestas.
Los primeros correos electrónicos que envié a la Secretaría de Relaciones Exteriores, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (instancia de la Secretaría de Gobernación) y a la embajadora palestina en México solo obtuvieron silencio. No era un camino descabellado: sabía que México había recibido a una familia de Gaza a principios de 2025, así que debía de haber una manera de ayudar a otras familias que necesitaran huir del infierno. Insistí y contacté a una amiga del equipo diplomático mexicano ante la ONU. Ella tenía esperanzas. Al fin y al cabo, su jefe había ayudado a evacuar a la familia anterior. Yo tenía la misma sensación, así que le di a Samy la buena noticia. Arrancó la espera. Comencé a hablarles de México, de su deliciosa comida, su colorida cultura, su gente generosa y su rica historia.
Es larga la tradición progresista de México. Solo un par de muestras: la Constitución de 1824, garante de los derechos individuales, y la Conferencia de Chapultepec de 1945, que fue precursora en buena medida de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hilo conductor de las mejores intenciones de Naciones Unidas y un faro para todo el mundo. El ideal de protección de la ciudadanía global le debe mucho a varias generaciones de pensadores, diplomáticos y líderes políticos mexicanos. Samy incluso me ha enviado publicaciones de las breves declaraciones que la presidenta Claudia Sheinbaum ha hecho sobre Palestina, y me ha pedido varias veces que le diera las gracias. Veámoslo con detenimiento: estas personas, que sufren lo inimaginable, agradecen incluso el pequeño gesto de ser recordadas.
Dos semanas después de mi petición de ayuda, ya bien entrado junio, mi amiga diplomática me escribió: “Tengo malas noticias”. Me armé de valor y seguí leyendo. Me explicó que, si bien México estaría feliz de recibir a Samy, Reham y los niños, Israel se negaba a conceder a más familias un salvoconducto para salir de Gaza. Leer este mensaje me destrozó: “¿Me estás diciendo que el mundo va a permitir su exterminio? La mitad de Gaza son niños. ¿Por qué se permite esto? ¿Por qué no hemos roto relaciones con Israel ni cortado lazos económicos? ¿Por qué México no actúa?”. Mi amiga, claro, no tenía respuestas precisas.
Esa mañana fue uno de los días más tristes de mi vida. No me atreví a escribirle a la familia. Me senté con mi propia desesperación, y comprendí que el mundo entero está secuestrado por regímenes nucleares que consideran que partes de la humanidad son prescindibles, en su lógica de acumulación de ganancias y apropiación de recursos. La banalidad del malvado ahora anhela bienes raíces y gas natural. Estos estafadores a quienes llamamos líderes alimentan a poblaciones horrorizadas de todo el mundo “democrático” con palabras vacías, con el fin de sofocar la protesta, mientras descuartizan todos los principios éticos y legales establecidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los palestinos nunca han olvidado que solo tres años después del “nunca más” comenzó la pesadilla de su Nakba ininterrumpida.
Veo a Samy y Reham adelgazando en vivo, frente a la cámara. Me agradecen el apoyo y cariño. Un buen día significa compartir falafel con la familia extendida cuando el régimen les permite un poco de comida. La hermana de Samy no había comido en tres días, pero lo único que expresaban era el deseo de vivir. Escuchar esto disipó mi desesperación. Nunca me rendiré con esta familia o con cualquier parte de Palestina.
Quizá México pueda escudarse en el moldeable principio de no intervención, y paralizarse ante las amenazas, rebajando los mismos derechos humanos que ayudó a dar al mundo o acaso encuentre el camino de regreso hacia este regalo histórico. De algo estoy segura: fingir neutralidad es una forma de intervención, pero del lado de la violencia y la opresión.
Recibo un mensaje; son las cuatro de la mañana en Gaza. Samy me escribe: “Me desperté con muchos mensajes. El lugar que dejamos hace un mes fue bombardeado esta noche y mucha gente no sabía que habíamos cambiado de ubicación, así que estaban muy preocupados de que estuviéramos bajo los escombros”. Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las familias que seguramente murieron esa noche, al pensar en mis habibis que escaparon por poco de la muerte, al pensar en sus hijos durmiendo durante 23 meses de bombardeos nocturnos, acostumbrándose al sonido de las armas que intentan extinguir sus vidas, oliendo la muerte por todas partes. Me siento impotente. También siento un inmenso amor ante este horror. Cuatro horas después, Misk me envía un video:
أنا بحبك
Revuelve su pequeña taza de té, negándose a que sus padres le quiten la cuchara. El símbolo de sus dos años de infancia a mitad del genocidio; su único derecho a ser como sus hermanos mayores, mientras repite una y otra vez con una sonrisa: “Te amo”.

La urgencia de una familia palestina por ser evacuada y escapar del genocidio pone en evidencia una de las mayores encrucijadas diplomáticas que puede enfrentar cualquier país.
“Tuvimos que huir en medio de misiles y fuego de tanques de guerra. Tuvimos que abandonar el hermoso hogar que construimos a lo largo de tantos años; muchas veces tuvimos que dejarlo todo, excepto nuestros cuerpos, solo para sobrevivir. Nos han desplazado diez veces, y no queremos que vuelvan a hacerlo”. Aun en estas circunstancias, la familia me llama cada mañana y cada noche para decirme: “¡Hola, te amamos!”:
صباح الخير، وين البيسة؟
Los niños me dan los buenos días y me preguntan por mi gato. Intercambiamos fotos y videos cuando tienen suficiente señal de internet para buscar consuelo a la distancia. Mis amigos en Gaza forman una familia hermosa: un padre, Samy; una madre, Reham, y seis niños menores de 13 años. Se ríen y bromean conmigo, a pesar de la desesperación y el horror que los rodea.
