Tumor: el descenso sin origen ni metáfora

Tumor: el descenso sin origen ni metáfora

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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Existe un tumor que no se puede encontrar? ¿Es invencible un crecimiento invisible? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La sombra

En su famoso poema “Lo que dijo el médico”, Raymond Carver dice que el doctor dejó de contar al llegar a 32 en un pulmón. “Le dije me alegro porque no querría saber si hubiera más ahí que esos”. Carver murió de cáncer el 2 de agosto de 1988, a los 50 años. Yo tuve suerte, o más bien he tenido suerte hasta ahora, ya que solamente tenía un tumor en el lado derecho del cuello. Inicialmente mi doctora de cabecera recomendó compresas de agua con sal. Meses más tarde, al ver que nada cambiaba, con un gesto de angustia me mandó a ver a un oncólogo. Recibí mi diagnóstico con menos sorpresa que resignación. Por ningún lado me surgió el valor y coraje con que algunos dicen enfrentar la contundencia de un tumor maligno. Más que arrebatarme el aliento, la revelación me despojó del control de mi tiempo al imponerme una apretada e inesperada agenda. Mi voluntad y disposición quedaron en manos del calendario del médico y sus compromisos; obligado a participar en tratamientos, consultas, pruebas y conversaciones que quisiera nunca haber tenido. De pronto ya no tenía un médico, sino un equipo a mi cargo. No hubo solemnidad ni evocaciones religiosas, no me tocaron desplantes cursis ni performatividad histriónica del optimismo exagerado, no me abrumaron con la efusividad del positivismo y sus portentos. Más de una vez escuché el mantra de “la actitud es fundamental”, aunque nadie pudo explicar por qué. Fuera de mis referencias cinematográficas no sabía qué esperar. El énfasis estaba en el orden pragmático de los procedimientos. Nadie sugirió que esto era el final, pero mi médico dijo que, de no seguir el tratamiento, “moriría”. Mi seguro médico, que siempre había sido tacaño y miserable, súbitamente concedía todo. Esto me hizo pasar rápidamente de la satisfacción del buen servicio a la ominosa sensación de que mi caso era serio.

Qué más podía hacer que correr a documentarme y a googlear posibles desenlaces, remedios milagrosos, perspectivas disidentes y tratamientos alternativos. Recurrí a fuentes confiables y sólidas como Siddhartha Mukherjee y Atul Gawande, a artículos diversos en publicaciones científicas como Nature y JAMA. Encontré más sustento emocional en la literatura de la desesperanza, desde el Pabellón del cáncer, de Aleksandr Solzhenitsyn, hasta Las mutaciones, de Jorge Comensal.

A la sombra de la mortalidad que proyectaba aquella ridícula bola en mi cuello, no tuve el privilegio de entregarme a la rabia o al desconsuelo. Me parecían privilegios narcisistas inaccesibles. Opté por concentrarme en el artículo que estaba escribiendo y después en el siguiente texto, en el próximo recibo de honorarios y en la hora en que iría a nadar. No era valor ni responsabilidad, sino simple pragmatismo. Por supuesto que más de una vez me pregunté: “¿Para qué seguir?, ¿qué caso tiene?”. ¿Qué clase de enfermo no lo haría? Más que dignidad y orgullo propio me dejé conducir por la costumbre y los rituales de lo cotidiano.

La rebelión

Todos sabemos que el cáncer aparece cuando una desafortunada mutación genética hace que una célula se reproduzca fuera de control, evadiendo los mecanismos que regulan el crecimiento y multiplicación celular. Es un rompimiento con el programa básico que produce grotescas imitaciones de la normalidad. Podemos imaginarlo como una rebelión en contra del sistema. La célula cancerosa es corruptora, conquistadora, colonizadora, invasora, infiltradora y disuasora. Su versión de la vida y el éxito consiste en propagarse, crecer, multiplicarse velozmente, burlarse de la lógica y el orden que dan sentido, equilibrio y estabilidad a cada tejido, a todo órgano, al circular de fluidos, electricidad e información que sostiene esta cosa compleja que habitamos que es nuestro cuerpo. Si bien el crecimiento acelerado de la célula es una parodia monstruosa de su funcionamiento, en realidad es resultado de la evolución, es la versión intercorporal de la selección natural darwiniana. Es un mal paso evolutivo y una voluntariosa interpretación del dogma de la supervivencia del más apto. Cuando se le trata de erradicar no es raro que las células sobrevivientes a un tratamiento se vuelvan más resistentes y agresivas. Luchar contra el cáncer es pelear contra la evolución misma.

Las células mutantes tratan de conquistar o destruir a sus disciplinadas vecinas al robarles recursos y reclutarlas, así como al engañar, esconderse o suprimir al sistema inmunológico. La convivencia, cooperación, cohabitación y mutua dependencia entre células se colapsa. La facción subversiva tiene su propio ideario o manifiesto de acción nihilista, egoísta y violenta en contra del orden dominante. Incluso en cuerpos envejecientes y enfermos estas células corruptas actúan con vitalidad sorprendente en su afán expansionista y destructivo. El cuerpo se vuelve en contra de sí mismo. La célula cancerosa es parte de nosotros y a pesar de su inconciencia nos ama y nos odia a la vez. Es un prodigio resiliente de la reproducción y una versión “mejorada” de su original, que a veces crece liberada de la apoptosis o muerte celular programada. Al multiplicarse nos multiplica, al volverse más independiente y resistente que nuestras demás células desafía nuestros límites fisiológicos. Versiones del código rebelde circulan por nuestras venas, arterias y vasos linfáticos propagando una doctrina de insurrección para crear metástasis. Cada cura depende de la autoflagelación, de castigar a la carne con poderosos venenos, radiación o bisturí. Los tratamientos más exitosos consisten en matar más y más rápido células cancerosas que saludables. Así como no hay un gen del cáncer ni un solo tipo de cáncer tampoco existe una cura universal.