Ghena, la hija mayor, refresca mi árabe con lecciones de un minuto en video; echa mano de poemas de Mahmoud Darwish que graba antes de que su padre salga a cargar el teléfono y a buscar comida y agua. Observo su sonrisa y su habilidad para enseñar. Sueña con ser profesora de inglés. Intento concentrarme en sus palabras en el video, pero me distraen los sonidos del vuelo de los drones, en el fondo. En otra transmisión, Zayna, de solo 3 años, señala las plantitas de menta y salvia que la familia ha logrado llevar consigo en sus numerosos desplazamientos. Zayna ríe y sonríe mientras me dice el nombre de cada planta. Oigo disparos detrás de ella en el video de diez segundos, y no puedo creer que no se inmute. Karim, el único niño en medio de sus cinco hermanas, tiene 11 años. Tiene una voz hermosa y ama cantar. Su sonrisa es tan radiante que podría iluminar el mundo entero y su risa tan contagiosa que me río sola en casa siempre que la oigo.
Allí también está Rahaf, con quien tengo en común el amor por las palabras y la escritura: tiene 11 años y su prosa demuestra ya una gran destreza. En 2024, documentó su experiencia en un breve relato titulado “La última noche”. No será la última de sus publicaciones, estoy segura. Por su parte, Toleen cumplió 6 este año. Nunca ha ido a la escuela, debido a la destrucción de su comunidad. Sin embargo, es muy inteligente y aprende cosas nuevas cada día. Y, finalmente, tengo presente a Misk, la pequeña de la familia, que nació menos de dos meses antes del inicio de los desplazamientos de la familia. Nunca había celebrado un cumpleaños. Tras cinco meses sin carne, lácteos, azúcar, verduras ni fruta, sobreviviendo apenas con pequeñas cantidades de pan y lentejas, llegó un rayo de esperanza: se permitió la entrada de una pequeña cantidad de comida a Gaza, y la niña pudo por fin tener su fiesta, con un nuevo peluche que su padre encontró en el mercado, palomitas de maíz y galletas.
Sumud o el espíritu perseverante
Entré en contacto con la familia por medio de amigos cercanos en Texas. Samy es primo de un amigo de la universidad. Desde mucho antes de 2023 ya conocía bien Palestina y la belleza de su gente y su tierra. Durante mis estudios de grado en la Universidad del Norte de Texas, comencé a estudiar la historia de Palestina. En 2003, como estudiante de Relaciones Internacionales con estudios de ética y filosofía, decidí ir a Palestina y colaborar con el Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM, por sus siglas en inglés). El grupo fue fundado por palestinos e israelíes que luchaban por poner fin a la ocupación mediante la acción directa no violenta, en apoyo de las comunidades palestinas locales. Aunque Rachel Corrie, activista del ISM de Washington había sido asesinada unos meses antes de mi viaje, atropellada deliberadamente con una excavadora D9 en Rafah, mientras intentaba evitar la demolición de la casa del farmacéutico local Samir Nasrallah, esto no me disuadió de ser voluntaria. A menudo me pregunto qué habrá sido de Samir y de su familia. ¿Estará vivo? Rafah ha sido arrasada, al punto de convertirse en un paisaje lunar. ¿Viven sus hijos en una tienda de campaña? Los campos de refugiados no son lugar para ningún ser humano, y mucho menos para niños.
De niña soñaba con los campos de concentración. Soñaba con que la Gestapo saldría de mi armario y me arrastraría a mí y a mi familia a Auschwitz. Esta pesadilla recurrente moldeó de alguna manera mi ética y mi activismo. De pequeña, me preguntaba constantemente: ¿cómo permitieron los alemanes los campos?, ¿cómo los permitió el mundo? La respuesta usual: “Teníamos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones personales. La economía estaba mal; los tiempos eran difíciles...”. Juré en mi corazón que nunca permitiría que mi vida estuviera por encima del cuidado y la preocupación por los demás. No tenía ni idea de que un día vería un genocidio en directo, en mi teléfono, al tiempo que me enamoraba de una familia que lo estaba viviendo.
Mi tiempo en el ISM también me condujo a campos de refugiados. Cisjordania está llena de refugiados que huyeron para salvar sus vidas durante la violenta limpieza étnica de la Nakba en la primavera de 1948, en la Palestina histórica. Setecientos mil palestinos escaparon de la violación y la muerte, sin nada en sus manos. Los sobrevivientes de aquel tiempo construyeron lo que se suponía serían viviendas temporales en Gaza, Belén, Tulkarem, Nablus, Jenin, Líbano, Siria y Jordania. Se aferraron a las llaves de sus casas en aldeas cubiertas intencionalmente por pinos, en un intento de borrar la memoria. Sin embargo, esta es difícil de borrar, y por más que hubo casas demolidas y enterradas, los palestinos desplazados nunca olvidaron que sus raíces estaban en “aquella tierra junto al cactus” que marcaba la entrada de cada aldea “olvidada”.