Metáfora de todo y nada

El cáncer es la metáfora favorita de los peores males y los más terribles enemigos. Desde que Hipócrates (460-370 a. C.) usó el término carcinos (“cangrejo”) para describir un tumor hasta la metáfora bélica que utilizó Richard Nixon en 1971 al declararle la guerra a esta enfermedad. Susan Sontag escribió: “El cáncer es una enfermedad y un cuerpo es un cuerpo. […] Nada es más punitivo que darle un significado a una enfermedad, un significado que invariablemente es moralista” (La enfermedad y sus metáforas, 1980). También se nos dice que es el resultado de nuestras mala decisiones: fumar, consumir comida chatarra, vivir en un medio inadecuado, respirar agentes cancerígenos, estar bajo la influencia de sustancias tóxicas o simplemente de ser humano. Un castigo merecido contra todo aquello que condenamos.

En una de mis primeras visitas al departamento de radiación, no pude evitar tomarle una foto a los botones del control del elevador. Radiología en el hospital de NYU está en el sótano. La quería como un registro del inicio de un proceso. Me decidí a publicarla en Twitter con un breve mensaje: “El descenso”. Tenía algo de inquietud por compartir algo tan personal y que sería motivo de preocupación para amigos cercanos, de morbo para la mayoría y de burla para unos cuantos más. Entrar al elevador fue salir del clóset oncológico, asumir su carga y estigma.

Mi caso tenía una particularidad rara, aunque no del todo insólita: se trataba de un carcinoma de origen primario desconocido. Es decir que, a pesar de realizar todo tipo de pruebas y visualizaciones con tomografías, escaneos y resonancias, nunca encontraron el tumor primigenio. Sin origen determinado y localizable, el mal debía tratarse de forma especulativa en función de la información obtenida de la metástasis del ganglio linfático del cuello. ¿Existe un tumor que no se puede encontrar?, ¿es invencible un crecimiento invisible? Después de una cirugía y 30 sesiones de radiación, mis médicos quedaron satisfechos de haber erradicado la versión frankensteiniana de mis células. La radiación en la lengua me lesionó el gusto, castigo extraordinariamente cruel para un sibarita. Salivar y tragar ahora requieren de un esfuerzo adicional. Al poco tiempo de cumplir dos años del diagnóstico, el cáncer no parece haber vuelto. ¿Habrán sometido la insurrección oculta, eliminado el código rebelde y derrotado a la evolución? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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¿Existe un tumor que no se puede encontrar? ¿Es invencible un crecimiento invisible? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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En su famoso poema “Lo que dijo el médico”, Raymond Carver dice que el doctor dejó de contar al llegar a 32 en un pulmón. “Le dije me alegro porque no querría saber si hubiera más ahí que esos”. Carver murió de cáncer el 2 de agosto de 1988, a los 50 años. Yo tuve suerte, o más bien he tenido suerte hasta ahora, ya que solamente tenía un tumor en el lado derecho del cuello. Inicialmente mi doctora de cabecera recomendó compresas de agua con sal. Meses más tarde, al ver que nada cambiaba, con un gesto de angustia me mandó a ver a un oncólogo. Recibí mi diagnóstico con menos sorpresa que resignación. Por ningún lado me surgió el valor y coraje con que algunos dicen enfrentar la contundencia de un tumor maligno. Más que arrebatarme el aliento, la revelación me despojó del control de mi tiempo al imponerme una apretada e inesperada agenda. Mi voluntad y disposición quedaron en manos del calendario del médico y sus compromisos; obligado a participar en tratamientos, consultas, pruebas y conversaciones que quisiera nunca haber tenido. De pronto ya no tenía un médico, sino un equipo a mi cargo. No hubo solemnidad ni evocaciones religiosas, no me tocaron desplantes cursis ni performatividad histriónica del optimismo exagerado, no me abrumaron con la efusividad del positivismo y sus portentos. Más de una vez escuché el mantra de “la actitud es fundamental”, aunque nadie pudo explicar por qué. Fuera de mis referencias cinematográficas no sabía qué esperar. El énfasis estaba en el orden pragmático de los procedimientos. Nadie sugirió que esto era el final, pero mi médico dijo que, de no seguir el tratamiento, “moriría”. Mi seguro médico, que siempre había sido tacaño y miserable, súbitamente concedía todo. Esto me hizo pasar rápidamente de la satisfacción del buen servicio a la ominosa sensación de que mi caso era serio.

Qué más podía hacer que correr a documentarme y a googlear posibles desenlaces, remedios milagrosos, perspectivas disidentes y tratamientos alternativos. Recurrí a fuentes confiables y sólidas como Siddhartha Mukherjee y Atul Gawande, a artículos diversos en publicaciones científicas como Nature y JAMA. Encontré más sustento emocional en la literatura de la desesperanza, desde el Pabellón del cáncer, de Aleksandr Solzhenitsyn, hasta Las mutaciones, de Jorge Comensal.

A la sombra de la mortalidad que proyectaba aquella ridícula bola en mi cuello, no tuve el privilegio de entregarme a la rabia o al desconsuelo. Me parecían privilegios narcisistas inaccesibles. Opté por concentrarme en el artículo que estaba escribiendo y después en el siguiente texto, en el próximo recibo de honorarios y en la hora en que iría a nadar. No era valor ni responsabilidad, sino simple pragmatismo. Por supuesto que más de una vez me pregunté: “¿Para qué seguir?, ¿qué caso tiene?”. ¿Qué clase de enfermo no lo haría? Más que dignidad y orgullo propio me dejé conducir por la costumbre y los rituales de lo cotidiano.