Como parte de un pequeño grupo de ciudadanos internacionales, nos capacitamos para el trabajo voluntario en Belén. Conocimos la vida bajo la ocupación, y aprendimos sobre nuestros derechos como extranjeros frente a la ley kafkiana que despoja de derechos a los palestinos. Aprendimos a negociar con los soldados durante las incursiones y en los puestos de control, y a reducir la tensión frente a soldados y colonos. Algunos partimos hacia Tulkarem, al norte de Cisjordania, justo en la llamada “línea verde” —la frontera de facto—. En 2003, Israel construyó un muro de hormigón de ocho metros, repleto de torres con francotiradores, muy adentro de la “línea verde” del territorio palestino ocupado. Durante la mayor parte de mi tiempo en Tulkarem, trabajamos para evitar la construcción de ese muro. La mayor de las voluntarias era una mujer judía de 70 años llamada Helga, que se plantaba allí para recordarles a los soldados que tenían abuelas, que la vergüenza tiene límites, que tenían que recapacitar y no hacer uso de municiones reales en las protestas. De hecho, más de la mitad de los activistas que conocí y con los que trabajé eran judíos provenientes de todas partes del mundo. Sacábamos provecho de nuestra condición de extranjeros: viajábamos en ambulancias, acompañábamos a los niños a sus escuelas, nos colocábamos al frente de las protestas y negociábamos en los puestos de control cuando soldados racistas de apenas 18 años decidían con total ligereza e impunidad cerrar ciudades y zonas enteras, solo porque les daba la gana.
Acampábamos en un olivar junto al camino del muro que se estaba construyendo en territorio palestino. Los agricultores de todos los pueblos circundantes, desde Atil hasta Bakah Gharbiyah, estaban siendo desplazados de sus tierras y zonas de pastoreo, tierras que sus familias habían trabajado durante tanto tiempo que conocían cada árbol y cada roca. Bebíamos té y café con los aldeanos que visitaban a diario nuestro pequeño campamento. Ellos nos daban comida, conversación y más gratitud de la que ninguno de nosotros podía sentirse cómodo aceptando. Personas sin libertad de movimiento ni control sobre sus destinos estaban dispuestas a darlo todo por un extraño que venía de muy lejos. “Gracias por no olvidarnos”. Esta frase me rompía el corazón cada vez que la oía.
La ocupación y el apartheid ya habían sentado sus reales y habían instalado el temor en la tierra. La violencia de los ataques nocturnos y los bombardeos eran una amenaza constante para la vida palestina en Cisjordania y Gaza. Estas personas me recordaban a los agricultores con los que crecí en Texas. Eran honestos, trabajadores, generosos y hospitalarios. Se conformaban con alegrías sencillas, compartiendo amor y alguno que otro chisme. Nos invitaban a bodas llenas de knaffeh y debkeh. A pesar de vivir bajo un sistema brutal, el amor perseveraba.
Reham creció con cinco hermanas y cinco hermanos jugando entre los olivares, naranjos, limoneros y granados de sus abuelos. Ella y sus hermanos pusieron nombre a cada árbol. Menos de una década después, ataría un columpio de cuerda a uno de esos árboles y compartiría la dulce alegría de la cosecha, cantando con sus tres hijos mayores y Samy. La amenaza de la violencia, sin embargo, siempre estuvo allí, cerca.
Samy y Reham aún no se conocían cuando Israel bombardeó Gaza en 2008. Era época de exámenes finales en la universidad, y Reham recuerda estar en la escalera de un sexto piso, viendo cómo el humo y la ansiedad subían a su alrededor. Corrió a casa; era el primer día de la Operación Plomo Fundido, la que durante semanas cimbró su casa y la de su primo con el estruendo de los bombardeos.
Samy, por su parte, comenzó a trabajar duro después de graduarse de la universidad. Asumió pronto la responsabilidad del hijo mayor, aunque no lo fuera; era el que cuidaba de sus padres y las tareas del hogar. Era muy cercano a su madre, quien falleció inesperadamente en 2010, antes de que pudiera ayudarlo con los preparativos de su matrimonio. Así, su hermana tuvo que intervenir en esos menesteres y, de hecho, fue la que le presentó a Reham. La pareja nació con buena estrella: él aportaba arduo trabajo y dedicación para asegurar la vida de su futura familia; ella, carácter alegre y optimismo. Para 2012, Reham estaba embarazada de su primera hija, Ghena (mi mejor profesora de árabe). Once meses después, dio a luz a Rahaf.
Cuando Rahaf tenía solo un mes, Reham obtuvo su título universitario. Soñaba con muchas cosas, pero los niños eran el centro de su vida. Poco después, Karim se unió a la familia. Tenía solo 40 días de nacido cuando Israel comenzó a bombardear Gaza de nuevo, e invadió la Franja. La incursión militar fue brutal; destruyó el 25% de los edificios y viviendas de Gaza. Samy y Reham protegieron a sus tres hijos pequeños lo mejor que pudieron, mientras miles de personas eran martirizadas a su alrededor. Fue psicológicamente devastador, pero rehicieron sus vidas, y abrieron paso a sus “años de prosperidad”.
Samy es creador de contenido y editor de video. Supo adelantarse en una industria emergente, en la que podía ayudar a negocios locales con campañas de publicidad y al mismo tiempo contribuir a la labor de organizaciones benéficas locales. En específico, como proveedor de la Organización Mundial de la Salud, el Centro Palestino para los Derechos Humanos y la Asociación Atfaluna para Sordos, levantó un pequeño negocio desde cero, en el peor contexto posible. La Franja de Gaza llevaba casi nueve años bajo un bloqueo militar total, sin control sobre su mar, tierra, aire ni espacio electromagnético. Desde entonces, Israel ha controlado todos los bienes, alimentos, materiales y suministros médicos, aislando a los palestinos gazatíes del resto de Palestina y del mundo.