La rebelión

Todos sabemos que el cáncer aparece cuando una desafortunada mutación genética hace que una célula se reproduzca fuera de control, evadiendo los mecanismos que regulan el crecimiento y multiplicación celular. Es un rompimiento con el programa básico que produce grotescas imitaciones de la normalidad. Podemos imaginarlo como una rebelión en contra del sistema. La célula cancerosa es corruptora, conquistadora, colonizadora, invasora, infiltradora y disuasora. Su versión de la vida y el éxito consiste en propagarse, crecer, multiplicarse velozmente, burlarse de la lógica y el orden que dan sentido, equilibrio y estabilidad a cada tejido, a todo órgano, al circular de fluidos, electricidad e información que sostiene esta cosa compleja que habitamos que es nuestro cuerpo. Si bien el crecimiento acelerado de la célula es una parodia monstruosa de su funcionamiento, en realidad es resultado de la evolución, es la versión intercorporal de la selección natural darwiniana. Es un mal paso evolutivo y una voluntariosa interpretación del dogma de la supervivencia del más apto. Cuando se le trata de erradicar no es raro que las células sobrevivientes a un tratamiento se vuelvan más resistentes y agresivas. Luchar contra el cáncer es pelear contra la evolución misma.

Las células mutantes tratan de conquistar o destruir a sus disciplinadas vecinas al robarles recursos y reclutarlas, así como al engañar, esconderse o suprimir al sistema inmunológico. La convivencia, cooperación, cohabitación y mutua dependencia entre células se colapsa. La facción subversiva tiene su propio ideario o manifiesto de acción nihilista, egoísta y violenta en contra del orden dominante. Incluso en cuerpos envejecientes y enfermos estas células corruptas actúan con vitalidad sorprendente en su afán expansionista y destructivo. El cuerpo se vuelve en contra de sí mismo. La célula cancerosa es parte de nosotros y a pesar de su inconciencia nos ama y nos odia a la vez. Es un prodigio resiliente de la reproducción y una versión “mejorada” de su original, que a veces crece liberada de la apoptosis o muerte celular programada. Al multiplicarse nos multiplica, al volverse más independiente y resistente que nuestras demás células desafía nuestros límites fisiológicos. Versiones del código rebelde circulan por nuestras venas, arterias y vasos linfáticos propagando una doctrina de insurrección para crear metástasis. Cada cura depende de la autoflagelación, de castigar a la carne con poderosos venenos, radiación o bisturí. Los tratamientos más exitosos consisten en matar más y más rápido células cancerosas que saludables. Así como no hay un gen del cáncer ni un solo tipo de cáncer tampoco existe una cura universal.

Metáfora de todo y nada

El cáncer es la metáfora favorita de los peores males y los más terribles enemigos. Desde que Hipócrates (460-370 a. C.) usó el término carcinos (“cangrejo”) para describir un tumor hasta la metáfora bélica que utilizó Richard Nixon en 1971 al declararle la guerra a esta enfermedad. Susan Sontag escribió: “El cáncer es una enfermedad y un cuerpo es un cuerpo. […] Nada es más punitivo que darle un significado a una enfermedad, un significado que invariablemente es moralista” (La enfermedad y sus metáforas, 1980). También se nos dice que es el resultado de nuestras mala decisiones: fumar, consumir comida chatarra, vivir en un medio inadecuado, respirar agentes cancerígenos, estar bajo la influencia de sustancias tóxicas o simplemente de ser humano. Un castigo merecido contra todo aquello que condenamos.

En una de mis primeras visitas al departamento de radiación, no pude evitar tomarle una foto a los botones del control del elevador. Radiología en el hospital de NYU está en el sótano. La quería como un registro del inicio de un proceso. Me decidí a publicarla en Twitter con un breve mensaje: “El descenso”. Tenía algo de inquietud por compartir algo tan personal y que sería motivo de preocupación para amigos cercanos, de morbo para la mayoría y de burla para unos cuantos más. Entrar al elevador fue salir del clóset oncológico, asumir su carga y estigma.

Mi caso tenía una particularidad rara, aunque no del todo insólita: se trataba de un carcinoma de origen primario desconocido. Es decir que, a pesar de realizar todo tipo de pruebas y visualizaciones con tomografías, escaneos y resonancias, nunca encontraron el tumor primigenio. Sin origen determinado y localizable, el mal debía tratarse de forma especulativa en función de la información obtenida de la metástasis del ganglio linfático del cuello. ¿Existe un tumor que no se puede encontrar?, ¿es invencible un crecimiento invisible? Después de una cirugía y 30 sesiones de radiación, mis médicos quedaron satisfechos de haber erradicado la versión frankensteiniana de mis células. La radiación en la lengua me lesionó el gusto, castigo extraordinariamente cruel para un sibarita. Salivar y tragar ahora requieren de un esfuerzo adicional. Al poco tiempo de cumplir dos años del diagnóstico, el cáncer no parece haber vuelto. ¿Habrán sometido la insurrección oculta, eliminado el código rebelde y derrotado a la evolución? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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En su famoso poema “Lo que dijo el médico”, Raymond Carver dice que el doctor dejó de contar al llegar a 32 en un pulmón. “Le dije me alegro porque no querría saber si hubiera más ahí que esos”. Carver murió de cáncer el 2 de agosto de 1988, a los 50 años. Yo tuve suerte, o más bien he tenido suerte hasta ahora, ya que solamente tenía un tumor en el lado derecho del cuello. Inicialmente mi doctora de cabecera recomendó compresas de agua con sal. Meses más tarde, al ver que nada cambiaba, con un gesto de angustia me mandó a ver a un oncólogo. Recibí mi diagnóstico con menos sorpresa que resignación. Por ningún lado me surgió el valor y coraje con que algunos dicen enfrentar la contundencia de un tumor maligno. Más que arrebatarme el aliento, la revelación me despojó del control de mi tiempo al imponerme una apretada e inesperada agenda. Mi voluntad y disposición quedaron en manos del calendario del médico y sus compromisos; obligado a participar en tratamientos, consultas, pruebas y conversaciones que quisiera nunca haber tenido. De pronto ya no tenía un médico, sino un equipo a mi cargo. No hubo solemnidad ni evocaciones religiosas, no me tocaron desplantes cursis ni performatividad histriónica del optimismo exagerado, no me abrumaron con la efusividad del positivismo y sus portentos. Más de una vez escuché el mantra de “la actitud es fundamental”, aunque nadie pudo explicar por qué. Fuera de mis referencias cinematográficas no sabía qué esperar. El énfasis estaba en el orden pragmático de los procedimientos. Nadie sugirió que esto era el final, pero mi médico dijo que, de no seguir el tratamiento, “moriría”. Mi seguro médico, que siempre había sido tacaño y miserable, súbitamente concedía todo. Esto me hizo pasar rápidamente de la satisfacción del buen servicio a la ominosa sensación de que mi caso era serio.