Con todo, en una tierra completamente asediada, con un nivel de desempleo que oscilaba entre el 40% y 60%, Samy siempre estuvo decidido a darles a sus hijos la vida más hermosa posible. Y ahí están las pruebas. Hoy él me comparte fotos del dormitorio que les compró, mientras que Reham me comparte fotos de coloridos dulces y café servidos para invitados. Su rutina se llenaba de actividades para los niños. Después de la escuela, los llevaban a la playa y al pequeño zoológico. Caminaban por campos de fresas y cosechaban aceitunas cada año. Describen con nostalgia cómo escuchaban a sus hijos cantar en su casa, mientras preparaban comida. La forma en la que extrañan su hogar y su vida me deja sin aliento.
Su hogar y la vida que construyeron juntos les fue arrebatada de una horrible manera, y aun así nunca culpan a nadie de los desafíos que enfrentan: tan fuerte es su fe en Dios y su amor. Yo a menudo no sé cómo responder. Dejo, más bien, que su gracia me enseñe. En 2018, por los días de la Gran Marcha del Retorno, Reham animó a Samy a tener más hijos. Observaban las protestas pacíficas de cada viernes a la distancia, pues debían cuidar a sus hijos pequeños. Durante una de ellas, un francotirador le disparó al hermano de Reham en el pie. Ella describe aquellas marchas como algo hermoso y a la vez como una locura, debido al gran peligro que suponían. Son, en todo caso, historias de un pueblo gigante, profundamente arraigado a la tierra, a la que no renunciarán.

Ante la encrucijada histórica
La determinación de tener más hijos tenía que ver con las ganas de darle a Karim un hermano. En cambio, nació la pequeña Toleen, cuyo nacimiento describen como la adición perfecta a la abundancia que ya sentían el uno con el otro. Reham estaba embarazada cuando comenzó el intenso bombardeo israelí de 2021; fueron solo unos días, pero los niños y ella lo recuerdan. Pronto, Zayna, otra hermosa bebé, se uniría a la familia, seguida por Misk en 2023. A ellas, las niñas más pequeñas, las llaman “las tres mosqueteras”.
Lo que vino después, el genocidio, no tengo ni que describirlo. El mundo ha presenciado, a diario durante 23 meses, cómo familias enteras, con cientos de miembros, son borradas del registro civil por la vía del asesinato. El hambre se utiliza como arma de guerra intencionada, con el fin de quebrantar el espíritu de estas personas, que, sin embargo, tienen más ganas de vivir que cualquier otra que haya conocido.
Décadas de bombardeos, bloqueos y apartheid bajo un régimen racista y expansionista no han logrado más que fortalecer las raíces que han crecido en la tierra de Gaza. Pero toda vida requiere cubrir necesidades: agua, comida, aire, refugio y cierta sensación de seguridad. No se puede vivir solo de amor. Sabiendo que su hogar había sido arrasado y que no había nada a lo que regresar después de su último desplazamiento, finalmente me animé a hacer la pregunta: “¿Quieren venir a México, a vivir conmigo?”. Esto fue a principios de mayo.
Samy me escribió a la mañana siguiente: “Sí, tenemos que irnos. No queremos irnos de Palestina, pero no podemos pedirles a nuestros hijos que vivan así”. La más grave de las respuestas.
Los primeros correos electrónicos que envié a la Secretaría de Relaciones Exteriores, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (instancia de la Secretaría de Gobernación) y a la embajadora palestina en México solo obtuvieron silencio. No era un camino descabellado: sabía que México había recibido a una familia de Gaza a principios de 2025, así que debía de haber una manera de ayudar a otras familias que necesitaran huir del infierno. Insistí y contacté a una amiga del equipo diplomático mexicano ante la ONU. Ella tenía esperanzas. Al fin y al cabo, su jefe había ayudado a evacuar a la familia anterior. Yo tenía la misma sensación, así que le di a Samy la buena noticia. Arrancó la espera. Comencé a hablarles de México, de su deliciosa comida, su colorida cultura, su gente generosa y su rica historia.
Es larga la tradición progresista de México. Solo un par de muestras: la Constitución de 1824, garante de los derechos individuales, y la Conferencia de Chapultepec de 1945, que fue precursora en buena medida de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hilo conductor de las mejores intenciones de Naciones Unidas y un faro para todo el mundo. El ideal de protección de la ciudadanía global le debe mucho a varias generaciones de pensadores, diplomáticos y líderes políticos mexicanos. Samy incluso me ha enviado publicaciones de las breves declaraciones que la presidenta Claudia Sheinbaum ha hecho sobre Palestina, y me ha pedido varias veces que le diera las gracias. Veámoslo con detenimiento: estas personas, que sufren lo inimaginable, agradecen incluso el pequeño gesto de ser recordadas.
Dos semanas después de mi petición de ayuda, ya bien entrado junio, mi amiga diplomática me escribió: “Tengo malas noticias”. Me armé de valor y seguí leyendo. Me explicó que, si bien México estaría feliz de recibir a Samy, Reham y los niños, Israel se negaba a conceder a más familias un salvoconducto para salir de Gaza. Leer este mensaje me destrozó: “¿Me estás diciendo que el mundo va a permitir su exterminio? La mitad de Gaza son niños. ¿Por qué se permite esto? ¿Por qué no hemos roto relaciones con Israel ni cortado lazos económicos? ¿Por qué México no actúa?”. Mi amiga, claro, no tenía respuestas precisas.