Qué más podía hacer que correr a documentarme y a googlear posibles desenlaces, remedios milagrosos, perspectivas disidentes y tratamientos alternativos. Recurrí a fuentes confiables y sólidas como Siddhartha Mukherjee y Atul Gawande, a artículos diversos en publicaciones científicas como Nature y JAMA. Encontré más sustento emocional en la literatura de la desesperanza, desde el Pabellón del cáncer, de Aleksandr Solzhenitsyn, hasta Las mutaciones, de Jorge Comensal.

A la sombra de la mortalidad que proyectaba aquella ridícula bola en mi cuello, no tuve el privilegio de entregarme a la rabia o al desconsuelo. Me parecían privilegios narcisistas inaccesibles. Opté por concentrarme en el artículo que estaba escribiendo y después en el siguiente texto, en el próximo recibo de honorarios y en la hora en que iría a nadar. No era valor ni responsabilidad, sino simple pragmatismo. Por supuesto que más de una vez me pregunté: “¿Para qué seguir?, ¿qué caso tiene?”. ¿Qué clase de enfermo no lo haría? Más que dignidad y orgullo propio me dejé conducir por la costumbre y los rituales de lo cotidiano.

La rebelión

Todos sabemos que el cáncer aparece cuando una desafortunada mutación genética hace que una célula se reproduzca fuera de control, evadiendo los mecanismos que regulan el crecimiento y multiplicación celular. Es un rompimiento con el programa básico que produce grotescas imitaciones de la normalidad. Podemos imaginarlo como una rebelión en contra del sistema. La célula cancerosa es corruptora, conquistadora, colonizadora, invasora, infiltradora y disuasora. Su versión de la vida y el éxito consiste en propagarse, crecer, multiplicarse velozmente, burlarse de la lógica y el orden que dan sentido, equilibrio y estabilidad a cada tejido, a todo órgano, al circular de fluidos, electricidad e información que sostiene esta cosa compleja que habitamos que es nuestro cuerpo. Si bien el crecimiento acelerado de la célula es una parodia monstruosa de su funcionamiento, en realidad es resultado de la evolución, es la versión intercorporal de la selección natural darwiniana. Es un mal paso evolutivo y una voluntariosa interpretación del dogma de la supervivencia del más apto. Cuando se le trata de erradicar no es raro que las células sobrevivientes a un tratamiento se vuelvan más resistentes y agresivas. Luchar contra el cáncer es pelear contra la evolución misma.

Las células mutantes tratan de conquistar o destruir a sus disciplinadas vecinas al robarles recursos y reclutarlas, así como al engañar, esconderse o suprimir al sistema inmunológico. La convivencia, cooperación, cohabitación y mutua dependencia entre células se colapsa. La facción subversiva tiene su propio ideario o manifiesto de acción nihilista, egoísta y violenta en contra del orden dominante. Incluso en cuerpos envejecientes y enfermos estas células corruptas actúan con vitalidad sorprendente en su afán expansionista y destructivo. El cuerpo se vuelve en contra de sí mismo. La célula cancerosa es parte de nosotros y a pesar de su inconciencia nos ama y nos odia a la vez. Es un prodigio resiliente de la reproducción y una versión “mejorada” de su original, que a veces crece liberada de la apoptosis o muerte celular programada. Al multiplicarse nos multiplica, al volverse más independiente y resistente que nuestras demás células desafía nuestros límites fisiológicos. Versiones del código rebelde circulan por nuestras venas, arterias y vasos linfáticos propagando una doctrina de insurrección para crear metástasis. Cada cura depende de la autoflagelación, de castigar a la carne con poderosos venenos, radiación o bisturí. Los tratamientos más exitosos consisten en matar más y más rápido células cancerosas que saludables. Así como no hay un gen del cáncer ni un solo tipo de cáncer tampoco existe una cura universal.

Metáfora de todo y nada

El cáncer es la metáfora favorita de los peores males y los más terribles enemigos. Desde que Hipócrates (460-370 a. C.) usó el término carcinos (“cangrejo”) para describir un tumor hasta la metáfora bélica que utilizó Richard Nixon en 1971 al declararle la guerra a esta enfermedad. Susan Sontag escribió: “El cáncer es una enfermedad y un cuerpo es un cuerpo. […] Nada es más punitivo que darle un significado a una enfermedad, un significado que invariablemente es moralista” (La enfermedad y sus metáforas, 1980). También se nos dice que es el resultado de nuestras mala decisiones: fumar, consumir comida chatarra, vivir en un medio inadecuado, respirar agentes cancerígenos, estar bajo la influencia de sustancias tóxicas o simplemente de ser humano. Un castigo merecido contra todo aquello que condenamos.

En una de mis primeras visitas al departamento de radiación, no pude evitar tomarle una foto a los botones del control del elevador. Radiología en el hospital de NYU está en el sótano. La quería como un registro del inicio de un proceso. Me decidí a publicarla en Twitter con un breve mensaje: “El descenso”. Tenía algo de inquietud por compartir algo tan personal y que sería motivo de preocupación para amigos cercanos, de morbo para la mayoría y de burla para unos cuantos más. Entrar al elevador fue salir del clóset oncológico, asumir su carga y estigma.

Mi caso tenía una particularidad rara, aunque no del todo insólita: se trataba de un carcinoma de origen primario desconocido. Es decir que, a pesar de realizar todo tipo de pruebas y visualizaciones con tomografías, escaneos y resonancias, nunca encontraron el tumor primigenio. Sin origen determinado y localizable, el mal debía tratarse de forma especulativa en función de la información obtenida de la metástasis del ganglio linfático del cuello. ¿Existe un tumor que no se puede encontrar?, ¿es invencible un crecimiento invisible? Después de una cirugía y 30 sesiones de radiación, mis médicos quedaron satisfechos de haber erradicado la versión frankensteiniana de mis células. La radiación en la lengua me lesionó el gusto, castigo extraordinariamente cruel para un sibarita. Salivar y tragar ahora requieren de un esfuerzo adicional. Al poco tiempo de cumplir dos años del diagnóstico, el cáncer no parece haber vuelto. ¿Habrán sometido la insurrección oculta, eliminado el código rebelde y derrotado a la evolución? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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En su famoso poema “Lo que dijo el médico”, Raymond Carver dice que el doctor dejó de contar al llegar a 32 en un pulmón. “Le dije me alegro porque no querría saber si hubiera más ahí que esos”. Carver murió de cáncer el 2 de agosto de 1988, a los 50 años. Yo tuve suerte, o más bien he tenido suerte hasta ahora, ya que solamente tenía un tumor en el lado derecho del cuello. Inicialmente mi doctora de cabecera recomendó compresas de agua con sal. Meses más tarde, al ver que nada cambiaba, con un gesto de angustia me mandó a ver a un oncólogo. Recibí mi diagnóstico con menos sorpresa que resignación. Por ningún lado me surgió el valor y coraje con que algunos dicen enfrentar la contundencia de un tumor maligno. Más que arrebatarme el aliento, la revelación me despojó del control de mi tiempo al imponerme una apretada e inesperada agenda. Mi voluntad y disposición quedaron en manos del calendario del médico y sus compromisos; obligado a participar en tratamientos, consultas, pruebas y conversaciones que quisiera nunca haber tenido. De pronto ya no tenía un médico, sino un equipo a mi cargo. No hubo solemnidad ni evocaciones religiosas, no me tocaron desplantes cursis ni performatividad histriónica del optimismo exagerado, no me abrumaron con la efusividad del positivismo y sus portentos. Más de una vez escuché el mantra de “la actitud es fundamental”, aunque nadie pudo explicar por qué. Fuera de mis referencias cinematográficas no sabía qué esperar. El énfasis estaba en el orden pragmático de los procedimientos. Nadie sugirió que esto era el final, pero mi médico dijo que, de no seguir el tratamiento, “moriría”. Mi seguro médico, que siempre había sido tacaño y miserable, súbitamente concedía todo. Esto me hizo pasar rápidamente de la satisfacción del buen servicio a la ominosa sensación de que mi caso era serio.

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A la sombra de la mortalidad que proyectaba aquella ridícula bola en mi cuello, no tuve el privilegio de entregarme a la rabia o al desconsuelo. Me parecían privilegios narcisistas inaccesibles. Opté por concentrarme en el artículo que estaba escribiendo y después en el siguiente texto, en el próximo recibo de honorarios y en la hora en que iría a nadar. No era valor ni responsabilidad, sino simple pragmatismo. Por supuesto que más de una vez me pregunté: “¿Para qué seguir?, ¿qué caso tiene?”. ¿Qué clase de enfermo no lo haría? Más que dignidad y orgullo propio me dejé conducir por la costumbre y los rituales de lo cotidiano.

La rebelión

Todos sabemos que el cáncer aparece cuando una desafortunada mutación genética hace que una célula se reproduzca fuera de control, evadiendo los mecanismos que regulan el crecimiento y multiplicación celular. Es un rompimiento con el programa básico que produce grotescas imitaciones de la normalidad. Podemos imaginarlo como una rebelión en contra del sistema. La célula cancerosa es corruptora, conquistadora, colonizadora, invasora, infiltradora y disuasora. Su versión de la vida y el éxito consiste en propagarse, crecer, multiplicarse velozmente, burlarse de la lógica y el orden que dan sentido, equilibrio y estabilidad a cada tejido, a todo órgano, al circular de fluidos, electricidad e información que sostiene esta cosa compleja que habitamos que es nuestro cuerpo. Si bien el crecimiento acelerado de la célula es una parodia monstruosa de su funcionamiento, en realidad es resultado de la evolución, es la versión intercorporal de la selección natural darwiniana. Es un mal paso evolutivo y una voluntariosa interpretación del dogma de la supervivencia del más apto. Cuando se le trata de erradicar no es raro que las células sobrevivientes a un tratamiento se vuelvan más resistentes y agresivas. Luchar contra el cáncer es pelear contra la evolución misma.

Las células mutantes tratan de conquistar o destruir a sus disciplinadas vecinas al robarles recursos y reclutarlas, así como al engañar, esconderse o suprimir al sistema inmunológico. La convivencia, cooperación, cohabitación y mutua dependencia entre células se colapsa. La facción subversiva tiene su propio ideario o manifiesto de acción nihilista, egoísta y violenta en contra del orden dominante. Incluso en cuerpos envejecientes y enfermos estas células corruptas actúan con vitalidad sorprendente en su afán expansionista y destructivo. El cuerpo se vuelve en contra de sí mismo. La célula cancerosa es parte de nosotros y a pesar de su inconciencia nos ama y nos odia a la vez. Es un prodigio resiliente de la reproducción y una versión “mejorada” de su original, que a veces crece liberada de la apoptosis o muerte celular programada. Al multiplicarse nos multiplica, al volverse más independiente y resistente que nuestras demás células desafía nuestros límites fisiológicos. Versiones del código rebelde circulan por nuestras venas, arterias y vasos linfáticos propagando una doctrina de insurrección para crear metástasis. Cada cura depende de la autoflagelación, de castigar a la carne con poderosos venenos, radiación o bisturí. Los tratamientos más exitosos consisten en matar más y más rápido células cancerosas que saludables. Así como no hay un gen del cáncer ni un solo tipo de cáncer tampoco existe una cura universal.