Esa mañana fue uno de los días más tristes de mi vida. No me atreví a escribirle a la familia. Me senté con mi propia desesperación, y comprendí que el mundo entero está secuestrado por regímenes nucleares que consideran que partes de la humanidad son prescindibles, en su lógica de acumulación de ganancias y apropiación de recursos. La banalidad del malvado ahora anhela bienes raíces y gas natural. Estos estafadores a quienes llamamos líderes alimentan a poblaciones horrorizadas de todo el mundo “democrático” con palabras vacías, con el fin de sofocar la protesta, mientras descuartizan todos los principios éticos y legales establecidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los palestinos nunca han olvidado que solo tres años después del “nunca más” comenzó la pesadilla de su Nakba ininterrumpida.
Veo a Samy y Reham adelgazando en vivo, frente a la cámara. Me agradecen el apoyo y cariño. Un buen día significa compartir falafel con la familia extendida cuando el régimen les permite un poco de comida. La hermana de Samy no había comido en tres días, pero lo único que expresaban era el deseo de vivir. Escuchar esto disipó mi desesperación. Nunca me rendiré con esta familia o con cualquier parte de Palestina.
Quizá México pueda escudarse en el moldeable principio de no intervención, y paralizarse ante las amenazas, rebajando los mismos derechos humanos que ayudó a dar al mundo o acaso encuentre el camino de regreso hacia este regalo histórico. De algo estoy segura: fingir neutralidad es una forma de intervención, pero del lado de la violencia y la opresión.
Recibo un mensaje; son las cuatro de la mañana en Gaza. Samy me escribe: “Me desperté con muchos mensajes. El lugar que dejamos hace un mes fue bombardeado esta noche y mucha gente no sabía que habíamos cambiado de ubicación, así que estaban muy preocupados de que estuviéramos bajo los escombros”. Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las familias que seguramente murieron esa noche, al pensar en mis habibis que escaparon por poco de la muerte, al pensar en sus hijos durmiendo durante 23 meses de bombardeos nocturnos, acostumbrándose al sonido de las armas que intentan extinguir sus vidas, oliendo la muerte por todas partes. Me siento impotente. También siento un inmenso amor ante este horror. Cuatro horas después, Misk me envía un video:
أنا بحبك
Revuelve su pequeña taza de té, negándose a que sus padres le quiten la cuchara. El símbolo de sus dos años de infancia a mitad del genocidio; su único derecho a ser como sus hermanos mayores, mientras repite una y otra vez con una sonrisa: “Te amo”.

“Tuvimos que huir en medio de misiles y fuego de tanques de guerra. Tuvimos que abandonar el hermoso hogar que construimos a lo largo de tantos años; muchas veces tuvimos que dejarlo todo, excepto nuestros cuerpos, solo para sobrevivir. Nos han desplazado diez veces, y no queremos que vuelvan a hacerlo”. Aun en estas circunstancias, la familia me llama cada mañana y cada noche para decirme: “¡Hola, te amamos!”:
صباح الخير، وين البيسة؟
Los niños me dan los buenos días y me preguntan por mi gato. Intercambiamos fotos y videos cuando tienen suficiente señal de internet para buscar consuelo a la distancia. Mis amigos en Gaza forman una familia hermosa: un padre, Samy; una madre, Reham, y seis niños menores de 13 años. Se ríen y bromean conmigo, a pesar de la desesperación y el horror que los rodea.
Ghena, la hija mayor, refresca mi árabe con lecciones de un minuto en video; echa mano de poemas de Mahmoud Darwish que graba antes de que su padre salga a cargar el teléfono y a buscar comida y agua. Observo su sonrisa y su habilidad para enseñar. Sueña con ser profesora de inglés. Intento concentrarme en sus palabras en el video, pero me distraen los sonidos del vuelo de los drones, en el fondo. En otra transmisión, Zayna, de solo 3 años, señala las plantitas de menta y salvia que la familia ha logrado llevar consigo en sus numerosos desplazamientos. Zayna ríe y sonríe mientras me dice el nombre de cada planta. Oigo disparos detrás de ella en el video de diez segundos, y no puedo creer que no se inmute. Karim, el único niño en medio de sus cinco hermanas, tiene 11 años. Tiene una voz hermosa y ama cantar. Su sonrisa es tan radiante que podría iluminar el mundo entero y su risa tan contagiosa que me río sola en casa siempre que la oigo.
Allí también está Rahaf, con quien tengo en común el amor por las palabras y la escritura: tiene 11 años y su prosa demuestra ya una gran destreza. En 2024, documentó su experiencia en un breve relato titulado “La última noche”. No será la última de sus publicaciones, estoy segura. Por su parte, Toleen cumplió 6 este año. Nunca ha ido a la escuela, debido a la destrucción de su comunidad. Sin embargo, es muy inteligente y aprende cosas nuevas cada día. Y, finalmente, tengo presente a Misk, la pequeña de la familia, que nació menos de dos meses antes del inicio de los desplazamientos de la familia. Nunca había celebrado un cumpleaños. Tras cinco meses sin carne, lácteos, azúcar, verduras ni fruta, sobreviviendo apenas con pequeñas cantidades de pan y lentejas, llegó un rayo de esperanza: se permitió la entrada de una pequeña cantidad de comida a Gaza, y la niña pudo por fin tener su fiesta, con un nuevo peluche que su padre encontró en el mercado, palomitas de maíz y galletas.