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En una de mis primeras visitas al departamento de radiación, no pude evitar tomarle una foto a los botones del control del elevador. Radiología en el hospital de NYU está en el sótano. La quería como un registro del inicio de un proceso. Me decidí a publicarla en Twitter con un breve mensaje: “El descenso”. Tenía algo de inquietud por compartir algo tan personal y que sería motivo de preocupación para amigos cercanos, de morbo para la mayoría y de burla para unos cuantos más. Entrar al elevador fue salir del clóset oncológico, asumir su carga y estigma.

Mi caso tenía una particularidad rara, aunque no del todo insólita: se trataba de un carcinoma de origen primario desconocido. Es decir que, a pesar de realizar todo tipo de pruebas y visualizaciones con tomografías, escaneos y resonancias, nunca encontraron el tumor primigenio. Sin origen determinado y localizable, el mal debía tratarse de forma especulativa en función de la información obtenida de la metástasis del ganglio linfático del cuello. ¿Existe un tumor que no se puede encontrar?, ¿es invencible un crecimiento invisible? Después de una cirugía y 30 sesiones de radiación, mis médicos quedaron satisfechos de haber erradicado la versión frankensteiniana de mis células. La radiación en la lengua me lesionó el gusto, castigo extraordinariamente cruel para un sibarita. Salivar y tragar ahora requieren de un esfuerzo adicional. Al poco tiempo de cumplir dos años del diagnóstico, el cáncer no parece haber vuelto. ¿Habrán sometido la insurrección oculta, eliminado el código rebelde y derrotado a la evolución? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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¿Existe un tumor que no se puede encontrar? ¿Es invencible un crecimiento invisible? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

La sombra

En su famoso poema “Lo que dijo el médico”, Raymond Carver dice que el doctor dejó de contar al llegar a 32 en un pulmón. “Le dije me alegro porque no querría saber si hubiera más ahí que esos”. Carver murió de cáncer el 2 de agosto de 1988, a los 50 años. Yo tuve suerte, o más bien he tenido suerte hasta ahora, ya que solamente tenía un tumor en el lado derecho del cuello. Inicialmente mi doctora de cabecera recomendó compresas de agua con sal. Meses más tarde, al ver que nada cambiaba, con un gesto de angustia me mandó a ver a un oncólogo. Recibí mi diagnóstico con menos sorpresa que resignación. Por ningún lado me surgió el valor y coraje con que algunos dicen enfrentar la contundencia de un tumor maligno. Más que arrebatarme el aliento, la revelación me despojó del control de mi tiempo al imponerme una apretada e inesperada agenda. Mi voluntad y disposición quedaron en manos del calendario del médico y sus compromisos; obligado a participar en tratamientos, consultas, pruebas y conversaciones que quisiera nunca haber tenido. De pronto ya no tenía un médico, sino un equipo a mi cargo. No hubo solemnidad ni evocaciones religiosas, no me tocaron desplantes cursis ni performatividad histriónica del optimismo exagerado, no me abrumaron con la efusividad del positivismo y sus portentos. Más de una vez escuché el mantra de “la actitud es fundamental”, aunque nadie pudo explicar por qué. Fuera de mis referencias cinematográficas no sabía qué esperar. El énfasis estaba en el orden pragmático de los procedimientos. Nadie sugirió que esto era el final, pero mi médico dijo que, de no seguir el tratamiento, “moriría”. Mi seguro médico, que siempre había sido tacaño y miserable, súbitamente concedía todo. Esto me hizo pasar rápidamente de la satisfacción del buen servicio a la ominosa sensación de que mi caso era serio.

Qué más podía hacer que correr a documentarme y a googlear posibles desenlaces, remedios milagrosos, perspectivas disidentes y tratamientos alternativos. Recurrí a fuentes confiables y sólidas como Siddhartha Mukherjee y Atul Gawande, a artículos diversos en publicaciones científicas como Nature y JAMA. Encontré más sustento emocional en la literatura de la desesperanza, desde el Pabellón del cáncer, de Aleksandr Solzhenitsyn, hasta Las mutaciones, de Jorge Comensal.

A la sombra de la mortalidad que proyectaba aquella ridícula bola en mi cuello, no tuve el privilegio de entregarme a la rabia o al desconsuelo. Me parecían privilegios narcisistas inaccesibles. Opté por concentrarme en el artículo que estaba escribiendo y después en el siguiente texto, en el próximo recibo de honorarios y en la hora en que iría a nadar. No era valor ni responsabilidad, sino simple pragmatismo. Por supuesto que más de una vez me pregunté: “¿Para qué seguir?, ¿qué caso tiene?”. ¿Qué clase de enfermo no lo haría? Más que dignidad y orgullo propio me dejé conducir por la costumbre y los rituales de lo cotidiano.

La rebelión

Todos sabemos que el cáncer aparece cuando una desafortunada mutación genética hace que una célula se reproduzca fuera de control, evadiendo los mecanismos que regulan el crecimiento y multiplicación celular. Es un rompimiento con el programa básico que produce grotescas imitaciones de la normalidad. Podemos imaginarlo como una rebelión en contra del sistema. La célula cancerosa es corruptora, conquistadora, colonizadora, invasora, infiltradora y disuasora. Su versión de la vida y el éxito consiste en propagarse, crecer, multiplicarse velozmente, burlarse de la lógica y el orden que dan sentido, equilibrio y estabilidad a cada tejido, a todo órgano, al circular de fluidos, electricidad e información que sostiene esta cosa compleja que habitamos que es nuestro cuerpo. Si bien el crecimiento acelerado de la célula es una parodia monstruosa de su funcionamiento, en realidad es resultado de la evolución, es la versión intercorporal de la selección natural darwiniana. Es un mal paso evolutivo y una voluntariosa interpretación del dogma de la supervivencia del más apto. Cuando se le trata de erradicar no es raro que las células sobrevivientes a un tratamiento se vuelvan más resistentes y agresivas. Luchar contra el cáncer es pelear contra la evolución misma.

Las células mutantes tratan de conquistar o destruir a sus disciplinadas vecinas al robarles recursos y reclutarlas, así como al engañar, esconderse o suprimir al sistema inmunológico. La convivencia, cooperación, cohabitación y mutua dependencia entre células se colapsa. La facción subversiva tiene su propio ideario o manifiesto de acción nihilista, egoísta y violenta en contra del orden dominante. Incluso en cuerpos envejecientes y enfermos estas células corruptas actúan con vitalidad sorprendente en su afán expansionista y destructivo. El cuerpo se vuelve en contra de sí mismo. La célula cancerosa es parte de nosotros y a pesar de su inconciencia nos ama y nos odia a la vez. Es un prodigio resiliente de la reproducción y una versión “mejorada” de su original, que a veces crece liberada de la apoptosis o muerte celular programada. Al multiplicarse nos multiplica, al volverse más independiente y resistente que nuestras demás células desafía nuestros límites fisiológicos. Versiones del código rebelde circulan por nuestras venas, arterias y vasos linfáticos propagando una doctrina de insurrección para crear metástasis. Cada cura depende de la autoflagelación, de castigar a la carne con poderosos venenos, radiación o bisturí. Los tratamientos más exitosos consisten en matar más y más rápido células cancerosas que saludables. Así como no hay un gen del cáncer ni un solo tipo de cáncer tampoco existe una cura universal.

Metáfora de todo y nada

El cáncer es la metáfora favorita de los peores males y los más terribles enemigos. Desde que Hipócrates (460-370 a. C.) usó el término carcinos (“cangrejo”) para describir un tumor hasta la metáfora bélica que utilizó Richard Nixon en 1971 al declararle la guerra a esta enfermedad. Susan Sontag escribió: “El cáncer es una enfermedad y un cuerpo es un cuerpo. […] Nada es más punitivo que darle un significado a una enfermedad, un significado que invariablemente es moralista” (La enfermedad y sus metáforas, 1980). También se nos dice que es el resultado de nuestras mala decisiones: fumar, consumir comida chatarra, vivir en un medio inadecuado, respirar agentes cancerígenos, estar bajo la influencia de sustancias tóxicas o simplemente de ser humano. Un castigo merecido contra todo aquello que condenamos.

En una de mis primeras visitas al departamento de radiación, no pude evitar tomarle una foto a los botones del control del elevador. Radiología en el hospital de NYU está en el sótano. La quería como un registro del inicio de un proceso. Me decidí a publicarla en Twitter con un breve mensaje: “El descenso”. Tenía algo de inquietud por compartir algo tan personal y que sería motivo de preocupación para amigos cercanos, de morbo para la mayoría y de burla para unos cuantos más. Entrar al elevador fue salir del clóset oncológico, asumir su carga y estigma.

Mi caso tenía una particularidad rara, aunque no del todo insólita: se trataba de un carcinoma de origen primario desconocido. Es decir que, a pesar de realizar todo tipo de pruebas y visualizaciones con tomografías, escaneos y resonancias, nunca encontraron el tumor primigenio. Sin origen determinado y localizable, el mal debía tratarse de forma especulativa en función de la información obtenida de la metástasis del ganglio linfático del cuello. ¿Existe un tumor que no se puede encontrar?, ¿es invencible un crecimiento invisible? Después de una cirugía y 30 sesiones de radiación, mis médicos quedaron satisfechos de haber erradicado la versión frankensteiniana de mis células. La radiación en la lengua me lesionó el gusto, castigo extraordinariamente cruel para un sibarita. Salivar y tragar ahora requieren de un esfuerzo adicional. Al poco tiempo de cumplir dos años del diagnóstico, el cáncer no parece haber vuelto. ¿Habrán sometido la insurrección oculta, eliminado el código rebelde y derrotado a la evolución? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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Tumor: el descenso sin origen ni metáfora

Tumor: el descenso sin origen ni metáfora

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¿Existe un tumor que no se puede encontrar? ¿Es invencible un crecimiento invisible? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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Realización de
Ilustración de
Traducción de

La sombra

En su famoso poema “Lo que dijo el médico”, Raymond Carver dice que el doctor dejó de contar al llegar a 32 en un pulmón. “Le dije me alegro porque no querría saber si hubiera más ahí que esos”. Carver murió de cáncer el 2 de agosto de 1988, a los 50 años. Yo tuve suerte, o más bien he tenido suerte hasta ahora, ya que solamente tenía un tumor en el lado derecho del cuello. Inicialmente mi doctora de cabecera recomendó compresas de agua con sal. Meses más tarde, al ver que nada cambiaba, con un gesto de angustia me mandó a ver a un oncólogo. Recibí mi diagnóstico con menos sorpresa que resignación. Por ningún lado me surgió el valor y coraje con que algunos dicen enfrentar la contundencia de un tumor maligno. Más que arrebatarme el aliento, la revelación me despojó del control de mi tiempo al imponerme una apretada e inesperada agenda. Mi voluntad y disposición quedaron en manos del calendario del médico y sus compromisos; obligado a participar en tratamientos, consultas, pruebas y conversaciones que quisiera nunca haber tenido. De pronto ya no tenía un médico, sino un equipo a mi cargo. No hubo solemnidad ni evocaciones religiosas, no me tocaron desplantes cursis ni performatividad histriónica del optimismo exagerado, no me abrumaron con la efusividad del positivismo y sus portentos. Más de una vez escuché el mantra de “la actitud es fundamental”, aunque nadie pudo explicar por qué. Fuera de mis referencias cinematográficas no sabía qué esperar. El énfasis estaba en el orden pragmático de los procedimientos. Nadie sugirió que esto era el final, pero mi médico dijo que, de no seguir el tratamiento, “moriría”. Mi seguro médico, que siempre había sido tacaño y miserable, súbitamente concedía todo. Esto me hizo pasar rápidamente de la satisfacción del buen servicio a la ominosa sensación de que mi caso era serio.

Qué más podía hacer que correr a documentarme y a googlear posibles desenlaces, remedios milagrosos, perspectivas disidentes y tratamientos alternativos. Recurrí a fuentes confiables y sólidas como Siddhartha Mukherjee y Atul Gawande, a artículos diversos en publicaciones científicas como Nature y JAMA. Encontré más sustento emocional en la literatura de la desesperanza, desde el Pabellón del cáncer, de Aleksandr Solzhenitsyn, hasta Las mutaciones, de Jorge Comensal.