Sumud o el espíritu perseverante
Entré en contacto con la familia por medio de amigos cercanos en Texas. Samy es primo de un amigo de la universidad. Desde mucho antes de 2023 ya conocía bien Palestina y la belleza de su gente y su tierra. Durante mis estudios de grado en la Universidad del Norte de Texas, comencé a estudiar la historia de Palestina. En 2003, como estudiante de Relaciones Internacionales con estudios de ética y filosofía, decidí ir a Palestina y colaborar con el Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM, por sus siglas en inglés). El grupo fue fundado por palestinos e israelíes que luchaban por poner fin a la ocupación mediante la acción directa no violenta, en apoyo de las comunidades palestinas locales. Aunque Rachel Corrie, activista del ISM de Washington había sido asesinada unos meses antes de mi viaje, atropellada deliberadamente con una excavadora D9 en Rafah, mientras intentaba evitar la demolición de la casa del farmacéutico local Samir Nasrallah, esto no me disuadió de ser voluntaria. A menudo me pregunto qué habrá sido de Samir y de su familia. ¿Estará vivo? Rafah ha sido arrasada, al punto de convertirse en un paisaje lunar. ¿Viven sus hijos en una tienda de campaña? Los campos de refugiados no son lugar para ningún ser humano, y mucho menos para niños.
De niña soñaba con los campos de concentración. Soñaba con que la Gestapo saldría de mi armario y me arrastraría a mí y a mi familia a Auschwitz. Esta pesadilla recurrente moldeó de alguna manera mi ética y mi activismo. De pequeña, me preguntaba constantemente: ¿cómo permitieron los alemanes los campos?, ¿cómo los permitió el mundo? La respuesta usual: “Teníamos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones personales. La economía estaba mal; los tiempos eran difíciles...”. Juré en mi corazón que nunca permitiría que mi vida estuviera por encima del cuidado y la preocupación por los demás. No tenía ni idea de que un día vería un genocidio en directo, en mi teléfono, al tiempo que me enamoraba de una familia que lo estaba viviendo.
Mi tiempo en el ISM también me condujo a campos de refugiados. Cisjordania está llena de refugiados que huyeron para salvar sus vidas durante la violenta limpieza étnica de la Nakba en la primavera de 1948, en la Palestina histórica. Setecientos mil palestinos escaparon de la violación y la muerte, sin nada en sus manos. Los sobrevivientes de aquel tiempo construyeron lo que se suponía serían viviendas temporales en Gaza, Belén, Tulkarem, Nablus, Jenin, Líbano, Siria y Jordania. Se aferraron a las llaves de sus casas en aldeas cubiertas intencionalmente por pinos, en un intento de borrar la memoria. Sin embargo, esta es difícil de borrar, y por más que hubo casas demolidas y enterradas, los palestinos desplazados nunca olvidaron que sus raíces estaban en “aquella tierra junto al cactus” que marcaba la entrada de cada aldea “olvidada”.
Como parte de un pequeño grupo de ciudadanos internacionales, nos capacitamos para el trabajo voluntario en Belén. Conocimos la vida bajo la ocupación, y aprendimos sobre nuestros derechos como extranjeros frente a la ley kafkiana que despoja de derechos a los palestinos. Aprendimos a negociar con los soldados durante las incursiones y en los puestos de control, y a reducir la tensión frente a soldados y colonos. Algunos partimos hacia Tulkarem, al norte de Cisjordania, justo en la llamada “línea verde” —la frontera de facto—. En 2003, Israel construyó un muro de hormigón de ocho metros, repleto de torres con francotiradores, muy adentro de la “línea verde” del territorio palestino ocupado. Durante la mayor parte de mi tiempo en Tulkarem, trabajamos para evitar la construcción de ese muro. La mayor de las voluntarias era una mujer judía de 70 años llamada Helga, que se plantaba allí para recordarles a los soldados que tenían abuelas, que la vergüenza tiene límites, que tenían que recapacitar y no hacer uso de municiones reales en las protestas. De hecho, más de la mitad de los activistas que conocí y con los que trabajé eran judíos provenientes de todas partes del mundo. Sacábamos provecho de nuestra condición de extranjeros: viajábamos en ambulancias, acompañábamos a los niños a sus escuelas, nos colocábamos al frente de las protestas y negociábamos en los puestos de control cuando soldados racistas de apenas 18 años decidían con total ligereza e impunidad cerrar ciudades y zonas enteras, solo porque les daba la gana.
Acampábamos en un olivar junto al camino del muro que se estaba construyendo en territorio palestino. Los agricultores de todos los pueblos circundantes, desde Atil hasta Bakah Gharbiyah, estaban siendo desplazados de sus tierras y zonas de pastoreo, tierras que sus familias habían trabajado durante tanto tiempo que conocían cada árbol y cada roca. Bebíamos té y café con los aldeanos que visitaban a diario nuestro pequeño campamento. Ellos nos daban comida, conversación y más gratitud de la que ninguno de nosotros podía sentirse cómodo aceptando. Personas sin libertad de movimiento ni control sobre sus destinos estaban dispuestas a darlo todo por un extraño que venía de muy lejos. “Gracias por no olvidarnos”. Esta frase me rompía el corazón cada vez que la oía.
La ocupación y el apartheid ya habían sentado sus reales y habían instalado el temor en la tierra. La violencia de los ataques nocturnos y los bombardeos eran una amenaza constante para la vida palestina en Cisjordania y Gaza. Estas personas me recordaban a los agricultores con los que crecí en Texas. Eran honestos, trabajadores, generosos y hospitalarios. Se conformaban con alegrías sencillas, compartiendo amor y alguno que otro chisme. Nos invitaban a bodas llenas de knaffeh y debkeh. A pesar de vivir bajo un sistema brutal, el amor perseveraba.