A la sombra de la mortalidad que proyectaba aquella ridícula bola en mi cuello, no tuve el privilegio de entregarme a la rabia o al desconsuelo. Me parecían privilegios narcisistas inaccesibles. Opté por concentrarme en el artículo que estaba escribiendo y después en el siguiente texto, en el próximo recibo de honorarios y en la hora en que iría a nadar. No era valor ni responsabilidad, sino simple pragmatismo. Por supuesto que más de una vez me pregunté: “¿Para qué seguir?, ¿qué caso tiene?”. ¿Qué clase de enfermo no lo haría? Más que dignidad y orgullo propio me dejé conducir por la costumbre y los rituales de lo cotidiano.

La rebelión

Todos sabemos que el cáncer aparece cuando una desafortunada mutación genética hace que una célula se reproduzca fuera de control, evadiendo los mecanismos que regulan el crecimiento y multiplicación celular. Es un rompimiento con el programa básico que produce grotescas imitaciones de la normalidad. Podemos imaginarlo como una rebelión en contra del sistema. La célula cancerosa es corruptora, conquistadora, colonizadora, invasora, infiltradora y disuasora. Su versión de la vida y el éxito consiste en propagarse, crecer, multiplicarse velozmente, burlarse de la lógica y el orden que dan sentido, equilibrio y estabilidad a cada tejido, a todo órgano, al circular de fluidos, electricidad e información que sostiene esta cosa compleja que habitamos que es nuestro cuerpo. Si bien el crecimiento acelerado de la célula es una parodia monstruosa de su funcionamiento, en realidad es resultado de la evolución, es la versión intercorporal de la selección natural darwiniana. Es un mal paso evolutivo y una voluntariosa interpretación del dogma de la supervivencia del más apto. Cuando se le trata de erradicar no es raro que las células sobrevivientes a un tratamiento se vuelvan más resistentes y agresivas. Luchar contra el cáncer es pelear contra la evolución misma.

Las células mutantes tratan de conquistar o destruir a sus disciplinadas vecinas al robarles recursos y reclutarlas, así como al engañar, esconderse o suprimir al sistema inmunológico. La convivencia, cooperación, cohabitación y mutua dependencia entre células se colapsa. La facción subversiva tiene su propio ideario o manifiesto de acción nihilista, egoísta y violenta en contra del orden dominante. Incluso en cuerpos envejecientes y enfermos estas células corruptas actúan con vitalidad sorprendente en su afán expansionista y destructivo. El cuerpo se vuelve en contra de sí mismo. La célula cancerosa es parte de nosotros y a pesar de su inconciencia nos ama y nos odia a la vez. Es un prodigio resiliente de la reproducción y una versión “mejorada” de su original, que a veces crece liberada de la apoptosis o muerte celular programada. Al multiplicarse nos multiplica, al volverse más independiente y resistente que nuestras demás células desafía nuestros límites fisiológicos. Versiones del código rebelde circulan por nuestras venas, arterias y vasos linfáticos propagando una doctrina de insurrección para crear metástasis. Cada cura depende de la autoflagelación, de castigar a la carne con poderosos venenos, radiación o bisturí. Los tratamientos más exitosos consisten en matar más y más rápido células cancerosas que saludables. Así como no hay un gen del cáncer ni un solo tipo de cáncer tampoco existe una cura universal.

Metáfora de todo y nada

El cáncer es la metáfora favorita de los peores males y los más terribles enemigos. Desde que Hipócrates (460-370 a. C.) usó el término carcinos (“cangrejo”) para describir un tumor hasta la metáfora bélica que utilizó Richard Nixon en 1971 al declararle la guerra a esta enfermedad. Susan Sontag escribió: “El cáncer es una enfermedad y un cuerpo es un cuerpo. […] Nada es más punitivo que darle un significado a una enfermedad, un significado que invariablemente es moralista” (La enfermedad y sus metáforas, 1980). También se nos dice que es el resultado de nuestras mala decisiones: fumar, consumir comida chatarra, vivir en un medio inadecuado, respirar agentes cancerígenos, estar bajo la influencia de sustancias tóxicas o simplemente de ser humano. Un castigo merecido contra todo aquello que condenamos.

En una de mis primeras visitas al departamento de radiación, no pude evitar tomarle una foto a los botones del control del elevador. Radiología en el hospital de NYU está en el sótano. La quería como un registro del inicio de un proceso. Me decidí a publicarla en Twitter con un breve mensaje: “El descenso”. Tenía algo de inquietud por compartir algo tan personal y que sería motivo de preocupación para amigos cercanos, de morbo para la mayoría y de burla para unos cuantos más. Entrar al elevador fue salir del clóset oncológico, asumir su carga y estigma.

Mi caso tenía una particularidad rara, aunque no del todo insólita: se trataba de un carcinoma de origen primario desconocido. Es decir que, a pesar de realizar todo tipo de pruebas y visualizaciones con tomografías, escaneos y resonancias, nunca encontraron el tumor primigenio. Sin origen determinado y localizable, el mal debía tratarse de forma especulativa en función de la información obtenida de la metástasis del ganglio linfático del cuello. ¿Existe un tumor que no se puede encontrar?, ¿es invencible un crecimiento invisible? Después de una cirugía y 30 sesiones de radiación, mis médicos quedaron satisfechos de haber erradicado la versión frankensteiniana de mis células. La radiación en la lengua me lesionó el gusto, castigo extraordinariamente cruel para un sibarita. Salivar y tragar ahora requieren de un esfuerzo adicional. Al poco tiempo de cumplir dos años del diagnóstico, el cáncer no parece haber vuelto. ¿Habrán sometido la insurrección oculta, eliminado el código rebelde y derrotado a la evolución? ¿Cómo acabar de raíz con un mal que no tiene origen y cómo no ver metáforas en ello?

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