Reham creció con cinco hermanas y cinco hermanos jugando entre los olivares, naranjos, limoneros y granados de sus abuelos. Ella y sus hermanos pusieron nombre a cada árbol. Menos de una década después, ataría un columpio de cuerda a uno de esos árboles y compartiría la dulce alegría de la cosecha, cantando con sus tres hijos mayores y Samy. La amenaza de la violencia, sin embargo, siempre estuvo allí, cerca.
Samy y Reham aún no se conocían cuando Israel bombardeó Gaza en 2008. Era época de exámenes finales en la universidad, y Reham recuerda estar en la escalera de un sexto piso, viendo cómo el humo y la ansiedad subían a su alrededor. Corrió a casa; era el primer día de la Operación Plomo Fundido, la que durante semanas cimbró su casa y la de su primo con el estruendo de los bombardeos.
Samy, por su parte, comenzó a trabajar duro después de graduarse de la universidad. Asumió pronto la responsabilidad del hijo mayor, aunque no lo fuera; era el que cuidaba de sus padres y las tareas del hogar. Era muy cercano a su madre, quien falleció inesperadamente en 2010, antes de que pudiera ayudarlo con los preparativos de su matrimonio. Así, su hermana tuvo que intervenir en esos menesteres y, de hecho, fue la que le presentó a Reham. La pareja nació con buena estrella: él aportaba arduo trabajo y dedicación para asegurar la vida de su futura familia; ella, carácter alegre y optimismo. Para 2012, Reham estaba embarazada de su primera hija, Ghena (mi mejor profesora de árabe). Once meses después, dio a luz a Rahaf.
Cuando Rahaf tenía solo un mes, Reham obtuvo su título universitario. Soñaba con muchas cosas, pero los niños eran el centro de su vida. Poco después, Karim se unió a la familia. Tenía solo 40 días de nacido cuando Israel comenzó a bombardear Gaza de nuevo, e invadió la Franja. La incursión militar fue brutal; destruyó el 25% de los edificios y viviendas de Gaza. Samy y Reham protegieron a sus tres hijos pequeños lo mejor que pudieron, mientras miles de personas eran martirizadas a su alrededor. Fue psicológicamente devastador, pero rehicieron sus vidas, y abrieron paso a sus “años de prosperidad”.
Samy es creador de contenido y editor de video. Supo adelantarse en una industria emergente, en la que podía ayudar a negocios locales con campañas de publicidad y al mismo tiempo contribuir a la labor de organizaciones benéficas locales. En específico, como proveedor de la Organización Mundial de la Salud, el Centro Palestino para los Derechos Humanos y la Asociación Atfaluna para Sordos, levantó un pequeño negocio desde cero, en el peor contexto posible. La Franja de Gaza llevaba casi nueve años bajo un bloqueo militar total, sin control sobre su mar, tierra, aire ni espacio electromagnético. Desde entonces, Israel ha controlado todos los bienes, alimentos, materiales y suministros médicos, aislando a los palestinos gazatíes del resto de Palestina y del mundo.
Con todo, en una tierra completamente asediada, con un nivel de desempleo que oscilaba entre el 40% y 60%, Samy siempre estuvo decidido a darles a sus hijos la vida más hermosa posible. Y ahí están las pruebas. Hoy él me comparte fotos del dormitorio que les compró, mientras que Reham me comparte fotos de coloridos dulces y café servidos para invitados. Su rutina se llenaba de actividades para los niños. Después de la escuela, los llevaban a la playa y al pequeño zoológico. Caminaban por campos de fresas y cosechaban aceitunas cada año. Describen con nostalgia cómo escuchaban a sus hijos cantar en su casa, mientras preparaban comida. La forma en la que extrañan su hogar y su vida me deja sin aliento.
Su hogar y la vida que construyeron juntos les fue arrebatada de una horrible manera, y aun así nunca culpan a nadie de los desafíos que enfrentan: tan fuerte es su fe en Dios y su amor. Yo a menudo no sé cómo responder. Dejo, más bien, que su gracia me enseñe. En 2018, por los días de la Gran Marcha del Retorno, Reham animó a Samy a tener más hijos. Observaban las protestas pacíficas de cada viernes a la distancia, pues debían cuidar a sus hijos pequeños. Durante una de ellas, un francotirador le disparó al hermano de Reham en el pie. Ella describe aquellas marchas como algo hermoso y a la vez como una locura, debido al gran peligro que suponían. Son, en todo caso, historias de un pueblo gigante, profundamente arraigado a la tierra, a la que no renunciarán.

Ante la encrucijada histórica
La determinación de tener más hijos tenía que ver con las ganas de darle a Karim un hermano. En cambio, nació la pequeña Toleen, cuyo nacimiento describen como la adición perfecta a la abundancia que ya sentían el uno con el otro. Reham estaba embarazada cuando comenzó el intenso bombardeo israelí de 2021; fueron solo unos días, pero los niños y ella lo recuerdan. Pronto, Zayna, otra hermosa bebé, se uniría a la familia, seguida por Misk en 2023. A ellas, las niñas más pequeñas, las llaman “las tres mosqueteras”.
Lo que vino después, el genocidio, no tengo ni que describirlo. El mundo ha presenciado, a diario durante 23 meses, cómo familias enteras, con cientos de miembros, son borradas del registro civil por la vía del asesinato. El hambre se utiliza como arma de guerra intencionada, con el fin de quebrantar el espíritu de estas personas, que, sin embargo, tienen más ganas de vivir que cualquier otra que haya conocido.
Décadas de bombardeos, bloqueos y apartheid bajo un régimen racista y expansionista no han logrado más que fortalecer las raíces que han crecido en la tierra de Gaza. Pero toda vida requiere cubrir necesidades: agua, comida, aire, refugio y cierta sensación de seguridad. No se puede vivir solo de amor. Sabiendo que su hogar había sido arrasado y que no había nada a lo que regresar después de su último desplazamiento, finalmente me animé a hacer la pregunta: “¿Quieren venir a México, a vivir conmigo?”. Esto fue a principios de mayo.
Samy me escribió a la mañana siguiente: “Sí, tenemos que irnos. No queremos irnos de Palestina, pero no podemos pedirles a nuestros hijos que vivan así”. La más grave de las respuestas.
Los primeros correos electrónicos que envié a la Secretaría de Relaciones Exteriores, a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (instancia de la Secretaría de Gobernación) y a la embajadora palestina en México solo obtuvieron silencio. No era un camino descabellado: sabía que México había recibido a una familia de Gaza a principios de 2025, así que debía de haber una manera de ayudar a otras familias que necesitaran huir del infierno. Insistí y contacté a una amiga del equipo diplomático mexicano ante la ONU. Ella tenía esperanzas. Al fin y al cabo, su jefe había ayudado a evacuar a la familia anterior. Yo tenía la misma sensación, así que le di a Samy la buena noticia. Arrancó la espera. Comencé a hablarles de México, de su deliciosa comida, su colorida cultura, su gente generosa y su rica historia.
Es larga la tradición progresista de México. Solo un par de muestras: la Constitución de 1824, garante de los derechos individuales, y la Conferencia de Chapultepec de 1945, que fue precursora en buena medida de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hilo conductor de las mejores intenciones de Naciones Unidas y un faro para todo el mundo. El ideal de protección de la ciudadanía global le debe mucho a varias generaciones de pensadores, diplomáticos y líderes políticos mexicanos. Samy incluso me ha enviado publicaciones de las breves declaraciones que la presidenta Claudia Sheinbaum ha hecho sobre Palestina, y me ha pedido varias veces que le diera las gracias. Veámoslo con detenimiento: estas personas, que sufren lo inimaginable, agradecen incluso el pequeño gesto de ser recordadas.
Dos semanas después de mi petición de ayuda, ya bien entrado junio, mi amiga diplomática me escribió: “Tengo malas noticias”. Me armé de valor y seguí leyendo. Me explicó que, si bien México estaría feliz de recibir a Samy, Reham y los niños, Israel se negaba a conceder a más familias un salvoconducto para salir de Gaza. Leer este mensaje me destrozó: “¿Me estás diciendo que el mundo va a permitir su exterminio? La mitad de Gaza son niños. ¿Por qué se permite esto? ¿Por qué no hemos roto relaciones con Israel ni cortado lazos económicos? ¿Por qué México no actúa?”. Mi amiga, claro, no tenía respuestas precisas.
Esa mañana fue uno de los días más tristes de mi vida. No me atreví a escribirle a la familia. Me senté con mi propia desesperación, y comprendí que el mundo entero está secuestrado por regímenes nucleares que consideran que partes de la humanidad son prescindibles, en su lógica de acumulación de ganancias y apropiación de recursos. La banalidad del malvado ahora anhela bienes raíces y gas natural. Estos estafadores a quienes llamamos líderes alimentan a poblaciones horrorizadas de todo el mundo “democrático” con palabras vacías, con el fin de sofocar la protesta, mientras descuartizan todos los principios éticos y legales establecidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los palestinos nunca han olvidado que solo tres años después del “nunca más” comenzó la pesadilla de su Nakba ininterrumpida.
Veo a Samy y Reham adelgazando en vivo, frente a la cámara. Me agradecen el apoyo y cariño. Un buen día significa compartir falafel con la familia extendida cuando el régimen les permite un poco de comida. La hermana de Samy no había comido en tres días, pero lo único que expresaban era el deseo de vivir. Escuchar esto disipó mi desesperación. Nunca me rendiré con esta familia o con cualquier parte de Palestina.
Quizá México pueda escudarse en el moldeable principio de no intervención, y paralizarse ante las amenazas, rebajando los mismos derechos humanos que ayudó a dar al mundo o acaso encuentre el camino de regreso hacia este regalo histórico. De algo estoy segura: fingir neutralidad es una forma de intervención, pero del lado de la violencia y la opresión.
Recibo un mensaje; son las cuatro de la mañana en Gaza. Samy me escribe: “Me desperté con muchos mensajes. El lugar que dejamos hace un mes fue bombardeado esta noche y mucha gente no sabía que habíamos cambiado de ubicación, así que estaban muy preocupados de que estuviéramos bajo los escombros”. Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las familias que seguramente murieron esa noche, al pensar en mis habibis que escaparon por poco de la muerte, al pensar en sus hijos durmiendo durante 23 meses de bombardeos nocturnos, acostumbrándose al sonido de las armas que intentan extinguir sus vidas, oliendo la muerte por todas partes. Me siento impotente. También siento un inmenso amor ante este horror. Cuatro horas después, Misk me envía un video:
أنا بحبك
Revuelve su pequeña taza de té, negándose a que sus padres le quiten la cuchara. El símbolo de sus dos años de infancia a mitad del genocidio; su único derecho a ser como sus hermanos mayores, mientras repite una y otra vez con una sonrisa: “Te amo”.
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